Autor: Luis de las Heras Vives, Abogado Penalista. Doctor en Derecho. Vicepresidente del Instituto de Derecho Iberoamericano. Correo electrónico: luisdelasherasvives@gmail.com
1. Nada nuevo. Con carácter preliminar conviene precisar que bajo el anglicismo “fake news” no hay nada nuevo, si acaso su expansión. Y no lo hay pese a los esfuerzos de algunos por inundarnos machaconamente con esa expresión para referirse a las campañas de desinformación o intoxicación informativa, pero que, a su vez y no pocas veces, los adalides de la verdad combaten la desinformación con más desinformación desembocando todo en pura y simple manipulación de las masas.
En consecuencia, pretender presentar la idea de noticia falsa como un fenómeno nuevo sólo puede obedecer a empecinamiento o, peor aún, ignorancia. No obstante, lo que es indudable es que el desarrollo tecnológico y su impacto en la generación de noticias (o cualquier otro modo de comunicar un mensaje) ha supuesto un aumento exponencial del número de productores y consumidores de “fake news”.
No es objeto de este brevísimo trabajo abordar prolijos debates entornos al concepto de la “verdad” ni tampoco ofrecer ahora una génesis de las “fake news” desde su fenomenología, pues ello excedería no sólo de la limitación cuantitativa impuesta, sino muy posiblemente cualitativa respecto de las capacidades este autor.
Ahora bien, sí que es necesario fijar el foco sobre dos cuestiones.
La primera es que las “fake news” tienen más que ver con el concepto de “realidad” que con el de “verdad” a pesar de que ambos, evidentemente, estén imbricados. La “realidad” por definición, en este caso de la RAE, es “lo que ocurre verdaderamente” frente a la “verdad” que, en lo que ahora nos interesa, es “la existencia real de algo”.
Cuando estudiamos a Parménides todos recordamos su famosa ley de identidad: “lo que es es y lo que no es no es”. Pues bien, ante las propias limitaciones para definir “lo que es”, un buen termómetro es, precisamente, la “realidad”, es decir, “lo que ocurre verdaderamente”.
La segunda es que las “fake news” por sí mismas no son nada; o, mejor dicho, “comunicar lo que verdaderamente no ocurre” sin ninguna finalidad es simple y llanamente algo propio de necios, aunque, por supuesto, no por ello necesariamente exento de responsabilidad, sí que desborda la noción de “fake news”.
2. Construcción de la realidad. Por conocidos por todos bastará una somera referencia a los once principios de propaganda Joseph Göbbels, que, en esencia, se traducen en fabricar mediáticamente la realidad –¿Cuál? ¡Da igual! La que convenga– al compás de que una mentira repetida vil veces se convierte en una verdad: simplificación y enemigo único, contagio, transposición, exageración y desfiguración, vulgarización, orquestación, renovación, verosimilitud, silenciación, transfusión y unanimidad.
Esto, como se ve, no es ninguna novedad, lo que sucede es que hoy asistimos, como habíamos apuntado, a su expansión gracias a la tecnología actual. Las redes sociales, los grandes foros de internet o las aplicaciones de comunicación en tiempo real son potentes herramientas para la divulgación de mensajes de todo tipo. Sin que ello pueda significar caer en la histeria colectiva que identifica lo desconocido con lo peligroso y juzga lo general desde la patología.
3. La libertad de expresión y la mentira. El artículo 20.1.a) CE garantiza el derecho “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”. A diferencia de la libertad de información, la de expresión supone “el derecho a formular juicios y opiniones, sin pretensión de sentar hechos o afirmar datos objetivos” (STC 51/1997, de 11 de marzo).
La mentira en sí misma no es nada. Mentir, por definición es “decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa” y esta conducta por su propio significado sólo tiene significado moral, por lo que, a priori, el reproche jurídico queda descartado del propio acto de mentir.
Podrá parecer mejor o peor, como sucede en la mayoría -si no todas- de cuestiones sobre moral fundamental, pero, por razones de coexistencia pacífica, la moral no puede ser la fuente del castigo. Ello unido a que, todo lo que no está legalmente prohibido, está permitido, debe llevarnos inexorablemente a considerar que la mentira es -aunque moralmente reprochable si se quiere-una conducta amparada por el derecho.
4. La mentira que excede de la libertad de expresión. Sucede, sin embargo, que la libertad de expresión no lo puede amparar todo. Los absolutos, en general, mal se compadecen con la prudencia y, en definitiva, con el derecho. Ante esto, rápidamente se colige que la mentira puede suponer un uso antiabusivo de la libertad de expresión a la que el ordenamiento puede atribuir un reproche por sus consecuencias, pero no por el mero hecho de la mentira.
Y esta idea, de fácil alcance, encuentra precisamente acomodo en el propio art. 20.4 CE que establece que: “Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”.
Los ejemplos son numerosos y evidentes: 1) la mentira que es calumnia y, por tanto, hiere al derecho al honor (art. 205 CP); 2) la que es medio para producir error en otro induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno (art. 248 CP); 3) la difusión de noticias o rumores total o parcialmente falsos sobre personas o empresas con la finalidad de alterar o preservar el precio de cotización de un valor o instrumento financiero (art. 284.1.2º CP). Etcétera.
Vemos, por tanto, como la acción típica de algunos delitos del código penal puede entenderse desde la mentira, pero, no es la mentira lo que se castiga, sino el resultado que la mentira produce. En definitiva, la mentira es un instrumento.
Esto que acabamos de expresar se entiende rápidamente con un ejemplo. Criminalizar la mentira per se, sería tanto como criminalizar la tenencia de un palo de golf o un bate de beisbol. La mentira, como ocurre con esos dos objetos, puede ser delito cuando se utiliza para algo, es decir, y siguiendo con el ejemplo, estaremos ante un delito cuando el sujeto activo usa el palo de golf o el bate de beisbol para agredir a otra persona o su patrimonio, pero el simple hecho de tenerlos no tiene significado penal.
5. La secretaría técnica de la Fiscalía General del Estado y su informe sobre el “tratamiento penal de las “fake news””. A mediados de abril de este año, la FGE nos sorprendió con una sugerente nota sobre el tratamiento penal de las “fake news”, recordando que: “Las “fake news” o noticias falsas inundan actualmente las páginas de Internet y las redes sociales, pudiendo llegar a generar confusión e incluso alterar la percepción de la realidad de los ciudadanos. Lo antes dicho, unido a la actual situación de crisis sanitaria en la que se encuentra sumida nuestro país, constituyen el caldo de cultivo propicio para que algunas personas, aprovechando el desconcierto existente, traten de atacar determinados bienes jurídicos, entre ellos especialmente el patrimonio y singularmente el de aquellas personas que se encuentran en una mayor situación de vulnerabilidad”.
En este sentido, como es obvio, recuerda que “las noticias falsas son de tan variado contenido que, dependiendo de a qué se refieran y con qué intención sean difundidas, pueden llegar a integrar muy diferentes tipos penales” y referencia: 1) el delito de odio; 2) descubrimiento y revelación de secretos; 3) delito contra la integridad moral; 4) desórdenes públicos; 5) injurias y calumnias; 6) delitos contra la salud pública, estafas, intrusismo; 7) delitos contra el mercado y los consumidores. Catálogo que, por cierto, ni mucho menos sería completo, pues, ningún obstáculo teórico habría para considerar la mentira como conducta apta, por ejemplo, para causar unas las lesiones psíquicas (vid. en este sentid la construcción teórica de la SAP de Oviedo de 22 de junio de 2017 (ECLI: ES:APO:2017:1750) que considera que la difusión de un video erótico es conducta apta para causar a la persona perjudicada un resultado lesivo constitutivo de un delito de lesiones psíquicas, argumento que, precisamente, podría predicarse, a pesar de los riesgos obvios, en el caso de la mentira que busca la causación de un daño personal). Sin embargo, el camino no puede ser el rigorismo punitivo.
Ante esto, conviene retomar una idea inmediatamente expresada: todo lo que no está legalmente prohibido, está permitido. Por eso, precisamente, no se acaba de comprender bien cuál es la ratio essendi de la nota de la secretaria técnica de la FGE.
6. La criminalización de la palabra. Calificar una conducta como conforme a derecho o no (juicio de antijuridicidad), exige asumir que dicha conducta es, previamente, típica; por lo tanto, se está presumiendo la tipicidad con los evidentes riesgos que ello conlleva, por eso hay que afrontar el problema de las fake news desde la óptica constitucional, esto es, desde el reverso del delito. En consecuencia, el conflicto debe quedar situado en el plano de la tipicidad, ya que, el ordenamiento jurídico, inspirado por el principio de unidad, no puede simultáneamente prohibir (mandato penal) y permitir una determinada conducta (reconocimiento constitucional). No estamos ante una colisión material de bienes jurídicos –que significaría adentrarnos en un supuesto de estado de necesidad–, sino simple y rayanamente ante el juego de interrelaciones de los bienes jurídicos atacados por la mentira frente a la libertad de expresión (y, en menor medida, de información) y los principios constitucionales superiores relativos a la libertad, igualdad y pluralismo, presentes en el art. 1.1 CE.
Podríamos profundizar prolijamente sobre la cuestión relativa a la protección de bienes jurídicos personales o individuales en el caso de las fake news, pero la brevedad de estas consideraciones exige posponerla para tratar la criminalización de la mentira en relación a bienes jurídicos colectivos, difusos o supraindividuales. Con todo sí que conviene hacer una brevísima consideración sobre los bienes individuales, y muy especialmente en relación con las injurias y las calumnias, ámbito protagónico de las fake news en el plano personal, es necesario redoblar los esfuerzos por asumir una política criminal despenalizadora de estos delitos de expresión de ideas, potenciando la tutela a través de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, lo que en último término sería más acorde con el principio de ultima ratio penal y permitiría una mejor coherencia sistemática en la práctica represiva y permitiría potenciar las exigencias garantistas del principio de taxatividad. En este sentido y a modo de ejemplo respecto de las injurias, el legislador “hubiera podido dejar constreñido el ámbito de incriminación de la injuria a aquellas conductas consistentes en la falsa imputación de hechos lesivos para el honor, que admiten la “exceptio veritatis” en este delito” (MORALES PRATS, F.: “Comentarios al Título XI”, en AA.VV.: Comentarios al Código Penal, t. I (dir. por G. QUINTERO OLIVARES y coord. por F. MORALES PRATS), 2016, p. 1526).
Pero, sin duda, mucho más problemática es la tendencia que se intuye respecto de la criminalización de la palabra desde delitos que protegen, en definitiva, al Estado a través de lo “colectivo”. Sin embargo, ante la negación o limitación de la libertad del individuo no cabe la equidistancia, sino una clara reivindicación de la libertad de expresión sobre el secuestro de la palabra.
Como meros observadores de la realidad, vemos que “no es difícil darse cuenta, por lo demás, de que vivimos en tiempos de gestación y de transición hacia una nueva época” (G. W. F. HEGEL, Fenomenología del Espíritu, Madrid, 2000, p. 12.). Una época en la que si algo no cabe es el olvido o el desasimiento sobre los deberes y derechos a los que estamos llamados: la defensa de la libertad, la tolerancia y la libertad de las consciencias. Pero, desgraciadamente, no siempre ocurre. El ámbito de las cuestiones fronterizas, como es la defensa de esos principios, suele dejarse en la trastienda, para que el polvo ceniciento las cubra de oprobio. La razón se antoja sencilla: solo el Derecho positivo basta, solo la Ley es materia de estudio.
Frente a esta difusa realidad uno debe rebelarse. No desde la algarabía, sino a través de recordar que la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de una sociedad democrática, una de las condiciones primordiales de su progreso y del desarrollo de cada individuo. Y que, sin perjuicio del apartado 2 del artículo 10 CEDH, ampara no sólo para la “información” o las “ideas” recibidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también las que ofenden, chocan o perturban: así lo demanda el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura sin las cuales no existe una “sociedad democrática” (Handyside c. el Reino Unido, 7 de diciembre de 1976.
No podemos concluir sino recordando que el antiguo delito de tendencia del art. 165 bis b) del CP 1973, que castigaba, junto a otros conceptos de índole política, la publicación de noticias falsas o informaciones peligrosas para la moral y las buenas costumbres y contrarias, entre otras, a la seguridad del Estado, el mantenimiento del orden público o la integridad de los Principios del Movimiento Nacional o de las Leyes Fundamentales (vid., STS 18 marzo 1976 (ECLI: ES:TS:1976:1097), fue ya desterrado de nuestro ordenamiento jurídico para mayor fortuna de la tutela de los derechos humanos en España, pues durante la represión franquista, moral pública y buenas costumbres, se convirtieron en un coladero para la arbitrariedad y la represión de la libertad del individual.