Autor: Manuel Ortiz Fernández (España): Profesor ayudante del Área de Derecho Civil de la Universidad Miguel Hernández de Elche. Correo electrónico: m.ortizf@umh.es
Resumen: En la materia referida a las prácticas de tatuaje, micropigmentación, piercing y similares nos encontramos ante una situación de disparidad normativa. La misma puede salvarse acudiendo a la aplicación analógica de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre. Además, hay que anudar la especial consideración que merece el principio de interés superior de los menores, que exige que la interpretación que se ofrezca procure el mayor beneficio de éstos.
Palabras clave: competencias; piercing; disparidad; interés superior del menor; analogía.
Abstract: In the matter of tattooing, micro-pigmentation, piercing and the like we are faced with a situation of normative disparity. It can be saved by going to the analogue application of Law 41/2002 of 14 November. In addition, the special consideration which deserves the principle of best interests of minors, which requires that the interpretation offered, be given to seeking the greatest benefit from children.
Key words: competencies; piercing; disparity; best interests of the child; analogy.
Sumario:
I. Introducción.
II. La regulación autonómica sobre las prácticas de tatuaje, micropigmentación, piercing u otras similares: el consentimiento informado de los menores.
III. Cuestiones competenciales: la sanidad y la posible aplicación de la ley 41/2002, de 14 de noviembre y de la normativa de consumidores y usuarios.
IV. Breve apunte acerca de la protección de los menores de edad: el principio de interés superior.
V. Principales conclusiones.
VI. Bibliografía.
Referencia: Actualidad Jurídica Iberoamericana Nº 13, agosto 2020, ISSN: 2386-4567, pp. 122-141
Revista indexada en SCOPUS, REDIB, ANVUR, LATINDEX, CIRC, MIAR
I. INTRODUCCIÓN
En el presente estudio vamos a analizar la regulación existente en España sobre las prácticas de tatuaje, micropigmentación, piercing u otras similares y sus implicaciones en los menores de edad. Con ánimo clarificador, conviene advertir que se llevará a cabo desde dos prismas –que, no obstante, y como se tendrá ocasión de comprobar, se encuentran íntimamente vinculados–. De un lado, nos referiremos a aquellas cuestiones formales, esto es, que afectan al ámbito competencial y a las relaciones entre Estado y comunidades autónomas. En este sentido, interesa señalar que nos encontramos ante una competencia compartida, de tal suerte que las distintas regiones, aludiendo a la materia referida a la sanidad recogida en el art. 43 CE, han aprobado y desarrollado distintas normativas en este sector.
A pesar de ello, no encontramos una ley nacional básica y específica que establezca los contornos mínimos que las disposiciones sectoriales deben cumplir. Si se acometiera esta tarea, entendemos que se armonizaría el ordenamiento jurídico y se evitaría la actual situación de disparidad, inseguridad y desigualdad territorial. Sea como fuere, las únicas normas que se pueden invocar en este campo, con ciertos matices, son la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad y la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Estas disposiciones se refieren a los derechos de los pacientes que se enfrentan a una intervención médica y, por tanto, cabe preguntarse si la realización de las anteriores actividades puede encuadrarse en este tipo de actuaciones. Asimismo, las relaciones que surgen pueden quedar bajo la aplicación de la normativa de consumidores y usuarios, de tal forma que debemos determinar si las comunidades podrían estar vulnerando una competencia del Estado o si, por el contrario, disponen de facultad para realizarlo.
De otro lado, nos ocuparemos de una serie de disquisiciones que se refieren al Derecho material, es decir, a la propia valoración del contenido de las distintas normativas. Para ello, trataremos de dilucidar si el ordenamiento reconoce a los menores capacidad para consentir el ejercicio de estas actividades sobre su cuerpo o si se precisa de la intervención de sus padres o tutores legales. No se puede perder de vista que dichas intervenciones pueden conllevar ciertos peligros para la salud y se hace necesario ponderar los distintos factores que influyen. Al aproximarnos a cualquier tema relativo a los menores de edad, debemos tener presente que el ordenamiento jurídico ofrece una especial protección a este colectivo. De esta forma, cuando se presente un posible conflicto de intereses, la interpretación que se ofrezca ha de dar prioridad, como fin último, al mayor beneficio de los menores de edad.
II. LA REGULACIÓN AUTONÓMICA SOBRE LAS PRÁCTICAS DE TATUAJE, MICROPIGMENTACIÓN, PIERCING U OTRAS SIMILARES: EL CONSENTIMIENTO INFORMADO DE LOS MENORES
En primer lugar, interesa poner de relieve que todas las comunidades han aprobado normas reguladoras de esta materia, de tal suerte que, en la actualidad, contamos con diecisiete legislaciones distintas. Además, las pautas que se manejan en cada territorio, lejos de ser uniformes, son variadas y con marcadas diferencias. En la Comunidad Valenciana disponemos del Decreto 83/2002, de 23 de mayo, del Gobierno Valenciano, por el que se establecen las normas que rigen la práctica del tatuaje, la micropigmentación, el piercing u otras técnicas similares, así como los requisitos para la autorización y funcionamiento de los establecimientos donde se practican estas técnicas. Como señala el art. 1 del citado Decreto, el mismo “tiene por objeto establecer las normas sanitarias que deben cumplir los establecimientos que se dedican a prácticas de tatuaje, micropigmentación, piercing u otras similares, así como las medidas higiénico-sanitarias básicas que deberán observar los profesionales que las realicen, cuyo trabajo se desarrolle en el ámbito de la Comunidad Valenciana y entrañe un contacto directo con los usuarios de sus servicios, con el fin de proteger la salud de los usuarios y trabajadores y específicamente del contagio de enfermedades de transmisión por vía sanguínea”. En el ámbito de los menores de edad, indica su art. 9 que “El establecimiento que se dedique a aplicar las referidas técnicas dispondrá de un botiquín con material suficiente para garantizar los primeros auxilios a los usuarios en caso de accidente menor, así como los teléfonos necesarios por si se requieren los servicios sanitarios urgentes”. Por su parte, el Capítulo VI de la misma norma recoge una serie de indicaciones tendentes a la protección del menor. A este respecto, el art. 18 destaca que para la realización de piercing, tatuajes, escarificaciones o similares a los menores de edad e incapacitados se requiere el consentimiento por escrito de su representante legal. De esta forma, entiende la disposición valenciana que corresponde a este último valorar si el menor posee el suficiente juicio y madurez y, en última instancia, decidir acerca de la realización de la intervención. Además, hace referencia a los menores sin especificar ninguna edad mínima, por lo que no discrimina en este punto. Desde nuestra perspectiva, este aspecto no es acertado, ya que, a pesar de que entendemos que la edad no es el criterio último y que debe conjugarse con otras cuestiones, ofrece cierta seguridad jurídica y permite diferenciar entre los que no poseen madurez suficiente para discernir y aquellos otros que sí la tienen. Sea como fuere, en otras comunidades algunos legisladores han optado por incorporar una regulación similar en este campo. Es el caso de Aragón, Baleares, Cantabria, Castilla- La Mancha, Extremadura, Galicia, Murcia y Navarra.
Por su parte, otras regiones como Andalucía, Cataluña o La Rioja fijan la edad mínima para consentir la práctica de estas intervenciones en dieciséis años. Por otro lado, en Asturias, Canarias y Madrid se escogió la emancipación como regla para decidir en este sector. En la actualidad, lo cierto es que nuestro ordenamiento requiere la citada edad (esto es, dieciséis años) para proceder a la emancipación y, por tanto, podría pensarse que la conclusión es equivalente a la que hemos mantenido en el supuesto anterior. No obstante, entendemos que es necesario hacer una mención separada porque es posible que un menor no se encuentre emancipado y, sin embargo, sea mayor de dieciséis años. Siguiendo la regla establecida en las comunidades de Asturias, Canarias y Madrid, estos menores de edad no podrían decidir en este ámbito y, sin embargo, en otras regiones como Andalucía, Cataluña o La Rioja sí tendrían capacidad.
En otro orden de cosas, la mayor diferenciación la encontramos en el Decreto 285/2005, de 11 de octubre, de requisitos técnicos y normas higiénico-sanitarias aplicables a los establecimientos en los que se realicen prácticas de tatuaje, micropigmentación y perforación corporal (piercing) u otras técnicas similares, del País Vasco. En este sentido, el art. 15.2 de la citada norma permite que los menores consientan sobre estas prácticas siempre que firmen el documento en presencia del aplicador y que presenten una fotocopia de un documento identificativo del representante legal. Quizás, esta regulación recoge una excesiva facultad de los menores de edad y reduce en demasía su protección. No puede perderse de vista que, como se ha tenido ocasión de señalar, estas intervenciones pueden producir ciertos daños y el principio de interés superior exige que se aplique la solución que mayor beneficio genere para los mismos.
III. CUESTIONES COMPETENCIALES: LA SANIDAD Y LA POSIBLE APLICACIÓN DE LA LEY 41/2002, DE 14 DE NOVIEMBRE Y DE LA NORMATIVA DE CONSUMIDORES Y USUARIOS
Para comenzar, hay que poner de relieve que las regiones se han amparado en el art. 148.1 regla 21ª CE para contemplar, en sus regímenes, normativas relativas a este tipo de prácticas. Por su parte, el art. 149.1 regla 16ª CE recoge la competencia estatal relativa a la “Sanidad exterior. Bases y coordinación general de la sanidad. Legislación sobre productos farmacéuticos”. Sin embargo, como indicamos anteriormente, el legislador nacional no ha tenido a bien aprobar una ley básica que armonice el actual panorama de dispersión. De este modo, las comunidades disponen de competencia suficiente para desarrollar esta materia y no encuentran, en principio, límite alguno.
No obstante, cabe plantear si es posible aplicar, por analogía, la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad y la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Nos vamos a referir únicamente a esta última porque la primera es demasiado escueta y no aporta ninguna cuestión relevante al objeto de estudio. Además, gran parte de su articulado se encuentra derogado. Dicho lo anterior, conviene destacar que la Ley 41/2002 tiene por objeto la “regulación de los derechos y obligaciones de los pacientes, usuarios y profesionales, así como de los centros y servicios sanitarios, públicos y privados, en materia de autonomía del paciente y de información y documentación clínica”. Como rápidamente se observa, el debate gira entorno a los conceptos de “centro sanitario”, “intervención en el ámbito de la sanidad”, “paciente” (o “usuario”) y “servicio sanitario”. En suma, se trata de discernir si, en los supuestos de realización de tatuajes, micropigmentaciones o perforaciones corporales, estamos o no ante una actividad encuadrable en el ámbito de aplicación de la Ley 41/2002. Pues bien, destaca el art. 3 de la citada norma que se entiende por:
“Centro sanitario: el conjunto organizado de profesionales, instalaciones y medios técnicos que realiza actividades y presta servicios para cuidar la salud de los pacientes y usuarios.
Intervención en el ámbito de la sanidad: toda actuación realizada con fines preventivos, diagnósticos, terapéuticos, rehabilitadores o de investigación.
Paciente: la persona que requiere asistencia sanitaria y está sometida a cuidados profesionales para el mantenimiento o recuperación de su salud.
Servicio sanitario: la unidad asistencial con organización propia, dotada de los recursos técnicos y del personal cualificado para llevar a cabo actividades sanitarias.
Usuario: la persona que utiliza los servicios sanitarios de educación y promoción de la salud, de prevención de enfermedades y de información sanitaria”.
En una primera aproximación, parece que no es posible incluir las anteriores intervenciones en este campo, ya que la citada norma hace referencia a la curación o mejora de la salud.
Sin embargo, tal interpretación también excluiría a la medicina voluntaria, cuestión que se presenta como incorrecta a todas luces. De hecho, las técnicas de tatuaje o de perforación de corporal bien pueden asimilarse a este último tipo de medicina, pues, en algunos casos, las primeras se llevan a cabo con una motivación y finalidad meramente estética. Todo lo anterior no hace más que poner de relieve que, a falta de una norma especial, la Ley 41/2002 se aplica, en todo el territorio, a todos aquellos sectores que afecten a la sanidad (como lo es el referido a las técnicas de tatuaje o de perforación de corporal). De esta suerte, sus mandatos operan como límite directo a las regulaciones autonómicas, debiendo estas últimas respetar lo dispuesto en ley estatal. Así, la función de las legislaciones sectoriales se reduce a complementar o desarrollar lo contemplado en la Ley 41/2002, sin que sea admisible que contradigan o reiteren su contenido -lo primero por constituir una causa de inconstitucionalidad y lo segundo por ser inútil e innecesario-.
Con estas premisas, se hace necesario reparar, siquiera someramente, sobre la regulación contenida en citada la norma nacional. La misma contempla de forma diferenciada dos facultades que, no obstante, se encuentran íntimamente ligadas: de un lado, la información previa y, de otro, el posterior consentimiento. La primera se proyecta sobre la protección del conocimiento, esto es, el derecho todo paciente a saber su estado de salud y, en su caso, los riesgos, consecuencias y contraindicaciones de la operación a la que se le recomiende someterse. Por su parte, el consentimiento supone el reconocimiento del derecho de autodeterminación, es decir, que se permita que el usuario decida, tras ser informado adecuadamente, sobre todas las opciones clínicas posibles. A pesar de ello, como se ha señalado, ambas facultades se encuentran muy vinculadas, ya que no podrá ejercitar su voluntad de forma libre y consciente sin tener todos los datos necesarios. De hecho, la propia formulación del término “consentimiento informado” ya nos pone sobre la pista de que estamos ante un único derecho.
En el ámbito de los menores, de una forma muy resumida, podemos destacar que, con carácter general, el ordenamiento les reconoce las facultades de conocer su estado de salud y de consentir, si bien el ejercicio de estos derechos se hace depender de la madurez de los mismos y de su estado intelectual y emocional. En todo caso, la capacidad para decidir se entiende adquirida a los dieciséis años o cuando se trate de un menor emancipado (salvo que se trate de una actuación de grave riesgo para su vida o salud, una vez oída y tenida en cuenta su opinión). Como se deduce de lo anterior, el legislador recurrió a una regla que refleja la capacidad real del menor y, quizás para ofrecer una mayor seguridad jurídica, optó por complementarla con un criterio más objetivo como es la propia edad.
Desde esta perspectiva, entendemos que todas aquellas disposiciones sectoriales que impidan, sin mayores especificidades, que este colectivo pueda decidir sobre estas actividades, estarían contrariando el orden establecido por la Ley 41/2002, así como el propio espíritu de la misma (y, por ende, el régimen constitucional). Tampoco parece que el Decreto del País Vasco sea totalmente respetuoso con estas previsiones, pues no contempla otras pautas a valorar. Por su parte, las comunidades que incorporan el requisito de haber procedido a la emancipación olvidan que la norma nacional permite la disyuntiva antes referida. Por todo ello, creemos que la opción más adecuada es la que incluye la edad de dieciséis años. No obstante, esta última tampoco es la mejor posible ni la más deseable, ya que la Ley 41/2002 faculta a aquellos que, a pesar de no cumplir este requisito, acrediten una madurez suficiente.
En otro orden de cosas, las relaciones que surgen entre los profesionales de este sector y los que demandan sus servicios pueden quedar circunscritas al ámbito de la normativa sobre protección de consumidores y usuarios, esto es, del Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias. No puede obviarse que, en muchos casos, son personas jurídicas las que realizan este tipo de prestaciones. En una primera aproximación, lo cierto es que algunas previsiones de las legislaciones sectoriales pueden afectar a este campo. Por lo tanto, cabe plantearse si la materia referida a la protección de consumidores y usuarios representa una competencia exclusiva del Estado o si, por el contrario, nos movemos ante una competencia compartida. Pues bien, el art. 51 CE emplea el término “poderes públicos” lo que, en principio, invita a aplicar un criterio extensivo en cuanto a los encargados de acometer tal tarea. Además, esta interpretación se refuerza si atendemos a la reciente STC 132/2019, de 13 de noviembre.
La misma nos recuerda que, a pesar de que el Estado cumpla con su mandato constitucional de protección de los consumidores, de ello no se deriva que estemos ante una competencia exclusiva, ni que “la Ley General estatal deba considerarse en su conjunto básica”.
Muy al contrario, “La defensa del consumidor y del usuario nos sitúa (…) ante cuestiones propias de la legislación civil y mercantil, de la protección de la salud (sanidad) y seguridad física, de los intereses económicos y del derecho a la información y a la educación en relación con el consumo, de la actividad económica y, en fin, de otra serie de derechos respecto de los cuales pudiera corresponder al Estado la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad en su ejercicio y en el cumplimiento de sus deberes”. De esta forma, estamos ante una materia de carácter pluridisciplinar que es compartida entre el Estado y las comunidades autónomas. En este sentido, el derecho de consumo no puede encajarse por completo en el Derecho privado, ya que “constituye per se un sistema global de normas, principios, instituciones e instrumentos jurídicos cuya finalidad es garantizar al consumidor frente al empresario una posición de equilibrio en el mercado en todas aquellas relaciones jurídicas y negociales en la que sea destinatario final de los bienes y servicios”.
Sea como fuere, a pesar de la autonomía que ha adquirido este derecho de consumo, parte de su contenido es de naturaleza civil. Por lo tanto, desde el punto de vista del Derecho civil y foral, debemos analizar si la comunidad concreta posee una tradición jurídica sobre el consumo y la defensa de los usuarios para determinar, en el caso, si tal regulación está habilitada constitucionalmente. No obstante todo lo anterior, la posible aplicación de esta normativa dependerá, en última instancia, de la condición de persona jurídica del profesional.
IV. BREVE APUNTE ACERCA DE LA PROTECCIÓN DE LOS MENORES DE EDAD: EL PRINCIPIO DE INTERÉS SUPERIOR
En primer lugar, tenemos que poner de manifiesto que nuestro ordenamiento prevé, como primera medida tuitiva de los menores de edad, una limitación de capacidad para evitar que estos puedan ver dañados sus legítimos intereses. Sin embargo, esta regla se ha visto excepcionada en múltiples ámbitos. De esta suerte, hemos acudido a una progresiva atribución de derechos y facultades en favor de este colectivo, permitiéndoles intervenir en el mundo jurídico. Así lo ha puesto de relieve la doctrina al señalar que se ha producido un reconocimiento de diversos campos de actuación de los menores que exige que se respete, salvo que demuestre lo contrario, su voluntad y autonomía. Dicho ello, conviene destacar que este fenómeno no ha ido siempre acompañado de la correlativa asunción de responsabilidad, ya que se ha entendido que los representantes del menor son los encargados de resarcir los perjuicios causados. A todo lo anterior hay que anudar que, como muy acertadamente destaca LÓPEZ SÁNCHEZ, el principio de la inmunidad familiar ha sido superado “tanto con el abandono del argumento que proclamaba la necesidad de mantener la paz familiar, como con el convencimiento de que las sanciones penales o las específicas del Derecho de familia no resultan suficientes en todos los casos”. Por lo tanto, también cuando los menores de edad sufren algún tipo de daño es posible que los progenitores sean declarados culpables.
Por otro lado, en este ámbito merece especial consideración el principio del interés superior del menor –favor filii–. El mismo viene a implicar, en definitiva, que a la hora de tomar una decisión se ha de adoptar aquella que conlleve un mayor respeto a la promoción y respeto de sus derechos. De esta forma, se trata de conseguir que el menor pueda desarrollarse adecuadamente, teniendo una vida digna y con el mayor bienestar posible. Si nos adentramos en esta materia, encontramos distintos instrumentos que aluden a este principio. En nuestro ordenamiento, se ha destacado por parte de la doctrina que, a pesar de no incluirse de forma directa, puede entenderse reconocido en el art. 39.4 CE.
Asimismo, el Código civil también hace referencia a este interés superior en diversos preceptos (como, por ejemplo, el art. 92.8 CC).
Sin embargo, el reconocimiento expreso más relevante lo encontramos en la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil. En efecto, el art. 2.1 de la citada norma destaca que “Todo menor tiene derecho a que su interés superior sea valorado y considerado como primordial en todas las acciones y decisiones que le conciernan, tanto en el ámbito público como privado. En la aplicación de la presente ley y demás normas que le afecten, así como en las medidas concernientes a los menores que adopten las instituciones, públicas o privadas, los Tribunales, o los órganos legislativos primará el interés superior de los mismos sobre cualquier otro interés legítimo que pudiera concurrir”.
De esta forma, establece el interés del menor como valor primordial en todas las acciones y decisiones que le conciernan. A este respecto, prevé que las limitaciones a la capacidad de obrar de los menores se deben interpretar de forma restrictiva y, en todo caso, siempre en favor de su interés superior.
Como se observa, estamos ante un concepto jurídico indeterminado que opera como una suerte de garantía general que ha de inspirar tanto la acción de los poderes públicos como la propia interpretación del ordenamiento jurídico. En este sentido, destacan ALGARRA PRATS y BARCELÓ DOMÉNECH que “El interés del menor se ha introducido en nuestra legislación como una cláusula general, es decir, se expresa normativamente por medio de un concepto jurídico indeterminado. El interés superior del menor tiene como finalidad el bienestar del menor mediante la primacía de su interés sobre cualquier otro que pudiera concurrir. Por ello, una vez planteado un determinado conflicto que afecte al menor, en primer lugar, procederá concretar cuál será el bien del niño en dicho supuesto concreto. El interés superior del menor prevalece sobre cualquier otro concurrente y, en consecuencia, constituye el centro de gravedad de la mediación familiar que se esté llevando a cabo”.
No obstante, para tratar de salvar la indeterminación y el carácter abstracto del concepto la citada Ley Orgánica 1/1996 incluyó una serie de “criterios generales” (art. 2.2) para interpretar y aplicar en cada caso el interés superior del menor y unos “elementos generales” (art. 2.3) para ponderar los anteriores criterios. En la aplicación de estos últimos, uno de los extremos fundamentales es la edad y la madurez del menor y la preparación del tránsito a la edad adulta e independiente, de acuerdo con sus capacidades y circunstancias personales. Por lo tanto, el dato de la edad –que puede resultar excesivamente relativo en ciertos casos– debe conjugarse con la real capacidad –madurez– del menor. Además, no se puede obviar que todas las medidas que afecten al menor tendrán que adoptarse respetando “Los derechos del menor a ser informado, oído y escuchado, y a participar en el proceso de acuerdo con la normativa vigente”. Asimismo, tanto la doctrina constitucional como la jurisprudencia se han hecho eco de este extremo.
En este sentido, el Tribunal Supremo ha tratado de establecer una serie de reglas para valorar el interés del menor, como se observa en la STS 8 octubre 2009 -pautas estas reiteradas en otras sentencias posteriores como la STS 10 enero 2012-.
Todo lo visto hasta el momento, nos obliga a pivotar entre dos opuestos. Por un lado, aquella posición que aboga por respetar siempre y en todo caso las decisiones de los menores de edad, con independencia de las consecuencias que ello implique. Por otro, la que pretendiendo proteger en exceso los derechos de este colectivo, impone las opiniones de las personas o instituciones que los tengan a su cargo. Desde nuestra perspectiva, debe optarse por una vía intermedia en la que prevalezcan el “sentido común” y la lógica tan denostados como necesarios en el ámbito jurídico. En este sentido, tenemos que partir del respeto a la autonomía de los menores, siendo los mismos los titulares de los derechos a la información y al posterior consentimiento. Sin embargo, habrá ocasiones en las que, como se verá, se deberá informar a los representantes de los menores y serán estos quienes otorguen o no el consentimiento. Así, hay que tener muy presente que, si bien la autonomía de la voluntad es un derecho fundamental y necesario, no lo es menos la propia vida e integridad del menor. Sin este último, ningún otro derecho habrá que proteger, pues, sencillamente, no existirá persona.
Conectando con lo anterior, consideramos que no es adecuado tratar a los mismos como personas con la capacidad judicialmente modificada, sino como sujetos potencialmente aptos a los que el ordenamiento limita su capacidad para protegerles. Por lo tanto, si bien no tienen capacidad de obrar plena y, por su necesidad de tutela, se les nombra un representante legal –ya sean los padres en caso de patria potestad o un tutor en defecto de los primeros–, ello no impide que, atendiendo a su capacidad natural (de conocimiento y voluntad) y a su edad, se les reconozcan ciertas facultades. Asimismo, como es sabido, los menores mayores de 16 años pueden estar emancipados, lo que supone una salida irrevocable del hijo de la patria potestad. Esta situación conlleva una etapa intermedia entre la minoría y la mayoría de edad, en la que su capacidad (art. 323 CC) es casi equivalente a la del mayor de edad, con algunas excepciones, pues en algunos casos se precisa el consentimiento de sus padres o curador (como señala el art. 324 CC en relación con el menor emancipado casado).
En el campo de la práctica de tatuajes o perforaciones en el cuerpo, entendemos que este principio exige que apliquemos cierta prudencia. Desde nuestra perspectiva, no es adecuado que se precise siempre y en todo caso la intervención de los progenitores.
Máxime porque la ya citada STC 37/2011, de 28 de marzo, señaló que las intervenciones en el ámbito de la salud pueden afectar al derecho a la integridad física y moral. De esta suerte, el ejercicio del consentimiento informado aparece como una garantía de este último y merece ser respetado y protegido. Además, pueden verse implicados otros derechos fundamentales igualmente relevantes. No obstante, tampoco debe obviarse que estas actividades pueden conllevar ciertos riesgos y daños (derivados de la propia tinta o de infecciones) con unos efectos muy perjudiciales para los menores. Por tanto, sin ánimo de establecer conclusiones generales (ya que se debe atender ad casum), creemos que la solución pasa por conjugar varios criterios. De un lado, la capacidad real del menor y su madurez, atendiendo a sus posibilidades de discernimiento. De otro, la edad del mismo, ya que ofrece cierta seguridad jurídica. En este sentido, como prevé la Ley 41/2002, quizás los dieciséis años aparecen como una regla razonable y que representa, en la mayoría de supuestos, un escenario en el que el menor posee suficientes facultades intelectuales y psicológicas. Así, puede observarse cómo los dos prismas a los que hacíamos referencia se encuentran ligados.
V. PRINCIPALES CONCLUSIONES
Del análisis que hemos llevado a cabo podemos extraer varias ideas. En primer lugar, que las distintas normativas autonómicas recogen criterios dispares en el ámbito de la práctica de tatuajes, micropigmentaciones, perforaciones y técnicas similares. Desde esta perspectiva, nueve legislaciones sectoriales (entre las que se incluye la valenciana) optaron por la referencia genérica a la minoría de edad para prohibir el consentimiento. Por su parte, en tres territorios se aplica la regla de la emancipación y en otras tres por los dieciséis años. Asimismo, Castilla y León no incorpora esta problemática en su ordenamiento y el País Vasco aparece como la autonomía más particular. En este sentido, en esta última se prevé la posibilidad de que cualquier menor pueda decidir en este sentido siempre que firme el documento en presencia del aplicador y presente una fotocopia del DNI de su representante legal.
Figura 1: Sector circular donde se muestran los distintos criterios escogidos por los legisladores autonómicos
En cuanto a los títulos competenciales, nos encontramos ante una materia compartida. En este sentido, el 148.1 regla 21ª CE incluye la sanidad entre los temas que pueden asumir las comunidades autónomas. Por su parte, a pesar de que el art. 149.1 regla 16ª CE recoge la competencia estatal relativa al establecimiento de unas bases en este sector, lo cierto es que nos encontramos ante una inactividad del legislador nacional. Sin embargo, puede plantearse la aplicación analógica de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Así, entendemos que las relaciones que surgen entre los profesionales y los demandantes de estos servicios quedan bajo el amparo de esta norma y que, por tanto, supone un limite directo para las comunidades. De esta forma, deben respetar los mandatos de esta ley, pudiendo desarrollar y complementar sus previsiones. Igualmente, también puede esgrimirse en este sector la normativa sobre consumidores y usuarios, por lo que cabe estudiar la posibilidad de que las autonomías regulen cuestiones que afectar a esta última y las limitaciones que encuentran en esta tarea.
Por último, entendemos que el principio del interés superior del menor exige que llevemos a cabo una interpretación que pondere y armonice adecuadamente su mayor beneficio.
Para lograr tal cometido, debemos tratar de aunar dos extremos: de un lado, el respeto de la autonomía de los menores y, de otro, la necesidad de establecer mecanismos tuitivos de este colectivo. Se trata de actividades que, en suma, pueden producir graves consecuencias para estos últimos y que, por tanto, requieren de unas reglas que aseguren su participación y, al mismo tiempo, la protección de su salud. Por ello, proponemos que se atienda a la capacidad real del menor, caso por caso, analizando su madurez. Asimismo, el recurso a la edad puede favorecer este estudio, ya que ofrece seguridad jurídica y permite establecer ciertos parámetros generales. Desde esta perspectiva, quizás los dieciséis años representan una edad suficiente para decidir en este campo.