Por Kirian S. Riquelme Saldivia.
El pasado 21 de marzo de 2019, la Junta Electoral Central aprobó la instrucción núm. 7/2019 de 18 de marzo, por la que se da una nueva redacción a la instrucción 5/2019 de 11 de marzo, sobre la aplicación de la modificación de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General llevada a cabo por la Ley Orgánica 2/2018, de 5 de diciembre, para garantizar el derecho de sufragio de todas las personas con discapacidad, y lo hizo con el objeto de cumplir con los términos de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, texto ratificado por España en 2008 y que paulatinamente ha desplegado sus efectos a través de diversas modificaciones y reformas de nuestro Ordenamiento Jurídico, siendo todas ellas el reflejo mismo del esfuerzo de nuestro legislador por integrar al colectivo de las personas con discapacidad en la sociedad como ciudadanos que pueden disfrutar de sus derechos en pie de igualdad con la sociedad de la que forman parte. No es menester de este escrito realizar un análisis generalizado de las distintas reformas que han ido operando en nuestra legislación a partir de la ratificación de la Convención – pese a que algunas de ellas merezcan revisiones y hasta críticas por su redacción oscura o de dudosa interpretación -, en realidad lo que aquí valoraremos será si la reforma electoral antes citada, y que ha desembocado finalmente en la mencionada Instrucción 7/2019 de 18 de marzo, cumple y se ajusta con lo que se pretendía aprobando en diciembre del año pasado la Ley Orgánica 2/2018 para la modificación de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General para garantizar el derecho de sufragio de todas las personas con discapacidad.
No es difícil, más sí necesario, dirigirnos a la génesis de esta cuestión, es decir, el punto de partida de esta reforma electoral, siendo como hemos dicho supra la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad aprobada por Naciones Unidas en 2006 y ratificada por España dos años más tarde; es en el artículo 29.A), apartados I, II y III, donde vemos los requisitos exigidos por las Naciones Unidas de cara a la integración de las personas con discapacidad en la vida política de los Estados, y más concretamente respecto del derecho al sufragio activo y pasivo, exigencias las cuales España ha cumplido por fin tras un decenio desde la ratificación de la Convención gracias a la aprobación de la Ley Orgánica en su momento y su cristalización en la instrucción 7/2019 actualmente.
Es reseñable aquí el interés que los poderes públicos españoles han demostrado por ajustar el ordenamiento jurídico a los términos estipulados por el mencionado tratado; no obstante, si bien es cierto que se han ido produciendo reformas legislativas en distintos ámbitos sociales con el fin de integrar a las personas con discapacidad, no es menos cierto, y siempre en mi opinión, que la reforma de la LOREG es a la vez un triunfo y un fracaso, esto es: Por un lado supone un triunfo en tanto en cuanto se ha dado un paso fundamental en la integración política de las personas con discapacidad al suprimir los términos discriminatorios en los que estaba redactado el modificado artículo 3.1 de la LOREG, apartados B) y C), y que suponía una exclusión incompatible con el espíritu integrador del tratado – mención especial merece la recomendación realizada por el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de las Naciones Unidas formulada en 2011, apartados 47 y 48 de la misma -; y, por otro lado, supone un fracaso dado que, y tal como he dicho anteriormente, llega con una década de retraso y habiendo vivido ya al menos tres elecciones en el tiempo que va de la ratificación en mayo del 2008 hasta el pasado 5 de diciembre, fecha en la que por fin se ha modificado el precepto. Ahora bien, dejando a un lado este debate respecto de la tardanza del legislador en operar esta reforma concreta, es menester que me centre en lo que viene siendo la redacción de la instrucción, la cual no queda exenta de errores pese a la buena voluntad demostrada por el legislador de cara a garantizar el correcto y efectivo ejercicio del derecho al voto de las personas con discapacidad en las próximas elecciones; para ello, comentaré en primer lugar la supresión de los apartados B) y C) del artículo 3.1, para luego, y en segundo lugar, centrarme en la modificación del apartado 2 del mismo precepto, siendo tal vez ésta la más cuestionable de ambas.
Hasta el pasado 5 de diciembre, y según la derogada redacción del artículo 3.1, apartados B) y C), las personas declaradas judicialmente incapaces, o que padeciesen algún tipo de discapacidad psíquica, quedaban totalmente excluidas y privadas de su derecho a votar en las elecciones; demás está decir que semejante declaración resultaba cuanto menos chocante al confrontarla con el artículo 14 de la Constitución Española de 1978 – declaración de igualdad – y que, ya antes a la ratificación de la Convención, suponía una vulneración de los derechos fundamentales de las personas incapaces o con una discapacidad psíquica. Sin embargo, tras la reforma operada por la mencionada Ley Orgánica de diciembre de 2018, quedaron suprimidas las causas de incapacidad civil preceptuadas en los apartados B) y C), y como consecuencia de ello las personas declaradas judicialmente incapaces podrán ejercer su derecho al voto, sucediendo lo mismo con aquellas que padecieren alguna discapacidad psíquica. Comparto plenamente el esfuerzo del legislador y su lucha por hacer partícipe de la vida política a todos los ciudadanos con discapacidad o dificultades psíquicas; sin embargo, y sin perjuicio de lo anterior, he de mostrar mi desacuerdo frente a esta postura tan “flexible”, y digo flexible a expensas de encontrar un término más ajustado a lo que deseo ilustrar. A mi parecer el legislador ha reconducido el problema pasando de un extremo a otro, siendo estos márgenes por un lado la total exclusión y privación del derecho, y por el otro lado la “inseguridad jurídica” que supondrá permitir que toda persona declarada civilmente como incapaz, o que padezca una discapacidad psíquica, ejerza su derecho al voto con el peligro que ello entraña de cara a una manipulación de su consciencia por agentes o personas exteriores. A mi criterio la solución no está ni en un extremo ni en el otro, sino esencialmente en el centro de los márgenes: El legislador debió establecer un filtro, algún parámetro que implique la detección de aquellos casos de incapacidad o discapacidad psíquica que no supongan una total pérdida de su capacidad volitiva e intelectiva, es decir, poder discernir a los votantes que tengan una moderada concepción y consciencia de lo que están haciendo y por quién están votando de aquellos otros que están desposeídos de toda capacidad de decisión y que los pueda hacer susceptibles de sufrir manipulación externa; no es difícil, existen medios y controles por los cuales este tipo de niveles pueden ser evaluados de forma sencilla, siendo uno de ellos por ejemplo el grado de incapacidad o discapacidad que posea el votante en cuestión, después de todo no tiene el mismo grado de discapacidad una persona que padezca un trastorno mental moderado que no le imposibilite discernir la realidad de la ficción de otra persona que lo mantiene unido a la realidad una mínima fracción de consciencia.
De otro lado, y ya respecto al apartado II de la instrucción 7/2019, no resulta descabellado afirmar que es el fragmento más criticable de la norma aquí analizada, dado que su redacción, además de ser muy oscura y confusa, resulta una declaración cuanto menos discriminatoria; el fragmento textualmente señala: “En el supuesto de que algún miembro de una Mesa Electoral o alguno de los interventores o apoderados adscritos a esa Mesa considere que el voto no es ejercido de forma consciente, libre y voluntaria, lo podrá hacer constar en el acta de la sesión, pero no se impedirá que dicho voto sea introducido en la urna. En esa manifestación de constancia, el acta identificará al elector únicamente por el número de su Documento Nacional de Identidad o, en su caso, por el documento identificativo que aporte”.
En primer lugar, y tal como he indicado supra, resulta un texto en extremo interpretativo, sin ningún tipo de orientación o límites a la acción discrecional con la que se empodera a los miembros de la mesa, ya que si bien su decisión no es vinculante ni priva al votante de ejercer su derecho, sí le atribuye la potestad de poner en tela de juicio la conciencia, voluntad y libertad con la cual lo ha ejercitado, algo que bien puede relacionarse con la supresión de los apartados B) y C), pero que en ningún caso acarrea más consecuencias que dejar constancia del parecer de los miembros de la mesa respecto de un voto emitido, quedando sin efecto alguno que repercuta cara al recuento posterior.
Y, en segundo lugar, en línea con lo anterior, esta modificación resulta del todo innecesaria al estar vacía de todo contenido o efecto real, actuando más como una mera declaración simbólica que, y siempre en mi opinión, desvirtúa por completo el avance pretendido con la Ley Orgánica 2/2018 de 5 de diciembre, en tanto en cuanto atribuye a los miembros de la mesa una capacidad que, sin olvidar su futilidad, resulta cuanto menos un insulto para la dignidad de las personas con discapacidad al permitir que el ejercicio de su derecho a voto sea cuestionado por razones que quedan al arbitrio y criterio de un “miembro de una Mesa Electoral o alguno de los interventores o apoderados adscritos a esa Mesa” sin llegar a matizar o puntualizar en ningún momento la finalidad de dicha potestad.
Ya como conclusión de esta breve tribuna, cabría realizar una valoración global de la instrucción 7/2019, de 18 de marzo: Cierto es que este gran paso en materia de sufragio universal supone un avance innegable en la integración de todas las personas con discapacidad o incapaces al cuerpo electoral y una auténtica garantía del ejercicio efectivo y correcto de su derecho a participar en la vida política como votantes sin límites o barreras que se lo imposibiliten; sin embargo, y teniendo en cuenta todo lo que he señalado a lo largo de estas líneas, si tuviese que definir esta reforma normativa en una palabra, diría “deficiente”, y sobre todo por el modo en que ha sido planteada y cristalizada en la norma, dando como resultado una serie de directrices sin base sólida más que la voluntad vacua de integración, sin ningún fundamento que dé solidez o aporte consistencia a lo formulado en los preceptos, pasando de un extremo – la total exclusión – al otro – la desmesurada integración sin control alguno – y todo ello sin contar con directrices que guíen la actuación de los miembros de las mesas o de los propios votantes, empoderando a los primeros con una potestad discrecional que no presta ninguna utilidad de cara a la tan perseguida y ansiada integración, más bien al contrario, supone una desvalorización de la dignidad de los votantes con discapacidad al disponer de la opción de valorar arbitraria y discrecionalmente su consciencia, libertad y voluntad.
Podría decirse, ya como definitivo elemento esclarecedor, que la Ley Orgánica 2/2018, de 5 de diciembre, y sus consiguientes normas desarrolladoras – la última la recién analizada instrucción 7/2019, de 18 de marzo – es una paradoja en sí misma, pues supone un gran instrumento normativo inclusivo, al tiempo que es del todo criticable precisamente por su pobre espíritu integrador que no hace más que reflejar una actitud meramente declarativa y superficial, siendo tal vez un claro ejemplo de lo que se debe hacer, el camino que debe seguirse, pero también una cornucopia de errores que no deben repetirse en reformas y modificaciones posteriores.
Kirian S. Riquelme Saldivia, Graduado en Derecho, Master en Derechos Humanos, Democracia y Justicia Internacional, Encargado de noticias legales en la web del Instituto Iberoamericano de Legislación y Jurisprudencia (IDIBE), Asesor jurídico en el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad de la Comunitat Valenciana (Cermi)