La evolución de la libertad religiosa del menor de edad y su incidencia en el ámbito de la salud

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Autor: Víctor Moreno Soler (España): Graduado en Derecho y Máster en Abogacía por la Universitat de València. Correo electrónico: victor@morenosoler.com

Resumen: El presente trabajo analiza la problemática del ejercicio del derecho de libertad religiosa de los menores de edad en el ámbito sanitario.

Palabras clave: libertad religiosa; menor de edad; ámbito sanitario; conflictos.

Abstract: The present paper analyses the problematic of the exercise of the religious freedom’s right of minors in the sanitary field.

Key words: religious freedom; minor; sanitary field; conflicts.

Sumario:
I. Evolución internacional de los derechos del niño.
II. La libertad religiosa de los menores de edad.
III. Conflictos en su ejercicio en el ámbito sanitario.
IV. Consideraciones finales.
V. Bibliografía.

Referencia: Actualidad Jurídica Iberoamericana Nº 13, agosto 2020, ISSN: 2386-4567, pp. 142-161.

Revista indexada en SCOPUS, REDIB, ANVUR, LATINDEX, CIRC, MIAR

I. EVOLUCIÓN INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS DEL NIÑO

Asistimos a un escenario caracterizado por un interés creciente en los derechos de los menores de edad. Sin embargo, esta preocupación es relativamente reciente, y nos resulta conveniente reseñar que en nuestra propia cultura la consideración que se le otorgaba al menor de edad era bien distinta. Éste, lejos de ser susceptible de protección jurídica, tenía la consideración de un mero objeto de la propiedad estatal o paterna, caracterizado por un estado de imperfección del que sólo se salía con el transcurso del tiempo, y únicamente podía estar suavizado por un deber ético-religioso de piedad.

El proceso de “codificación” de los derechos del niño se inició en el siglo XX. En primer lugar, la Comunidad Internacional mediante la Sociedad de Naciones, reunida en la ciudad de Ginebra, aprobó el 26 de diciembre de 1924 la “Carta de Derechos del Niño”. Años más tarde, tras la otra gran guerra, en noviembre de 1959, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas en su Resolución 1386 (XIV) aprobaría la “Declaración de los Derechos del Niño”.

Sin perjuicio de la relevancia que pudieran tener los textos internacionales anteriormente mencionados, hemos de reconocer el instrumento normativo más eficaz en el nivel internacional promulgado hasta la fecha es la “Convención Internacional sobre los Derechos del Niño” (en adelante, la Convención), considerada como la Constitución para los derechos de los niños.

La razón de su relevancia se debe, en primer término, a su fuerza vinculante, ya que hasta entonces únicamente existían declaraciones, con una serie de principios y normas pero que no preveían instrumentos para garantizar su implementación. En este caso, la propia Convención configura un órgano – el Comité de los Derechos del Niño (en adelante, CDN) – para hacer seguimiento y evaluar el cumplimiento de ésta por parte de los Estados. Por otra parte, los distintos Estados han de presentar informes al Comité cada cinco años, describiendo las medidas que han adoptado para hacer que se cumplan sus derechos.

En segundo lugar, no debemos obviar el amplio consenso que ha conseguido, tras años de negociaciones con gobiernos de todo el mundo, líderes religiosos, ONGs y otras instituciones; el resultado final ha sido la aceptación por parte de la totalidad de países del mundo, con la única excepción de Estados Unidos. De este modo, se convierte en el tratado internacional sobre derechos humanos más ratificado de la historia.

Los cuatro pilares sobre los que se fundamenta la Convención son la no discriminación, la primacía del interés superior de menor, la garantía de la supervivencia y el pleno desarrollo, y la participación infantil. Cuenta con 54 arts. y tres protocolos facultativos, relativos a la venta de niños, la prostitución y la pornografía infantil, y la participación de los niños en los conflictos armados y el procedimiento de comunicaciones para presentar denuncias ante el Comité de los Derechos del Niño.

En último término, la notoriedad se debe al contenido de la Convención. Ésta, recogiendo algunas ideas ya manifestadas en textos anteriores, reconoce la vulnerabilidad de los niños, el derecho a cuidados y asistencia especial y su capacidad para participar en la toma de decisiones en aquellos asuntos que afecten a su persona. Por otro lado, reconoce también en su Preámbulo a la familia como “grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y el bienestar”, por lo que no es de extrañar que luego tengan una responsabilidad primordial en el articulado. Por último, implementa una nueva concepción del estatuto jurídico del niño en el orden internacional, conforme a la cual se entiende que éstos dejan de ser considerados únicamente como seres humanos a proteger, para reconocerles que son también sujetos titulares de derechos y libertades, que les faculta para intervenir, de manera progresiva y en consonancia con la evolución y desarrollo de sus facultades, en aquellos asuntos que les afecten directamente.

II. LA LIBERTAD RELIGIOSA DE LOS MENORES DE EDAD

1. Cuestiones generales

En primer lugar, conviene resaltar que hemos de acudir a la Constitución republicana de 1931 para encontrar por primera vez recogida una protección jurídica del menor, una serie de deberes que se imponían a los padres. Además, también se preveía una obligación del Estado de prestar la correspondiente atención a la infancia, conforme a la Declaración de Ginebra de 1924.

En la actualidad, la Constitución Española de 1978 contempla expresamente en varios arts. a la infancia. Pero, en ninguno de ellos se refiere al «menor de edad», sino que utiliza los términos de “infancia”, “niño” y “juventud”. No obstante, destacamos el art. 39 de la Carta Magna, donde se establece en su primer párrafo que los poderes públicos garantizan la protección social, económica y jurídica de la familia. Por su parte, en el párrafo segundo, los poderes públicos aseguran la protección integral de los hijos habidos, tanto dentro como fuera del matrimonio, imponiendo a los padres en el párrafo tercero la obligación de prestar asistencia de todo orden a los hijos matrimoniales y no matrimoniales.

Numerosas normas han venido desarrollando el contenido normativo de los preceptos constitucionales. Ahora bien, si hemos de destacar una norma que tenga por objeto la protección del menor, es la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor (en adelante, LOPJM), que en su Exposición de Motivos conceptúa a los menores como “sujetos activos, participativos y creativos, con capacidad de modificar su propio medio personal y social; de participar en la búsqueda y satisfacción de sus necesidades y en la satisfacción de las necesidades de los demás”.

1. La libertad religiosa del menor de edad

A) Titularidad del derecho

Adentrándonos en la materia de la libertad religiosa, podemos afirmar con absoluta rotundidad que los menores de edad son titulares del derecho de libertad religiosa. La Carta Magna, en su imprescindible art. 16, garantiza el derecho a “individuos y comunidades”. Posteriormente, en la Ley Orgánica 5/1980 de Libertad Religiosa (en adelante, LOLR) que desarrolla su contenido normativo se confirma este criterio, reconociendo tal derecho a “toda persona”.

Además, tal y como se establece en el art. 10.2 de nuestra Constitución, los derechos fundamentales se interpretan de conformidad a los tratados internacionales ratificados por España. Por lo que, en este caso, resulta conveniente traer a colación la Convención sobre los Derechos del Niño. En su art. 14.1 obliga a los Estados al respeto del “derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión”, sin perjuicio de “los derechos y deberes de los padres y, en su caso, de los representantes legales, de guiar al niño en el ejercicio de su derecho de modo conforme a la evolución de sus facultades”.

En el plano interno, la ya mencionada LOPJM, sanciona en su tercer art. toda posible discriminación de los menores (de dieciocho años) por razón de religión. Pero es en su art. 6.1 donde se reconoce a los menores explícitamente el “derecho a la libertad de ideología, conciencia y religión”. Ahora bien, de nuevo, este reconocimiento no obvia que “los padres o tutores tienen el derecho y el deber de cooperar para que el menor ejerza esta libertad de modo que se contribuya a su desarrollo integral” (art. 6.3).

Por otro lado, el Tribunal Constitucional también ha manifestado que “desde la perspectiva del art. 16 CE los menores de edad son titulares plenos de sus derechos fundamentales, en este caso, de sus derechos a la libertad de creencias y a su integridad moral”.

B) Ejercicio del derecho

Admitida la titularidad del derecho, es preciso determinar qué grado de autonomía tiene el menor respecto a su ejercicio. En algunos países tienen reconocida una edad a partir de la cual se presume capaz para ejercer la libertad religiosa, sin embargo, en España no existe nada establecido respecto a este extremo.

Resulta conveniente enfatizar que el derecho de libertad religiosa es un derecho básico de la personalidad o derecho personalísimo, que se caracteriza por su inalienabilidad, por ser esencial a la existencia humana y por tener su fundamento en la misma dignidad humana.

Lo que sucede es que al menor de edad se le considera incapaz de gobernarse a sí mismo, por lo que la minoría se convierte en un estado civil que implica obediencia y dependencia.

Como consecuencia, el menor de edad es sometido a patria potestad, por lo que serán sus padres o tutores quienes ejerzan el derecho de libertad religiosa.

Por otro lado, hemos de sostener que, a causa del carácter personalísimo del derecho, la doctrina entiende que cuando los padres ejercen el derecho de libertad religiosa, están ejerciendo un derecho propio, pese a que algunos autores consideran que los representantes legales podrían ejercitar los derechos de la personalidad de su representado en determinadas circunstancias. En cualquier caso, el hecho de que ejerzan un derecho propio no implica que el ejercicio del derecho y la facultad de disponer de la libertad religiosa se abandone por completo a los que tengan la patria potestad o la guarda y custodia. Tal y como afirma el Tribunal Constitucional, el ejercicio del derecho se modulará “en función de la madurez del niño y de los distintos estadios en que la legislación gradúa su capacidad de obrar”.

Por tanto, ante la ausencia de edad a partir de la cual se puede ejercer la libertad religiosa, nuestro ordenamiento jurídico establece la capacidad natural o suficiente madurez como regla básica para que el menor pueda ejercer por sí mismo sus derechos fundamentales.

Esta “madurez” hace referencia a “la capacidad de comprender y evaluar las consecuencias de un asunto determinado”. Por consiguiente, será necesaria una valoración pericial caso por caso, para determinar si existe o no suficiente madurez. Naturalmente, como reza la Observación General N.º 12 del CDN de Naciones Unidas, “los efectos del asunto en el niño también deben tenerse en consideración”. Por consiguiente, el menor tendrá madurez suficiente para ejercer el derecho si es capaz de entender y querer el significado de sus actos, incluyendo el riesgo a errar en su decisión, como yerran también los mayores.

III. CONFLICTOS EN SU EJERCICIO EN EL ÁMBITO SANITARIO

1. Problemática en el ejercicio de la libertad religiosa de los menores

Resulta evidente afirmar que, si ya en sí el ejercicio de la libertad religiosa puede traer consigo conflictos, éstos se acentúan cuando el sujeto en cuestión no tiene plena madurez intelectiva, emocional o volitiva.

Por otro lado, pueden darse conflictos relacionados con el ámbito sanitario en el seno familiar. En estos conflictos, es adecuado establecer la diferencia en función de si se produce entre padres e hijos o entre los propios progenitores. De este modo, cuando los conflictos sean entre los progenitores, éstos constituirían una colisión en el ejercicio del derecho fundamental de los padres a elegir la educación religiosa de los hijos del art. 2.1.c) de la LOLR. Por el contrario, no existiría una colisión de derechos cuando los conflictos tengan lugar entre padres e hijos. En este caso, el conflicto jurídico sería diferente en función de la capacidad natural que tengan o no los menores para el ejercicio independiente del derecho a la libertad religiosa.

Como hemos puesto de relieve anteriormente, los dos pilares sobre los que se sustenta el estatuto jurídico del menor son la autonomía y la protección.

Respecto a la autonomía, implica que el menor que tenga suficiente juicio pueda “elegir, optar o abrazar libremente aquella religión que desee”. Lógicamente, será precisa su comprobación ad casum. La autonomía del menor en el ejercicio de su libertad religiosa, lejos de ser absoluta, conoce limitaciones. El Tribunal Constitucional ha establecido los criterios que pueden limitar la autonomía en el ejercicio de sus derechos: la naturaleza del bien jurídico afectado, el carácter esencial o vital de la decisión, sus consecuencias irreparables o definitivas.

Cuando se requiera la intervención de los titulares de la patria potestad, las decisiones que adopten los progenitores habrán de ser tomadas atendiendo al interés del menor. Por tanto, el interés superior del menor vendría a ser objeto y, a la vez, límite del ejercicio de los derechos de los padres.

2. Conflictos en el ámbito sanitario

A) Cuestiones generales

En primer lugar, es necesario resaltar que el principio rector que rige las relaciones clínico-asistenciales es el del consentimiento informado del afectado, que se precisa para cualquier actuación que afecte a su salud.

La Ley 41/2002, de 14 de noviembre, reguladora de la Autonomía del Paciente (en adelante, Ley 41/2002), en su art. 3 establece la definición del consentimiento informado: “la conformidad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en el pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud”. Por tanto, identificamos los tres pilares sobre los que se asienta de la autonomía del paciente o usuario: capacidad, información y voluntariedad.

Además, el consentimiento puede ser revocado en cualquier momento por el paciente, quien tiene derecho a negarse al tratamiento (arts. 2 y 8 de la Ley 41/2002).

El quid de la cuestión será determinar la capacidad del menor para la válida emisión del consentimiento. Además, como se ha puesto de manifiesto a lo largo de estas líneas, la autonomía del menor se consigue no solo mediante el reconocimiento de la titularidad de los derechos, sino que es esencial la capacidad progresiva para ejercerlos en función de las condiciones de madurez.

Por otro lado, el menor, además de sujeto de derechos, también es persona en desarrollo o formación. Esta situación de vulnerabilidad temporal justifica la protección que se le ha de garantizar, y que se consagra a través del principio del favoris minoris o interés superior del menor, que debe primar sobre cualquier otro interés legítimo que pudiera concurrir.

B) El rechazo al tratamiento médico por motivos religiosos

Como es bien sabido, los Testigos de Jehová rechazan las transfusiones sanguíneas, aun en el caso que ello suponga riesgo para su vida. De este modo, puede haber situaciones en que la no realización de una transfusión de sangre puede conllevar la pérdida de la vida.

Son precisamente estos casos, los que más alarma social pueden generar en la sociedad, precisamente por las consecuencias irreparables o definitivas que acarrea la decisión de no aceptar un tratamiento médico.

A modo de ejemplo, conviene poner de manifiesto la distinta respuesta que fue teniendo el caso mencionado anteriormente, que encontró su último fallo en la Sentencia del Tribunal Constitucional 154/2002, de 18 de julio (en adelante, STC 154/2002). Tras haber alcanzado el máximo órgano jurisdiccional de nuestro sistema, se otorgaba el amparo a los progenitores por vulneración del derecho fundamental de libertad religiosa, por lo que se anulaba su condena impuesta por el Tribunal Supremo. Cabe destacar que, en un primer momento habían sido absueltos por la Audiencia Provincial de Huesca, pero que el Ministerio Fiscal interpuso recurso de casación, que fue posteriormente admitido.

Meses más tarde de que se publicase la STC 154/2002, se promulgaba la norma nuclear en las relaciones clínico-asistenciales, la ya mencionada Ley 41/2002. Pese a que la problemática quedó resuelta en el caso en que el paciente fuese un adulto, dicha ley no ofrecía las mismas certezas respecto a los conflictos que pudieran darse cuando el paciente en cuestión fuera menor de edad. Así, su articulado no parecía establecer con claridad el modo en que se debían resolver las situaciones en que pudiera entrar en colisión el derecho de libertad religiosa y la protección de la vida o salud del menor. Estas situaciones de “de grave riesgo” del art. 9.3 de la Ley 41/2002 son precisamente las que no quedaban bien definidas, en concreto, los criterios de aplicación y actuación que se debían tomar en consideración.

De este modo, finalmente el Ministerio Fiscal español se pronunció sobre este tema mediante la adopción de la Circular 1/2012, de 3 de octubre, sobre el Tratamiento Sustantivo y Procesal de los conflictos ante transfusiones de sangre y otras intervenciones médicas sobre menores de edad, en caso de riesgo grave (en adelante Circular 1/2012).

Con dicha Circular, se trataba de aportar respuestas ante las lagunas que podían existir con la normativa vigente en aquel momento.

Nos parece oportuno remarcar la relevancia que ha tenido la citada Circular en la configuración del derecho de libertad religiosa en el ámbito de la salud, en concreto, en la negativa de recibir tratamiento médico en situación de grave riesgo para la vida o salud del paciente menor de edad. Y ello no lo afirmamos únicamente por su adopción, que era clarificadora a la hora de establecer los criterios o directrices que habrían de seguir los Fiscales, sino por el impacto posterior que tuvo en Ley 26/2015, de 28 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia (en adelante, Ley 26/2015).

Por tanto, la Circular 1/2012 marcó las pautas que más tarde recogería el legislador para adaptar la Ley 41/2002. De este modo, la Circular 1/2012 planteaba cuatro posibles escenarios en que se aconsejaba la adopción de medidas dirigidas a proteger la vida de los menores en función de su madurez. La preocupación por el interés superior del menor también tuvo repercusiones en la Ley 8/2015, de 22 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia.

En nuestra opinión, la Ley 26/2015 demuestra la elección que ha hecho el legislador respecto a los bienes jurídicos que entran en colisión. Claramente, se ha apostado por el proteccionismo de la vida de los menores en aquellos supuestos en los que existe un grave riesgo para la vida o la salud del menor. Entendemos que el fin de la reforma coincide con los planteamientos mayoritarios de la doctrina, favorables a primar la protección de la vida y la infancia sobre el principio de autonomía, ya que se podría afirmar que la decisión de no transfundirse trae consigo consecuencias extremas e irreversibles y, en cambio, las creencias que la sustentan no son definitivas y pueden ser objeto de variaciones en un momento posterior. Además, también se establecen comparaciones con la edad mínima para ejercer otros derechos como el voto, o con otras exclusiones de la libre voluntad del mayor de dieciséis años, como la práctica de ensayos clínicos y el uso de técnicas de reproducción humana asistida. Otro ejemplo podría ser el aborto, pese a que ha sufrido modificaciones en los últimos años.

Resulta evidente que con esta regulación se consigue mayor seguridad jurídica y se impide que una cuestión tan vital como la protección de la vida, pueda prestarse a interpretaciones que puedan causar alarma social en la población, por la relevancia de los derechos que entran en juego. Sin embargo, también creemos conveniente hacer constar que esta limitación de la autonomía del menor va en la línea contraria a la dirección emprendida hace un tiempo por el legislador, otorgando mayor poder de decisión a los menores de edad en diferentes esferas.

Por otro lado, siguiendo el camino emprendido por el legislador de pretender acabar con lagunas normativas, ofreciendo criterios o directrices que ofrezcan certidumbre y respuestas más claras a los interrogantes que pueden surgir en la práctica, consideramos oportuno completar la reforma de la configuración de los derechos de los menores en el ámbito sanitario, ofreciendo directrices o pautas que puedan seguir los médicos para determinar la capacidad natural o madurez del menor.

Cabe recordar que, conforme al primer supuesto establecido en el art. 9.3 de la Ley 41/2002, se otorgará el consentimiento por representación “a criterio del médico responsable de la asistencia”. Es decir, que el médico es quien determina la capacidad del implicado para tomar decisiones. No obstante, la regulación aplicable no acompaña a este deber del profesional ninguna indicación sobre el modo hacerlo; tampoco en qué momento esta obligación excede de sus competencias y han de ser otras instancias – como las judiciales – las encargadas de determinarlas.

No nos resultaría extraño que se estableciese algún protocolo o directrices aplicables a los supuestos que pueden generar mayor controversia, ya que ofrecería una mayor claridad en los criterios que toma en consideración el médico. Consideramos que el hecho de que existiesen unos criterios en la norma podría actuar en beneficio del menor, ya que la fundamentación estaría basada en criterios preestablecidos en la misma norma, donde se regula el consentimiento informado y la autonomía del menor. En segundo lugar, podría garantizar de una forma más eficaz que situaciones similares obtuviesen tratamientos similares. En este sentido, podría reducir la posibilidad de trato desigual (entendiéndose éste dentro de circunstancias análogas). No obstante, reconocemos, por otro lado, que la incorporación de un protocolo podría acabar siendo una cuestión más formal que material, ya que actualmente los médicos aplican la lex artis.

Por otro lado, el establecimiento por parte del legislador de estas directrices o pautas podría actuar en beneficio del médico. En efecto, el médico podría contar con mayor seguridad a la hora de fundamentar la capacidad natural o madurez del menor, teniendo a su disposición unas reglas básicas que poder utilizar para determinar la capacidad del paciente menor de edad. Ello podría traer consigo una disminución de los conflictos que tienen como origen la determinación de la capacidad natural. En otras palabras, podría minimizar situaciones en las que el médico puede llegar a incurrir en responsabilidad civil y/o penal. Por tanto, la incorporación de estas reglas comunes podría traer un sistema más garantista tanto con el médico, como con el menor de edad y sus familiares.

IV. CONSIDERACIONES FINALES

Cuando llegamos a las líneas finales de nuestro trabajo, es momento de poner énfasis en algunas de las cuestiones que se han ido exponiendo a lo largo del mismo.

En primer lugar, se constata una evolución significativa en la concepción de los derechos de los menores. Mientras tradicionalmente, según una visión paternalista, los menores eran considerados como sujetos pasivos de derecho, ya que solían ejercerlos por ellos sus representantes legales, la relevancia de los menores en el ámbito jurídico ha ido creciendo progresivamente. De este modo, en la actualidad se les considera sujetos titulares de derechos y libertades.

En segundo lugar, el legislador parece haber ido aportando mayor claridad a la hora de establecer los criterios para adoptar soluciones en situaciones de conflictos o tensión entre distintos derechos. En este sentido, parece conveniente resaltar que en la actualidad parece haber mayor predictibilidad en la solución que el ordenamiento jurídico ofrecería para resolver una situación en la que está en riesgo la vida del menor.

Por otro lado, la dirección escogida por el legislador parece haber sido la mayor protección a la vida del menor (integrada como parte del interés superior del menor). Esta decidida apuesta se produciría a costa de la autonomía del menor y de los derechos de la patria potestad de los padres, cuando la decisión de alguno de ellos implicase el riesgo de la vida del menor.

Por último, advertimos que esta mayor codificación de las situaciones de hecho que pueden darse no ha traído consigo una mayor claridad en los criterios que los médicos han de seguir a la hora de determinar la madurez del menor. Y, como hemos visto, ello resulta de gran interés para conocer la capacidad con que contará el menor para tomar sus propias decisiones. Nos parecería interesante que, ya que el legislador ha optado por una mayor concreción en el resto de las cuestiones de este tema, también estableciese con mayor claridad los criterios a seguir por parte de los sanitarios. De este modo, se ofrecería el mismo grado de certidumbre al menor, sus padres y, como no, a los médicos, de cara a futuras responsabilidades civiles y/o penales.

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