Salvador Carrión Olmos (Profesor Emérito de Derecho Civil. Universidad de Valencia (EG) y Almudena Carrión (Abogada).
1. En el marco de un Congreso internacional con título tan sugerente como el de “Dolencias y propuestas de mejora del Derecho civil de familia 130 años después de la aprobación del Código civil”, parece tenga adecuado encuadre una aportación como la presente, que no pretende ir más allá de la puesta por escrito de algunas reflexiones sobre la función misma del consentimiento en la unión matrimonial civil.
En nuestro Derecho civil de familia, presupuesta obviamente la trascendencia de la Constitución, las reformas introducidas en el CC por las leyes de 13 de mayo y 7 de Julio de 1981 afectaron a más de trescientos artículos de aquél. Acertadamente se observó que el alcance y profundidad de las reformas contrastaba desde luego con el periodo de tiempo relativamente breve en que se llevaron a cabo, celeridad que necesariamente venía impuesta por ese “choque frontal” existente entre la regulación de la familia en el Código y los valores y principios contenidos en la norma suprema del ordenamiento.
En el marco de aquellas reformas ya lejanas en el tiempo, la ley 30/81, de 7 de julio, popularmente denominada “ley del divorcio”, dio nueva redacción a la totalidad del Título IV, Libro I, del Código (artículos 42-107). En este marco, la posibilidad de disolver el vínculo matrimonial por sentencia judicial firme, cualquiera que fuere la forma de su celebración, constituía ciertamente un cambio normativo de importancia trascendental. Sin embargo, el alcance de la reforma iba mucho más allá. Y es que la tremenda proyección, no ya solo jurídica sino sociológica representada por la abolición de la indisolubilidad, quizá hizo desviar un tanto la atención, incluso entre los especialistas, de la circunstancia de que lo que verdaderamente pretendía el legislador de 1981 iba mucho más allá de la legalización de la disolución por divorcio de la unión, encuadrándose en un espectro notablemente más amplio: una nueva regulación de la unión matrimonial civil en su conjunto, vigorizándola, y subrayando con trazos enérgicos la esencialidad del consentimiento.
2. Sin género alguno de duda la antedicha adición habría de constituir una de las novedades más importantes de la reforma del Código por la Ley 30/81: especificación, pues, expresa de que el “consentimiento” exigido para el matrimonio había de ser “matrimonial” (“No hay matrimonio sin consentimiento “matrimonial”, art 45.1, y en estrecha relación con el anterior, y ya en sede de nulidad, el art. 73.1 se encarga de remachar la misma idea (“Es nulo: el matrimonio celebrado sin consentimiento “matrimonial”.
Para apreciar correctamente el calado de lo que supuso la adición del adjetivo, resulta de gran utilidad una brevísima referencia al tratamiento terminológico en el CC del “consentimiento” matrimonial en los textos anteriores a la reforma de 1981. Y es que resulta cuanto menos significativo que el término “consentimiento”, como tal, estaba ausente de la terminología legal. Y ello tanto en la redacción originaria del Código, como en la importante reforma llevada a cabo en el mismo en materia matrimonial por la Ley de 24 de abril de 1958. Y es que el texto del antiguo artículo 100 habría de permanecer inmutado, como digo, tanto en la redacción de 1889 como en la de 1958. En él, el Juez municipal debía preguntar a cada contrayente, “si persiste en la resolución de celebrar el matrimonio, y si efectivamente lo celebra; y respondiendo ambos afirmativamente, extenderá el acta de casamiento …”. Este era el tenor literal del citado art. 100 que, como se acaba de decir, no se vería afectado en su texto por la reforma de 1958.
Obviamente, no se pretende sostener aquí, ni cabría hacerlo, que el consentimiento no viniera exigido por la legislación anterior a la reforma de 1981 en orden a la celebración del matrimonio, pero sí destacar la trascendencia del cambio introducido por la reforma a que acaba de hacerse referencia: la expresión “persistir en la resolución de celebrar el matrimonio, y celebrarlo efectivamente”, ¿puede considerarse equivalente a “consentir” en la celebración de aquél? Parece se imponga una respuesta afirmativa, pero con todo parece se impondrían dos matizaciones: de un lado, el término “consentimiento” se da por supuesto, se presupone. No cabe duda de ello, pero no se empleaba por el legislador. La fórmula utilizada era otra: “persistir en la resolución de celebrar el matrimonio, y celebrarlo efectivamente”. Y, de otro lado, esa “persistencia en la resolución” el legislador de 1889, y asimismo el de 1958, la referían (al menos literalmente) a la “celebración” matrimonial, o lo que es lo mismo, a la dimensión formal de la unión o, dicho más llanamente, a su forma de celebración. Parece, pues, como si ese “consentimiento”, al que como se ha dicho no se aludía literalmente así, viniese referido a la dimensión formal de la unión.
La importancia, pues, de la reforma de 1981 hay que verla precisamente en la adición del adjetivo “matrimonial”. Lo que implicaba ya una calificación del “consentimiento”. Se habla de modo expreso, de “consentimiento” y, además, se califica ese “consentimiento” con un adjetivo que no deja ya lugar alguno a la duda (“matrimonial”). Con lo cual, a lo que creo, el legislador post constitucional pretendió un doble objetivo: de un lado, excluir la posibilidad de considerar válidas las uniones matrimoniales de complacencia, en las que desde luego, y pese a su carencia de validez, no podría negarse la “persistencia” de ambos “contrayentes” en la resolución de llevar a cabo la celebración. Y es que, en tales supuestos, lo que se quiere por ambos es precisamente eso: la celebración, la observancia de la forma misma matrimonial, aunque excluyendo desde luego los efectos propios de aquella, pero, de otro lado, el propósito legislativo no podría considerarse cumplido del todo con la previsión del matrimonio de complacencia, y su consiguiente sanción de nulidad en el art. 73.1.
Se pretendía, además, vigorizar, reforzar la unión matrimonial civil, su propia consistencia, casi restablecerla (tras décadas de ostracismo de subsidiariedad respecto del matrimonio canónico), diseñarla con trazos enérgicos y adaptada a los nuevos tiempos, sacándola del raquitismo congénito en el que aquella había permanecido desde la promulgación del Código (excepción hecha del breve periodo de vigencia de la legislación republicana). Y todo ello en el marco del art. 32.2 CE (pluralidad de formas de celebración, y competencia exclusiva de la legislación civil en orden a la regulación sustantiva del matrimonio).
Esta es la filosofía que, a lo que creemos, explica la adición de ese adjetivo “matrimonial”: en síntesis, utilización expresa por el legislador del término “consentimiento”, adición del adjetivo calificativo acerca de cómo ha de ser ese consentimiento (“matrimonial”), y, consiguientemente, alejamiento de ese “consentimiento” de la dimensión formal de la unión e inserción del mismo en el núcleo material o sustantivo de aquella.
Si se nos permite la licencia: configuración del consentimiento matrimonial como una realidad seria, dotada de una clara dimensión de compromiso. Probablemente, la nueva redacción haya que imputarla a una circunstancia objetiva: la escasa presencia de la unión matrimonial civil con anterioridad al cambio constitucional, y consiguientemente la escasa atención a aquella por parte del legislador.
3. Al margen de alguna opinión aislada que pasó por alto la importancia del adjetivo (Vázquez Iruzubieta, C: Doctrina y jurisprudencia del Código Civil, Edersa, Madrid, 1989, p. 156), el punto de vista con mucho mayoritario fue el de resaltar la importancia y trascendencia de la adjetivación (Salvador Coderch, P: “Comentario al artículo 45 del Código Civil”, en AA.VV: Comentarios a las reformas del Código Civil (Amorós Guardiola), Tecnos, Madrid, 1984, p. 135; Díez del Corral Rivas, J: “La nueva regulación del matrimonio en el Código Civil”, en AA.VV.: Las reformas del Código Civil por las Leyes de 13 de Mayo y 7 de Julio de 1981, Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, Madrid 1983, p. 12; más recientemente, Blasco Gascó, F. de P: Instituciones de Derecho civil. Derecho de familia, Tirant lo Blanch Valencia 2015, p. 59).
4. El párrafo primero del art. 45 no ha experimentado cambio alguno en el ya largo periodo transcurrido desde su introducción. Lo cual por lo demás resulta enteramente lógico si se atiende al carácter principial y programático de su fórmula. El propio carácter lapidario y absoluto de su redacción hacen ciertamente difícil cualquier alteración o matización de aquella. Sin embargo, el contexto normativo en el que actualmente se inserta ese apartado primero lo altera sustancialmente, dotándolo de un contenido y alcance bien distintos del que albergaba en 1981.
El párrafo sigue diciendo lo mismo, pero evidentemente no significa lo mismo que significaba al tiempo de su redacción. Esto parece incontestable. Se abordará posteriormente.
5. Obviamente no se quiere decir que el matrimonio sea un contrato. Ya desde el Medioevo, cuando la canonística se refería al matrimonio en cuanto contrato excluía desde luego su asimilación a los contratos patrimoniales. Con todo, y dejando ahora al margen el carácter patrimonial de la relación jurídica que surge de un contrato asimismo patrimonial, de lo que se trataría ahora es de intentar “trasladar” al matrimonio esos elementos estructurales que, para los contratos patrimoniales, formula el art. 1.261 CC (“consentimiento de los contratantes”, “objeto cierto que sea materia del contrato”, “causa de la obligación que se establezca”). Y asimismo en alguna medida plantearse si el alcance del art. 1.274, referido a la causa en los contratos patrimoniales, pudiera resultar de alguna utilidad a propósito del tema de la causa en la unión matrimonial.
Todo lo anterior no por afán de puras disquisiciones teóricas sino como reflexiones que sirvan para conducirnos a la actual realidad de la unión matrimonial civil, a su exacta caracterización, a su intrínseca debilidad, y a su radical alejamiento respecto al modelo matrimonial diseñado por el legislador de 1981 y, ¿por qué no decirlo?, por la CE de 1978.
Acudiendo ya al art. 1.261, el precepto se refiere, como se ha dicho, a los elementos estructurales del contrato, sin los cuales lapidariamente se dice: “No hay contrato”.
Por cuanto al consentimiento “de los contratantes” se refiere, el precepto apunta a una bilateralidad genética que, obviamente, se da en la unión matrimonial. Bastaría con sustituir “contratantes” por “contrayentes”. De no darse esa dualidad de declaraciones de voluntad, el consentimiento matrimonial carece de existencia, al igual que sucedería tratándose de consentimiento contractual.
“Objeto cierto que sea materia del contrato” (art. 1.261.2). ¿Tiene objeto el matrimonio?, y, si lo tiene ¿Cuál sería éste?: siguiendo a Díez Picazo diremos que el objeto contractual viene dado por “la realidad sobre la cual el contrato, en cuanto negocio, incide” (Díez Picazo, L: Fundamentos del Derecho Civil Patrimonial, I. Introducción. Teoría del Contrato, Cívitas, Madrid 1993, p. 201). Con lo que parece que, en el matrimonio, el objeto habría que situarlo en la plena comunidad de existencia que con él se pretende crear, lo que a su vez nos hace desembocar en el entramado de derechos y deberes interconyugales (artículos 66 y ss. CC), y en los que se plasma o materializa la comunidad de existencia entre dos personas que se llama “matrimonio”. Entendemos que es sobre ese objeto sobre el que se consiente por cada uno de los contrayentes.
A su vez, el nacimiento de ese entramado de derechos y deberes interconyugakes, permitiría hablar en el matrimonio de bilateralidad funcional. Y es que junto a la (bilateralidad) genética, plasmada en la necesidad de dos declaraciones de voluntad convergentes en un mismo objeto, la (bilateralidad) funcional cuadraría asimismo al negocio jurídico matrimonial por el nacimiento de derechos y deberes para ambos contrayentes; derechos y deberes cuyo carácter jurídico es innegable. Otra cosa es la incoercibilidad y efectivo alcance de los mismos (“si volueris”) tras la reforma del CC por la ley 15/2005, de 8 de julio, y a cuya incidencia sobre el apartado primero del art. 45 se hará referencia posteriormente.
A la “causa de la obligación que se establezca” se refiere asimismo el art. 1.261. ¿Tiene causa el negocio matrimonial? La respuesta afirmativa es clara. Causa tienen todos los negocios jurídicos, y el negocio matrimonial no podría constituir excepción. Pero, presupuesto que la tiene, ¿Cuál sería ésta?
El parecer con mucho mayoritario en la doctrina y en la jurisprudencia es de sobra conocido: presupuesto asimismo que cuando se habla de “causa” del negocio se está haciendo referencia a la “función” que el negocio cumple la respuesta se impone: la causa del negocio matrimonial es la constitución de una plena comunidad de existencia entre dos personas, y el consentimiento matrimonial implicaría de suyo una “adhesión” de cada contrayente a esa “función”. Cuando esa “adhesión” no se produce, se estaría en línea de principio ante un matrimonio “de complacencia”.
Este punto de vista es, a lo que creemos, acertado, pero de algún modo incompleto por cuanto implica una visión aislada del consentimiento de cada contrayente, desconociendo la interrelación necesariamente existente entre ellos. Y es que lo que resulta innegable es que tal interrelación existe, por cuanto cada contrayente se obliga hacia el otro porque el otro a su vez se obliga hacia él (aquí el término “se obliga” quizá se expresaría mejor diciendo “se compromete”). Se trata, pues, de un compromiso recíproco. No se trata de dos adhesiones aisladas o independientes a esa “función” del negocio matrimonial que, acertadamente, se considera “causa” del mismo, sino que la configuración misma de la causa exige tener en cuenta esa interrelación. La toma aquí en consideración de la noción de “causa” que, para los contratos onerosos”, se contiene en el art. 1.274 CC, no resulta en modo alguno descabellada o carente de sentido. La “función” del negocio es, ciertamente, la creación de esa plena comunidad de existencia, pero sin la interdependencia que, para los contratos onerosos, predica el 1.274 (“se entiende por causa, para cada parte contratante, la prestación o promesa de una cosa o servicio por la otra parte”), la noción misma de “causa” en el negocio matrimonial se desdibuja, y se muestra incompleta.
6. “Dolencias y propuestas de mejora”: este es el título de este Congreso internacional, y referidas esas “dolencias” y “propuestas de mejora” al Derecho de familia en el CC a los 130 años de su promulgación.
La unión matrimonial civil presenta en nuestro sistema jurídico una fragilidad intrínseca, una debilidad congénita desde la entrada en vigor de la ley 15/2005, de reforma del CC en materia de divorcio y separación. Sin mengua del principio del libre desarrollo de la personalidad, urgiría quizá una reflexión acerca de la situación actual de nuestra legislación matrimonial. La Constitución consagra tal principio en su art. 10.1, considerado con razón como “quintaesencia” misma de aquella, pero tampoco cabe soslayar el contenido del apartado segundo de su art. 32 (“derechos y deberes de los cónyuges”, “causas de separación y disolución”). El modelo matrimonial civil diseñado en la CE, ¿cabría decir que es el vigente en la actualidad? ¿Se ha ido quizá más allá del mismo? El art. 45.1 del Código, obviamente, sigue manteniendo su tenor literal (el surgido de la reforma del Código por la ley 30/81, “No hay matrimonio sin consentimiento matrimonial”), pero ¿alberga idéntico contenido?, ¿puede entenderse subsistente de algún modo la idea de compromiso en la legislación matrimonial española en la actualidad?
Nota: El presente trabajo se corresponde con la comunicación que, con el mismo título, fue presentada por los autores en el II Congreso Internacional de Derecho de Familia: “Dolencias y propuestas de mejora del Derecho civil de familia 130 años después de la aprobación del Código civil español”, celebrado en la Universidad Católica de Valencia, los días 24 y 25 de octubre de 2019.