En el cuarto número de 2019 de la Revista de Derecho Civil (octubre-diciembre) se publicó un estudio sobre la sentencia del Tribunal Constitucional español 132/2019, de 13 de noviembre, siendo la autora del mismo la Catedrática de Derecho Civil de la Universidad de Santiago de Compostela María Paz García Rubio. La sentencia citada resolvió el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra diversos artículos de la Ley catalana 3/2017, de 15 de febrero, del libro sexto del Código Civil de Cataluña, relativo a las obligaciones y los contratos, y de modificación de los libros primero, segundo, tercero, cuarto y quinto.
La sentencia es especialmente interesante —entre otros motivos— porque es la primera que analiza una complicada noción que resulta clave en la distribución competencial entre el Estado central y las comunidades autónomas en materia de Derecho civil (art. 149.1.8.ª de la Constitución española): las “bases de las obligaciones contractuales”. Para aquellos lectores que no estén familiarizados con la cuestión, se reproduce a continuación el precepto relevante: “El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias: […] Legislación civil, sin perjuicio de la conservación, modificación y desarrollo por las Comunidades Autónomas de los derechos civiles, forales o especiales, allí donde existan. En todo caso, las reglas relativas a la aplicación y eficacia de las normas jurídicas, relaciones jurídico-civiles relativas a las formas de matrimonio, ordenación de los registros e instrumentos públicos, bases de las obligaciones contractuales, normas para resolver los conflictos de leyes y determinación de las fuentes del Derecho, con respeto, en este último caso, a las normas de derecho foral o especial”. Asimismo, conviene apuntar que la legislación mercantil es una materia reservada al Estado (art. 149.1.6.ª de la Constitución).
Desde el punto de vista del Derecho civil de Galicia, la sentencia del Tribunal Constitucional puede generar un cierto sentimiento de frustración. Tal y como refleja la profesora García Rubio en su estudio (p. 6), este Derecho parece estar sufriendo una discriminación con respecto a otros, si se comparan los argumentos y el sentido de la sentencia que ocupa estas líneas, con los de otras como la STC 133/2017, en la que fueron declarados inconstitucionales los artículos de la Ley de Derecho civil de Galicia sobre adopción y autotutela. De hecho, cuando el IDIBE se hizo eco de esta última sentencia, ya se puso de relieve que uno de los votos particulares afirmaba que se podía “generar la impresión de que este Tribunal aplica distintas varas de medir cuando examina las conexiones de las legislaciones autonómicas en materia civil con las instituciones consuetudinarias de los territorios con Derecho civil foral o especial”.
Volviendo a la sentencia del Tribunal Constitucional 132/2019, la ley catalana y, por consiguiente, la regulación de la compraventa, de la permuta, del mandato y de la gestión de negocios del Código Civil de Cataluña, fue considerada constitucional, con la salvedad de un único precepto. La decisión fue tomada por una mayoría de siete a cinco, emitiéndose cuatro votos particulares.
Para la profesora García Rubio, hay algunos aspectos de la sentencia que merecen ser aplaudidos (pp. 5 y 6). El primero, el haber enfocado la controversia desde el punto de vista de la legislación civil, incluyendo expresamente en este sector los contratos entre empresarios y consumidores, que algunos intentan ubicar en el Derecho mercantil. El segundo, atreverse a averiguar el significado del concepto de “bases de las obligaciones contractuales”, lo que no se había producido todavía. Y, el tercero, concluir que tales bases se encuentran en el Código civil español —un texto anterior (1889) a la actual constitución (1978)—, con un matiz. La autora aclara (pp. 17 y 40) que no comparte que la búsqueda deba realizarse únicamente en la letra del código, pues “el Derecho de obligaciones y contratos español básico, fundamental o esencial, de hoy es algo más que ese texto descarnado”, de forma que dichas bases se encuentran “además de en el texto codificado, en los principios de la Constitución, en los textos internacionales y europeos en la materia y en la jurisprudencia que durante trece décadas viene interpretando sus normas”.
En sentido contrario, también hay aspectos de la sentencia que merecen una crítica, según la profesora García Rubio (pp. 6 y 7). Alude en primer lugar a una incoherencia con sentencias anteriores. También se muestra en contra de la utilización del criterio de la “conexión suficiente”, al que la jurisprudencia constitucional ha venido recurriendo para determinar la competencia de las comunidades autónomas para desarrollar su Derecho civil propio, pero que ella considera “un criterio inventado que no está en la Constitución” y que genera inseguridad jurídica (pp. 6 y 18). No obstante, subraya que, si se acepta ese criterio, los argumentos de la sentencia no van desencaminados; aunque su aplicación concreta se aparta de lo que ha sucedido en otras sentencias. Y, finalmente, considera que la (difícil) tarea de delimitar la noción de “bases de las obligaciones contractuales” no se llevó a cabo correctamente.
En relación con este último inciso, manifiesta que la sentencia acierta cuando caracteriza tales bases no como un punto de partida para la legislación autonómica, sino como un límite que esta no puede traspasar; pero no está de acuerdo en que las bases estén formadas exclusivamente por principios —las “directrices” básicas— y no por reglas —normas concretas y determinadas— (pp. 13 y 27). Es decir, en la sentencia se observa, aunque de manera poco clara y no sin ciertas contradicciones a lo largo de la misma, un concepto de “bases” de las obligaciones contractuales similar al de “legislación básica” —interpretación defendida por parte de la doctrina—. Sin embargo, no es este un enfoque acertado para García Rubio. La distinción entre legislación básica y legislación de desarrollo es propia de materias en las cuales el Estado y las comunidades autónomas comparten competencias; esto no sucede en el caso de las bases de las obligaciones contractuales, de competencia estatal exclusiva (pp. 29 y 30).
Gran parte de la discusión gira en torno a si la competencia exclusiva del Estado en materia de bases de las obligaciones contractuales le permite únicamente desarrollar una estructura lógica interna, sin impedir que las comunidades autónomas cuenten con diversas opciones regulatorias —mientras respeten las directrices o elementos esenciales—; o si esa competencia exclusiva va más allá, de modo que determinadas normas concretas vengan impuestas a los legisladores autonómicos por su carácter de bases de las obligaciones contractuales. El Tribunal Constitucional parece tomar partido por la primera opción, mientras que la autora argumenta a favor de la segunda. Dice el Tribunal que tales bases tienen un carácter general, incidiendo en todos los contratos o categorías amplias de contratos, no englobando la regulación de cada tipo contractual salvo en lo que suponga una concreción, para una clase de contratos, de las reglas generales o generalizables a esa clase. Sin embargo, esto no satisface a la autora, quien observa que las normas aplicables a tipos contractuales suponen justamente esa concreción; pues los regímenes especiales no son sustancialmente diferentes del régimen general, sino que adaptan este a realidades más concretas (pp. 31 y 32). En consecuencia, el Tribunal no acierta a la hora de definir los contornos del problemático concepto.
Estas líneas no permiten, evidentemente, dar cuenta de todos los argumentos, ideas, matices, etc., que aparecen en el interesante análisis de la profesora García Rubio. Por ello, recomiendo encarecidamente la lectura de su trabajo a todos aquellos interesados en la cuestión del reparto competencial entre el Estado y las comunidades autónomas, confiando en que mis breves palabras animen a hacerlo.
Ricardo Pazos Castro.