¿Es posible seguir distinguiendo entre capacidad jurídica y capacidad de obrar?

0
11015

Autor: José Ramón de Verda y Beamonte, Catedrático de Derecho civil, Universidad de Valencia.

1. Tradicionalmente se ha distinguido entre capacidad jurídica y capacidad de obrar.

a) La capacidad jurídica, concepto equivalente al de personalidad, es la aptitud para ser sujeto de derechos y de obligaciones. Se dice que tiene carácter absoluto, en la medida en que, como posteriormente veremos, el ordenamiento jurídico atribuye dicha aptitud a toda persona, por el mero hecho de serlo y como consecuencia del reconocimiento de su dignidad como ser humano; p. ej., toda persona, con independencia de su edad (un recién nacido) o de su aptitud para gobernarse por sí misma (una persona discapaz), puede, en abstracto, ser propietario de un bien.

b) La capacidad de obrar, por el contrario, venía referida a la aptitud para celebrar, válida y eficazmente, actos y negocios jurídicos (p. ej., contratos). A diferencia de la personalidad, se decía que tenía carácter relativo, por depender de la edad y de la aptitud de la persona gobernarse por sí misma. Se consideraba, así, que tenían plena capacidad de obrar (y, por tanto, para contratar) los mayores de edad, que no hubieran siso incapacitados judicialmente, por padecer una enfermedad persistente, física o psíquica, que así lo hiciera necesario.

2. Ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica, ha venido a poner en cuestión esta tradicional distinción. Con ella, se suprime la incapacitación y la tutela deja de ser un mecanismo de protección de personas con discapacidad, que, con carácter general, cuando sea necesario establecer medidas judiciales de apoyo, quedarán sujetas a curatela: no se les nombrará ya un tutor que actúe en su nombre, sino un curador que les asista y complemente su capacidad, apoyándoles en el ejercicio de sus derechos, de acuerdo con su propia voluntad y preferencias.

Ley 8/2021, de 2 de junio, tiene como finalidad adaptar en nuestra legislación los parámetros de la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad de Nueva York, de 13 de diciembre de 2006, ratificada por España el 30 de marzo de 2007.

Más concretamente, al art. 12 de la Convención, bajo la rúbrica “Igual reconocimiento como persona ante la ley”, prevé el reconocimiento, por parte de los Estados firmantes, del principio de que “las personas con discapacidad tienen capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás en todos los aspectos de la vida” (núm. 2) y la obligación de proporcionales “las medidas de apoyo” que puedan necesitar para ejercitarla (núm. 3), mediante el establecimiento de un sistema de “salvaguardas”, que respete “los derechos, la voluntad y las preferencias de la persona” (núm. 4).

Por lo tanto, se observa un claro cambio de paradigma en el tratamiento de la discapacidad, la cual ya no se contempla desde un punto de vista negativo o restrictivo de la tradicionalmente denominada capacidad de obrar: se contempla en positivo, es decir, propugnándose la creación de un sistema de apoyos y salvaguardas en favor de las personas con discapacidad, que les permita el ejercicio, por sí mismas, de los derechos de que son titulares en virtud de su capacidad jurídica.

En la Exposición de Motivos de la Ley se habla del “cambio de un sistema como el hasta ahora vigente en nuestro ordenamiento jurídico, en el que predomina la sustitución en la toma de las decisiones que afectan a las personas con discapacidad, por otro basado en el respeto a la voluntad y las preferencias de la persona quien, como regla general, será la encargada de tomar sus propias decisiones” (I); y se observa que “el elemento sobre el que pivota la nueva regulación no va a ser ni la incapacitación de quien no se considera suficientemente capaz, ni la modificación de una capacidad que resulta inherente a la condición de persona humana y, por ello, no puede modificarse” (III).

Se refiere a la curatela como “la principal medida de apoyo de origen judicial para las personas con discapacidad”, explicándose que “El propio significado de la palabra curatela –cuidado, revela la finalidad de la institución: asistencia, apoyo, ayuda; por tanto, como principio de actuación y en la línea de excluir en lo posible las figuras de naturaleza representativa, la curatela será, primordialmente, de naturaleza asistencial”; pero, con evidente sentido común, se añade que, “No obstante, en los casos en los que sea preciso, será posible atribuir al curador funciones representativas, que solo de manera excepcional y ante casos especialmente graves de discapacidad, podrán tener alcance general” (III).

3. En realidad, la Ley 8/2021 no rechaza la distinción entre capacidad jurídica y capacidad de obrar, que, teniendo carácter doctrinal, no era acogida en la redacción anterior del Código civil; y tampoco parece que su supresión venga exigida por el art. 12 de la Convención. Sin embargo, lo cierto es que el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, en sus conocidas Observaciones Generales de 19 de mayo de 2014, la ha rechazado, con una serie de argumentos cuestionables.

En ellas se afirma que “no se ha comprendido en general que el modelo de la discapacidad basado en los derechos humanos implica pasar del paradigma de la adopción de decisiones sustitutiva a otro que se base en el apoyo para tomarlas”.

Pero, además, se niega que pueda distinguirse entre los conceptos de “capacidad jurídica” y “capacidad de obrar” (a las que, respectivamente, se llama “capacidad legal” y “legitimación para actuar”), con el argumento de que la primera queda restringida cuando se limita la segunda, incurriéndose, siempre que ello se hace, en una discriminación de las personas con discapacidad.

Se dice (en el núm. 15 de las Observaciones) que las restricciones se basan en la circunstancia de que, “si la persona puede o no entender la naturaleza y las consecuencias de una decisión y/o en si puede utilizar o sopesar la información”; y se califica dicho criterio como “incorrecto”, “por dos motivos principales: a) porque se aplica en forma discriminatoria a las personas con discapacidad; y b) porque presupone que se pueda evaluar con exactitud el funcionamiento interno de la mente humana y, cuando la persona no supera la evaluación, le niega un derecho humano fundamental, pertinente”.

Sin embargo, tales observaciones parecen un tanto desmesuradas:

En primer lugar, porque la noción de “capacidad de obrar” no se ha referido, exclusivamente, respecto de las personas con discapacidad, sino que ha tenido siempre un alcance general, sirviendo, por ejemplo, para explicar, por qué ciertos contratos celebrados por menores no emancipados son anulables (sin que ello implique negarles aptitud para ser titulares de derechos, los cuales podrán ser adquiridos a través de sus representantes legales).

En segundo lugar, porque las restricciones de la capacidad de obrar de cualquier persona (también de las que sufren una discapacidad) no han tenido otro fundamento que el de su protección. Por ello, solo se han establecido cuando se ha considerado estrictamente necesario, por concurrir en ella una circunstancia que le impida apreciar razonablemente las consecuencias de su actuación, evitando que sea víctima de su propia inexperiencia o discapacidad o del propósito ajeno de sacar provecho de ella.

En tercer lugar, porque afirmar, con carácter general, que no se puede “evaluar con exactitud el funcionamiento interno de la mente humana” es, obviamente absurdo, dado que, por desgracia, hay casos en los que, debido a una enfermedad, es patente que una persona carece de capacidad de discernimiento y, por ello, no puede formar libremente su voluntad. Parece que el Comité está pensado, simplemente, en ciertos casos de discapacidad, como, por ejemplo, la sensorial o la provocada por enfermedades como el síndrome de Down, en los que, efectivamente, la restricción de la tradicionalmente llamada capacidad de obrar carece de sentido o resulta desproporcionada, por lo que lo procedente es establecer un sistema de apoyos tendente a posibilitar el ejercicio de los derechos de las personas que las padecen, por ellas mismas, de acuerdo con las propias inclinaciones y preferencias (con derecho, pues, a equivocarse). Pero habrá casos, cada vez más frecuentes, dado el avance de la esperanza media de vida, en que, necesariamente, habrá que acudir a un sistema de adopción de medidas sustitutivas a través de la actuación de un representante legal que obre en nombre de la persona con discapacidad (curador con facultades de representación).

4. Si se abandona a la distinción entre capacidad jurídica y capacidad de obrar, no obstante, será necesario distinguir entre la capacidad jurídica y su ejercicio; y ello, para explicar la razón por la cual los contratos celebrados por ciertas personas son inválidos (anulables).

a) Los contratos celebrados por menores no emancipados (con las excepciones previstas en el art. 1265.1º CC) son, en efecto, anulables (art. 1302.2 CC), debiendo, en por ello, ser celebrados en su nombre por sus representantes legales (padres o tutores).

b) Son también anulables los contratos celebrados por personas discapaces sin la intervención del curador, cuando esta sea necesaria para el ejercicio de su capacidad jurídica (por exigirlo, así, la sentencia constitutiva de la curatela) (arts. 267.II CC y 1302.3 CC); y, en el caso de que, excepcionalmente, se nombre un curador con facultades de representación (figura que guarda evidentes similitudes con el antiguo tutor de los incapacitados) (art. 267.III CC), por no ser posible averi¬guar cuál sea la voluntad, deseos y preferencias, será dicho curador quien, representado a la persona con discapacidad contrate en nombre de esta, necesitando, sin embargo, autorización judicial para los contratos de especial trascendencia económica previstos en el art. 287.2º CC.

Cabe preguntase hasta qué punto es conveniente abandonar una distinción (capacidad jurídica y capacidad de obrar), que tiene perfiles claros y precisos y ha sido unánimemente aceptada por la doctrina y la jurisprudencia, para sustituirla por otra (capacidad jurídica y ejercicio de la misma), que, en definitiva, con otras palabras, viene a decir, sustancialmente, lo mismo.
A mí, no me lo parece.

print

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here