Autor: Borja del Campo Álvarez, Investigador pre-doctoral del área de Derecho Civil de la Universidad de Oviedo. Correo electrónico: campoborja@uniovi.es
Resumen: En el presente estudio se analizan diferentes visiones sobre la situación jurídica de las personas discapacitadas, incapaces e incapacitadas conforme a criterios normativos, doctrinales y jurisprudenciales. Se hace además un examen de la problemática en torno a la validez y eficacia de sus actos y negocios jurídicos, haciendo una breve referencia a las principales novedades del Anteproyecto de Ley de reforma civil y procesal en materia de discapacidad.
Palabras clave: Derecho Civil; discapacitados; incapaces; nulidad; anulabilidad.
Abstract: In this study, different views on the legal situation of incapable and disabled people are analysed according to normative, doctrinal and jurisprudential criteria. An examination of the problem regarding the validity and effectiveness of their legal acts and businesses is also made, making a brief reference to the main novelties of the Draft Law on Civil and Procedural Reform on Disability.
Key words: Civil Law; disabled; incapable; nullity; annullability.
Sumario:
I. Marco normativo-terminológico. Los conceptos de discapacitado, incapaz e incapacitado.
II. Análisis doctrinal y jurisprudencial sobre los actos y negocios jurídicos de menores o incapacitados.
1. Incapaz vs. incapacitado. Matices y teorías a la luz de la doctrina y la jurisprudencia.
2. Tratamiento jurídico de la controvertida figura de la persona discapacitada o con diversidad funcional.
3. Reflexiones en torno al Anteproyecto de Ley de reforma de la legislación civil y procesal en materia de discapacidad. El Derecho Civil ante nuevas realidades.
Referencia: Actualidad Jurídica Iberoamericana Nº 12, febrero 2020, ISSN: 2386-4567, pp. 60-83.
Revista indexada en SCOPUS, REDIB, ANVUR, LATINDEX, CIRC, MIAR
I. MARCO NORMATIVO-TERMINOLÓGICO. LOS CONCEPTOS DE DISCAPACITADO, INCAPAZ E INCAPACITADO.
La cuestión relativa a la nulidad y anulabilidad de los actos y negocios jurídicos constituye uno de los temas más complejos en la órbita iusprivatista del ordenamiento jurídico español. La confusa regulación y la imprecisión terminológica reinante en nuestro CC añaden, más si cabe, dificultad a su estudio.
Asimismo, si se circunscribe esta cuestión al ámbito de menores e incapacitados el análisis de este tema cobra una especial relevancia, dadas las diferentes situaciones que pueden producirse. A este respecto, tanto la doctrina como la jurisprudencia han aportado razonamientos diversos y heterogéneos.
A lo largo de esta disertación se pretende exponer una teorización sobre el estatuto jurídico de las personas discapacitadas, incapaces e incapacitadas conforme a criterios normativos, doctrinales y jurisprudenciales. A pesar de su elevado interés dogmático, esta cuestión tiene una innegable practicidad dado los numerosos casos que surgen en el tráfico jurídico habitual.
Ello sirve como punto de partida para abordar el examen del objeto principal del presente análisis: la delimitación de las no siempre claras categorías de nulidad y anulabilidad, con especial referencia a la problemática que se genera en torno a los actos y negocios jurídicos de estas personas, teniendo muy presentes los numerosos pronunciamientos del Tribunal Supremo.
Antes de abordar el tema en profundidad, cabe realizar alguna precisión en relación con su marco normativo-terminológico. Cabe distinguir entre los conceptos de discapacitado, incapaz e incapacitado. Huelga señalar que esta categorización responde a criterios técnicos y no tiene per se connotación peyorativa alguna.
Bien es cierto que son términos que, aparentemente, pueden tener significados sinónimos. Sin embargo, desde una perspectiva técnica, no son conceptos jurídicos análogos y su uso no es, por tanto, indistinto independientemente de que se encuentren, en buena medida, muy interconectados.
Esta habitual confusión terminológica viene motivada, entre otras razones, porque cada uno de estos términos tienen como raíz el vocablo “capacidad”, de origen etimológico latino (capacitas-capacitatis). Asimismo, son situaciones jurídicas en las que, con cierta frecuencia, pueden concurrir en una misma persona.
Todo ello sumado a que, en la actualidad, se muestra especial cuidado en el uso del lenguaje para referirse a este y otros colectivos. Se trata, en definitiva, de evitar un léxico despectivo que pueda dañar la dignidad de aquellas personas que tienen modificada su capacidad de obrar y/o que presentan “deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”, como recoge la Convención Internacional de Derechos de Personas con Discapacidad de 2008 (en inglés, CRPD).
Al margen de estas consideraciones de naturaleza semántica, existen matices jurídicos de gran trascendencia. Este estudio no tiene por objeto realizar un análisis de los ya muy clarificados conceptos de capacidad jurídica y capacidad de obrar, nociones básicas del Derecho de la persona. Sin embargo, conviene aludir a alguna idea general a este respecto.
Como bien sabemos, la capacidad jurídica está vinculada directamente con la adquisición de la personalidad y, en consecuencia, con el nacimiento. Así, el concepto de capacidad jurídica está construido en paralelo al de personalidad. Por ello, toda persona, por el hecho de nacer conforme a los requisitos del art. 30 CC, tiene capacidad jurídica.
La capacidad jurídica es la aptitud para ser titular de derechos subjetivos y obligaciones jurídicas, es decir, se traduce fundamentalmente en la capacidad de ser sujetos de derechos. Algo que, por muy evidente que pueda parecer hoy en día, no siempre se ha concebido de esta manera a lo largo de la Historia.
De otro lado, la capacidad de obrar es esa facultad para ejercer los derechos subjetivos y cumplir con las obligaciones jurídicas. Como regla general, puede afirmarse que todas las personas mayores de edad tienen capacidad de obrar, salvo que incurran en alguna de las causas modificativas.
Es de sobra conocida la idea de que la capacidad de obrar se adquiere de forma progresiva. Con el cumplimiento de la mayoría de edad, se adquiere plena capacidad de obrar, por lo menos, para actos y negocios jurídicos de la órbita iusprivatista. No obstante, existen en nuestro ordenamiento figuras que, como la emancipación, permiten adelantar sus efectos cumpliendo una serie de previsiones legales.
Dos son las circunstancias que pueden modular la capacidad de obrar. En primer lugar, la edad. Los menores de edad están sometidos, hasta que se emancipan o adquieren la mayoría de edad, a la figura de la patria potestad, la cual se puede prorrogar en determinados supuestos.
En segundo lugar, pueden existir sujetos mayores de edad con enfermedades o deficiencias físicas, psíquicas y/o sensoriales persistentes que le impiden gobernarse por sí mismo. Así y por estas circunstancias, no han alcanzado o han perdido de forma sobrevenida la aptitud natural de querer y entender: son, como se suele afirmar, incapaces. Pueden estar sometidos a alguna de las figuras especiales de protección tales como la tutela, la curatela o la guarda de hecho. En cualquier caso, la relación entre estas circunstancias no conlleva, de forma directa, que cualquier problema psíquico, físico o sensorial suponga una incapacidad para el autogobierno de la persona.
En nuestro ordenamiento jurídico existe la presunción de que una persona mayor de edad es plenamente capaz. El art. 322 CC señala que “el mayor de edad es capaz para todos los actos de la vida civil, salvo las excepciones establecidas en casos especiales por este Código”. Sin embargo y pese a la existencia de esta presunción general de capacidad, puede darse algún supuesto en el que el sujeto no es consciente de las consecuencias del acto o negocio jurídico que está materializando.
La problemática gira, en este punto, en torno al consentimiento. De tal forma y manera que, si se desea dejar sin efectos tales actos o negocios, debe acudirse a un procedimiento individualizado y probar que no pudo prestar el consentimiento o que éste se encontraba viciado, por ejemplo, por engaño. Ello conlleva la complejidad derivada e ineludible de la carga probatoria.
Para evitar este tipo de situaciones que pueden poner en riesgo la seguridad jurídica y el tráfico patrimonial, el legislador prevé la incapacitación como instrumento de protección bidireccional. Por un lado y, sin duda lo más importante, se salvaguardan los derechos de la persona con la capacidad de obrar limitada. De otro, se preservan las expectativas del resto de sujetos con capacidad e interés negocial.
La incapacitación supone un reconocimiento judicial, mediante sentencia, de la incapacidad total o parcial de una determinada persona para gobernarse por sí mismo, para querer y entender y, en definitiva y expresándolo de forma más práctica, para poder tomar autónomamente decisiones que atañen a su esfera personal y/o patrimonial.
En estos procedimientos, el juez determina qué actos y negocios una persona puede realizar por sí mismo y cuándo es necesario suplir su falta de capacidad con alguna de las instituciones tutelares previstas en nuestro ordenamiento para este tipo de casos, más abundantes en los últimos años debido al repunte de enfermedades neurológicas asociadas al envejecimiento poblacional.
Si la persona carece totalmente de capacidad lo más aconsejable es optar por nombrarle un tutor. En cambio, si el sujeto mantiene cierto grado de autonomía, voluntad y entendimiento un curador será el responsable de asistirle en aquellas ocasiones que el juez así determine en la sentencia de incapacitación. Para todo ello debe tenerse en cuenta las causas dispuestas en el art. 200 CC y la jurisprudencia que interpreta los preceptos relativos a la incapacitación.
A diferencia de lo que sucedía en el caso de que la incapacidad fuese una circunstancia de facto no reconocida judicialmente, basta con referenciar la sentencia de incapacitación para dejar sin efecto todos los actos y negocios jurídicos que una persona incapacitada haya podido realizar fuera de los límites establecidos por el juez.
Como se puede observar, la incapacitación judicial implica mayores garantías y una menor necesidad de actividad probatoria. Ello permite clarificar, con mayor celeridad, la validez y vigencia de los actos y negocios jurídicos llevados a cabo por una persona incapaz lo que, a la postre, supone un plus de protección en cuanto sus derechos y legítimos intereses se refiere.
Así, en una primera categorización puede distinguirse entre persona incapaz y persona incapacitada. La diferencia es sutil, pero de gran trascendencia. La distinción entre una persona incapaz y una persona incapacitada estriba en que la primera es una mera cuestión fáctica y la segunda, por su parte, tiene una trascendencia fáctico-jurídica.
Así, una persona incapacitada es siempre incapaz porque carece de las aptitudes de querer y entender y el juez, mediante una resolución judicial, así lo reconoce. En cambio, un sujeto incapaz no siempre se encuentra incapacitado; es decir, pueden darse casos de personas cuya incapacidad no ha sido reconocida en sede judicial: son los conocidos como incapaces naturales o de hecho.
Cabe recalcar que para declarar la incapacidad de una persona se requiere una disfunción desde el punto de vista intelectual, causado por razones psíquicas (padecer la enfermedad de Alzheimer) o físicas (presentar parálisis cerebral por un accidente); es decir, pueden presentarse otras problemáticas de salud que no inciden en la capacidad de obrar de una persona como, por ejemplo, alteraciones sensoriales.
Por tanto, la incapacitación constituye un concepto de naturaleza civil que implica el reconocimiento judicial de la incapacidad de una persona de querer y entender y, por tanto, de tomar decisiones que afecten a su esfera personal y/o patrimonial. El incapaz de hecho o natural tendrá también la consideración de incapacitado si se materializa un procedimiento de estas características, con la preceptiva intervención del Ministerio Fiscal.
Incapaz e incapacitado. Junto a estas dos categorías, profundamente interrelacionadas y de marcado perfil civil, nos podemos encontrar con la discapacidad cuyo concepto puede plantear alguna dificultad, dada la existencia de diferentes normativas reguladoras de esta cuestión.
El procedimiento de declaración de una discapacidad tiene, al contrario del procedimiento de incapacitación, naturaleza administrativa. El concepto de discapacidad es administrativo. La conclusión de uno y otro procedimiento conlleva el reconocimiento de una situación en el ámbito civil, por un lado, y en el ámbito administrativo, por otro.
Ello supone que puede darse, sin que sea del todo infrecuente, que una persona se le reconozca, administrativamente, una discapacidad y se le deniegue, civilmente, una incapacidad (por ejemplo, una persona con problemas severos de movilidad). Pese a la recurrente confusión terminológica, el matiz es más que relevante.
Bien es cierto que, de algún modo, ambos conceptos van inexorablemente unidos porque, en un gran número de ocasiones, una de las situaciones incide notablemente en la otra. Por consiguiente, las opciones son múltiples. Así, es posible encontrarse con un discapacitado incapacitado, un discapacitado incapaz o un discapacitado capaz.
A efectos civiles, la relevancia de esta clasificación gira en torno a la capacidad de obrar de la persona discapacitada cuya principal protección se traduce en la constitución del conocido como “patrimonio protegido”, concepto que, en todo caso, excede del objeto del presente estudio.
II. ANÁLISIS DOCTRINAL Y JURISPRUDENCIAL SOBRE LOS ACTOS Y NEGOCIOS JURÍDICOS DE DISCAPACITADOS, INCAPACES E INCAPACITADOS.
1. Incapaz vs. incapacitado. Matices y teorías a la luz de la doctrina y la jurisprudencia.
El tema de la nulidad y la anulabilidad de los actos y negocios jurídicos de las personas discapacitadas, incapaces e incapacitadas ha generado siempre una gran controversia en la doctrina y en la jurisprudencia y ha sido objeto de estudio de diferentes autores interesados en aclarar toda la problemática que se cierne sobre esta cuestión.
A este respecto cabe distinguir dos grandes grupos de supuestos. Por un lado, aquellos actos y negocios jurídicos llevados a cabo por personas incapacitadas judicialmente. De otro, aquellos actos y negocios jurídicos materializados por personas incapaces de hecho o naturales.
El art. 1.263.2º CC establece que “no pueden prestar consentimiento los que tienen su capacidad modificada judicialmente, en los términos señalados en la resolución judicial”.
Por tanto, sobre los incapacitados existe un régimen normativo más claro: si no pueden prestar consentimiento, sus actos y negocios jurídicos adolecerán de nulidad, conforme a las previsiones establecidas en los arts. 1.261 y 1.263 CC. En todo caso, habrá que estar a lo dispuesto en la sentencia de incapacitación.
Respecto de la figura del sujeto con diversidad funcional, como en la actualidad comienza a denominarse a las personas discapacitadas, cabe recordar que la validez y eficacia de sus actos y negocios jurídicos dependerá de si su discapacidad incide en su capacidad de obrar.
Sobre este punto se ahondará con mayor profundidad en líneas posteriores.
En cambio, sobre los actos y negocios jurídicos de los incapaces no incapacitados no se puede establecer una regla general puesto que dependerá, en gran medida, de los pormenores del caso concreto. La ausencia de regulación específica dificulta enormemente el estudio de esta materia.
Consecuentemente, por analogía con el art. 1.263.2º CC no parece descabellado pensar que los actos y negocios jurídicos de una persona incapaz no declarada judicialmente sean también nulos, puesto que no han podido prestar consentimiento alguno.
No hay diferencia de fondo entre una incapacidad natural o de hecho y una incapacitación judicial, por lo menos, en cuanto a aptitud de querer y entender se refiere. La disimilitud entre los incapaces naturales y los incapacitados radica en una mera cuestión de reconocimiento judicial. Por consiguiente, que no exista una incapacitación en sede judicial no implica que todos los actos de una persona incapaz no incapacitada judicialmente sean válidos.
Este razonamiento es el abrazado por un sector mayoritario de la doctrina y por el Tribunal Supremo en varios pronunciamientos. Sin embargo, esta idea tampoco puede generalizarse ya que pueden existir intervalos lúcidos en los que la persona tiene las aptitudes necesarias para prestar su consentimiento en determinados negocios jurídicos.
Asimismo, pueden darse supuestos en los que la persona recupera su capacidad de obrar, bien porque su incapacidad era transitoria bien porque ésta era reversible. Así, en estos supuestos es perfectamente defendible la coexistencia de los regímenes de nulidad y anulabilidad.
En casos de incapacidad transitoria (por ejemplo, un episodio de amnesia global transitoria) cabría la anulabilidad. La persona incapaz puede decidir, toda vez recobrada la plena capacidad de obrar, acudir a un procedimiento judicial para anular aquellos actos y negocios jurídicos que hayan supuesto un perjuicio para sus intereses y derechos.
Por el contrario, si la incapacidad es permanente (por ejemplo, una enfermedad de Alzheimer en estado avanzado) cabría hablar de nulidad puesto que, en ningún momento, puede recuperar su capacidad de obrar por la irreversibilidad de la circunstancia que motiva su incapacidad.
La nulidad de pleno derecho para los actos y negocios de personas con incapacidad permanente supone una mayor protección del incapaz. Si se optara por defender la anulabilidad para todos los actos y negocios de una persona incapaz la interposición de la acción de nulidad en un plazo de caducidad de cuatro años se hace materialmente imposible.
2. Tratamiento jurídico de la controvertida figura de la persona discapacitada o con diversidad funcional.
En los últimos tiempos ha emergido, con fuerza y determinación, una corriente en favor de la protección jurídica de los conocidos como grupos vulnerables. Las reformas legislativas más recientes van encaminadas a defender los derechos e intereses de colectivos que, por diferentes razones, se pueden encontrar en una situación de desamparo o desigualdad.
Entre esos grupos, cabe destacar la figura del discapacitado o persona con diversidad funcional. La discapacidad no tiene por qué implicar ni una incapacidad natural o de hecho, ni una incapacitación judicial. Son conceptos ciertamente cercanos, pero en absoluto sinónimos. Pertenecen a distintas órbitas y son procedimentalmente diferentes, algo que ya se expuso de forma reiterada en líneas anteriores del presente estudio.
Así, la cuestión a delimitar es si los actos y negocios jurídicos de las personas discapacitadas pueden incurrir en un supuesto de nulidad o anulabilidad. Entre otras cosas, resulta necesario determinar si la teoría a este respecto sobre los incapaces e incapacitados es aplicable también a los discapacitados.
A priori, no existe obstáculo ni argumento contrario a esta idea. Máxime si se tiene en cuenta que es perfectamente posible que el reconocimiento de una discapacidad no tenga consecuencias en la capacidad de obrar de un determinado sujeto.
La problemática no se plantea, evidentemente, respecto de los discapacitados incapacitados judicialmente. En este caso, la propia sentencia de incapacitación detalla en qué actos y negocios el declarado incapacitado tiene aptitudes volitivas y cognoscitivas suficientes.
Más dificultades podemos encontrar en relación con los discapacitados no incapacitados judicialmente, aunque la solución es idéntica a la planteada en conexión con los incapaces de hecho o naturales. Si bien, cabe señalar que, en primer lugar, debe valorarse si la discapacidad en cuestión afecta a la capacidad de obrar.
Una vez que se ha llegado a la conclusión de que la discapacidad, por su propia naturaleza, puede tener incidencia en la capacidad natural de querer y entender debe considerarse si su repercusión en la capacidad volitiva y cognoscitiva es permanente, reversible o puede presentar cuadros en los que se encuentra intacta.
Pueden existir discapacidades que incidan en la capacidad de obrar de forma transitoria o reversible (sirva, a modo de ejemplo, un trastorno bipolar que alterna episodios depresivos, normales y maniacos). Los actos y negocios jurídicos de estas personas discapacitadas deben regirse por las reglas de la anulabilidad. Esto le permitirá impugnar todo aquel perjuicio provocado durante sus fases anormales, probando la correspondiente pérdida de voluntad.
En cambio, para los actos y negocios jurídicos de las personas cuya discapacidad es permanente y no presenta fases de recuperación el régimen aplicable debe ser el de la nulidad de pleno derecho por falta de consentimiento. Se produce pues cuando el sujeto carece autogobierno y es incapaz para prestar su consentimiento negocial.
Defender la nulidad para estos casos supone un mayor amparo para los intereses de la persona discapacitada no incapacitada judicialmente. Si se defendiera la vía de la anulabilidad los representantes legales no podrían alegarla ¬–porque no ha sido incapacitado judicialmente– y porque la persona, por motivos obvios, no podría instarla.
3. Reflexiones en torno al Anteproyecto de Ley de reforma de la legislación civil y procesal en materia de discapacidad.
No sería correcto concluir este análisis sin hacer, por breve que resulte, una referencia al Anteproyecto de Ley por la que se reforma la legislación civil y procesal en materia de discapacidad, propuesto el 21 de septiembre de 2018. Este anteproyecto supone una importante revolución respecto de figuras tan arraigadas en nuestro ordenamiento como la modificación judicial de la capacidad de obrar o la tutela, entre otras.
En la exposición de motivos se señala que “con esta reforma se pretende dar un paso decisivo en la adecuación de nuestro ordenamiento jurídico a la Convención Internacional hecha en Nueva York el 13 de diciembre de 2006 sobre los derechos de las personas con discapacidad, fundamentalmente en lo relativo al ejercicio de la capacidad jurídica por las personas con discapacidad, en igualdad de condiciones que las demás en todos los aspectos de la vida, estableciendo las modificaciones necesarias en el proceso judicial de determinación de apoyos para la toma libre de decisiones de las personas con discapacidad que los precisen”.
Una gran mayoría de las reformas recogidas en el anteproyecto pueden suponer un sustancial cambio, entre otras normas, del CC. De ellas, cabe destacar las referidas a la incapacitación y a la tutela. Así, se suprime toda regulación respecto de la incapacitación o modificación de la capacidad de obrar para regular en el título XI las medidas de apoyo a la discapacidad.
En este sentido, se procede a la eliminación de las causas de modificación de la capacidad de obrar vigentes en el actual art. 200 CC y de la tutela como se ha concebido has la actualidad. Esta institución, de innegable aplicabilidad práctica y muy arraigada en nuestro ordenamiento como medida de protección de las personas incapacitadas, vería muy mermado su campo de actuación.
Junto con ella, también desaparecería la patria potestad prorrogada y rehabilitada en detrimento de la curatela. El Anteproyecto quiere potenciar la curatela y, en menor medida, la guarda de hecho como los principales medios de defensa jurídica de los intereses y derechos de las personas con discapacidad. En esencia, la reforma mantiene las funciones del curador intactas.
Sin embargo, plantea que, de forma muy excepcional y en aquellos casos cuya gravedad así lo recomiende, se puedan ampliar y tengan un carácter más general. Supone, como resulta bastante evidente, una especie de absorción de la tutela en favor de la curatela en consonancia con el espíritu de la reforma: dotar a las personas discapacitadas de un superior grado de autonomía y preservar su capacidad de decisión.
El Anteproyecto supone, en caso de que llegue a materializarse, una intensa transformación en la protección del discapacitado, algo que ha sido objeto de múltiples y recientes estudios doctrinales. A mi modo de ver, la reforma en ciernes esconde una finalidad muy legítima y positiva, como es la de reforzar la independencia de las personas con discapacidad para la toma de decisiones relativas a su esfera personal o patrimonial.
No obstante, cabe señalar que, dada la muy inestable situación política actual en la que los consensos se han convertido en un ideal inalcanzable, resulta sumamente complejo que reformas tan ambiciosas puedan acometerse en un corto plazo de tiempo. Es, por tanto, posible que este Anteproyecto quede en una mera propuesta.
Supone, en todo caso, un importante cambio de paradigma. Es un nuevo paso en favor de la protección de las personas con diversidad funcional cuyo tratamiento jurídico ha ido y debe seguir evolucionando, de forma paulatina, en favor del reconocimiento de sus derechos en todas las parcelas de nuestro ordenamiento jurídico.