Autora: Silvia Barona Vilar (España). Catedrática de D. Procesal de la Universitat de València, Doctora honoris causa por la UAGRM (Bolivia), Örebro (Suecia), e Inca Garcilaso (Perú); es autora de más de 600 publicaciones, destacando sus 20 libros de autoría única y sus 21 libros como editora y directora. Publica este trabajo en el marco del Proyecto PROMETEO 2018/111.
Resumen: Estamos asistiendo, indudablemente, ante un periodo de mudanzas procesales, fruto de la exigencia propulsada desde la expansión del Derecho Penal. Las modificaciones legislativas se han sucedido y, con ellas, se ha producido una reformulación funcional de los protagonistas. Y en esta mudanza cuyo destino no se ve todavía nítido, emerge el consentimiento tanto de los sujetos del proceso como de las víctimas, canalizado a través del reforzamiento del principio de oportunidad. Probation, diversión, conformidad, mediación penal, son instituciones que incorporan el consentimiento con efectos procesales. Hablar de consentimiento en el proceso penal ya no es un oxímoron.
Palabras clave: consentimiento; principio de oportunidad.
Abstract: We are involved in a moment of deep changes in Criminal Procedure due, among other reasons, to the permanent expansion of Criminal Law. Legislative modifications have taken place one another over the world and they have led to a functional reformulation of the role played by the protagonists of Criminal Procedure. These changes have not finished yet and the future is still to come, but new elements are already emerging: the consent of the actors of the process and of the victims and the reinforcement of the principle of opportunity are undoubtedly some of them. Probation, diversion, compliance, criminal mediation are institutions that stand on the principle of consent for procedural purposes and show this new scenario that is emerging. Speaking about consent in criminal proceedings seems to be no longer an oxymoron.
Key words: consent; principle of opportunity.
Sumario:
I. Mirada histórico-política de la justicia penal paradigmática.
1. De cómo se alcanza la Justicia penal paradigmática y su desvinculación de la Justicia civil.
2. El consentimiento como un corpus alienum en el paradigma de la Justicia penal.
II. Y llegó la primera contraditio in terminis: más derecho penal y menos proceso.
1. De la expansión del Derecho Penal y del Derecho Penal simbólico al modelo preventivo.
2. Del modelo procesal garantista a su agonía. Una mudanza ¿hacia?
III. Más consentimiento en el proceso penal para “menos proceso”.
1. El consentimiento del sujeto pasivo del proceso. Razón de ser.
2. El consentimiento, principio de oportunidad y la conformidad.
3. El consentimiento de las víctimas. La Justicia restaurativa y la mediación.
4. El valor del consentimiento en la prueba penal.
IV. Conclusión.
Referencia: Rev. Boliv. de Derecho Nº 31, enero 2021, ISSN: 2070-8157, pp. 208-235.
Revista indexada en LATINDEX, ESCI (ISI-Thomson Reuters), CIRC, ANVUR, REDIB, REDALYC, MIAR.
I. MIRADA HISTÓRICO-POLÍTICA DE LA JUSTICIA PENAL PARADIGMÁTICA.
Explicar el significado que el consentimiento pueda tener en el proceso penal amerita exponer, algunos componentes de qué y cómo se conformó la Justicia penal paradigmática, amén de las coordenadas socio-económico-políticas que han marcado la evolución histórico-jurídica y, por ende, el modelo de Justicia penal que durante tantos siglos perduró hasta nuestros días. La estrecha vinculación existente entre este modelo y el valor que pueda otorgarse al consentimiento de los sujetos vinculados a la causa penal es innegable, de ahí que para entender la mayor o menor implicación de la voluntad de las personas y su participación activa o pasiva y las consecuencias jurídico-penales y procesales se hace necesario atender al cuándo y cómo se conformó la Justicia penal paradigmática, los sistemas procesales penales, y la atribución o no de valor al consentimiento en los mismos.
A partir de este dato debe explorarse la evolución del modelo y la cada vez más aceptación e integración del consentimiento del investigado-acusado y de la víctima en el mismo.
1. De cómo se alcanza la Justicia penal paradigmática y su desvinculación de la Justicia civil.
A medida que se fueron estructurando como tales la comunidad, la tribu o el grupo, denominados también clanes, hordas –que se enfrentaban unas a otras-, asentándose y generando una fórmula muy primitiva de derecho a la tierra, al espacio, al uso de las aguas, a la caza, a la siembra o a la recolección –todo ello fruto de un muy lento procedimiento evolutivo-, surgieron paulatinamente las necesidades de conformar reglas para el uso, disfrute, reparto, beneficios, y para evitar los abusos entre las familias, los clanes, etc. En este devenir, la costumbre y la tradición ejercieron una influencia destacable en la conformación de una suerte de “Derecho“, primitivo y probablemente no conformado formalmente, que fue evolucionando con el asentamiento de las denominadas sociedades primitivas, esto es, Mesopotamia, India y Egipto, amén de las ya denominadas civilizaciones clásicas como Grecia. Se gestó un modelo jurídico primitivo en el que las tradiciones y costumbres fueron paulatinamente dando lugar a las normativas y, como tales, de obligado cumplimiento. Esto propició la aparición de las primeras manifestaciones de “orden jurídico”, reglas de actuación en la guerra, en el trabajo, en los mismos ceremoniales, en las costumbres etc., convirtiéndose, sin lugar a dudas, en una suerte de derecho escrito, primitivo, pero regulador de las conductas de estos pueblos primitivos.
Paulatinamente se va generando una conformación jurídica en el marco de la evolución de las civilizaciones, que afectó a su producción cultural, su organización política, su religión y, por ende, a su sistema de reglas de convivencia. A medida que fue creciendo la estructura de organización política y se fue desarrollando una conformación social –que pasa por ocupar un espacio, tierra, lugares de cultivo, ríos, etc-, siquiera fuera de forma desfragmentaria, el elemento “orden jurídico“, entendido como conjunto de normas reguladoras de la vida en comunidad, va ganando posiciones. Ejemplo de cuanto exponemos es la civilización mesopotámica, reconocida como una de las sociedades más antiguas, en la que un monarca absolutista y una enorme influencia de la casta sacerdotal inspiraban sus leyes, que fueron sometidas a una suerte de codificación, precisamente para aproximarse a la unificación de los múltiples pueblos. Mesopotamia no se rigió por un sistema jurídico propio y único, sino que fue adoptando diferentes normas, destacando el Código de Ur-Nammu, el Código de Eshnuna, el Código de Lipit-Ishtar, y el Código de Hammurabi.
En ese estadio previo de ordenamientos no formulados en los que existían reglas del grupo para ser cumplidas, el quebrantamiento de las mismas recibía respuesta de la comunidad, grupo, o tribu. Y esa respuesta, con mayor o menor intensidad y estructuración, se canalizaba a través de la venganza. Esta se presentaba como un mal que había que insuflar a quien infringía las reglas del grupo; un mal que debía ser de mayor gravedad que el que había cometido el infractor con su actuación; una respuesta que se entronaba en una concepción altamente extraterrenal, ya vinculada a la concepción religiosa del momento, o a una visión supersticiosa y, en ciertos casos, vinculada a ritos de brujería. La intervención de las divinidades en la aplicación de ritos o fórmulas ancestrales en la imposición de sanciones, como venganza, encontraba perfecto acomodo.
Estas sanciones podrían ser consideradas como el germen de las consecuencias jurídico penales ultra-retributivas, algo así como una primitiva concepción de la respuesta castigadora de la sociedad frente a los hechos que suponían una ofensa. Una respuesta que se materializaba con ritos, ceremonias, etc, que no pueden considerarse en modo alguno origen de un ni siquiera procedimiento de imposición de la sanción. Así, respuesta había, pero era más próxima al castigo que se insuflaba extraterrenalmente, que a una contestación de los demás integrantes de la comunidad, tribu o grupo. Era una respuesta vengativa, al infringir la vida en común, una venganza cruel, que podía ser despiadada y desde luego exageradamente desproporcionada a la acción realizada por quien podía sufrirla. Ningún atisbo de consentimiento, en todo caso.
En estas primeras manifestaciones jugó un papel importante la visión de la religión totémica, que impuso los tabú (sacrilegio, incesto, brujería, traición…). Algunas manifestaciones de esta visión totémica provocaban muertes violentas, por rito religioso, por canibalismo, por venganza…; o mantenían ciertas reglas que llevaban a considerar, a título de ejemplo, que el infanticidio era impune porque el que mataba tenía derecho a disponer del producto de su sangre; se consideraba que la seducción y la violación no eran reprochables porque la mujer pertenecía a la comunidad y la unión sexual más frecuente era la que se llevaba a cabo tras el robo de mujeres. Por su parte el robo, por ejemplo, no era reprochable, sino que se estimaba como una muestra de habilidad y destreza. Existía un orden no formulado de conductas del grupo o la tribu, en el que las ofensas se salvaban con la venganza de sangre, caracterizada por la desproporción de la misma respecto del daño causado, lo que desencadenaba venganzas sucesivas y, con ello, guerras perpetuas entre los pueblos.
A medida que la convivencia entre la pluralidad de tribus genera conflictos se va haciendo necesario configurar dos géneros de reacción: ad intra, esto es, configurando un castigo infligido a un miembro de la tribu por infringir las reglas, consistente en la expulsión del grupo o de la comunidad; por otro, ad extra, castigo a quien no pertenece a la comunidad o grupo pero ha perpetrado una acción contra un miembro de la tribu o contra todos ellos, consistente en venganza de sangre, ejercida de forma colectiva o social.
Fruto de la evolución fue que la venganza social quedara limitada. Repárese que manifestaciones de estos límites se encontraron en la Ley del Talión (o el ojo por ojo, diente por diente), el Código Hammurabi (Babilonia, Siglo V a.C.), la Ley de las XII Tablas (S. V a.C.) o la Ley Mosaica (S. XIV a.C.). Pese a su dureza, se percibieron como una clara limitación a la respuesta de venganza que se insuflaba desde los pueblos ancestrales.
Existían límites en la respuesta otorgada frente a la acción del infractor; se incorporaba una suerte de proporcionalidad en la respuesta vengativa, un castigo reglado.
Si este fue el primer paso de las esencias de lo penal, vinculado a la idea de respuesta social, venganza social, con más o menos límites, es con los griegos, romanos y germanos cuando germinan las bases de los sistemas jurídicos modernos y, por ende, de los procesales también, y desde los que es posible hablar de proceso penal como instrumento de realización efectiva del derecho penal. La existencia de estudios científicos en torno a los mismos, a diferencia de las etapas anteriores, permite con mayor rigurosidad conocer los fundamentos jurídicos que les caracterizaron, desde los que es posible considerar que es en estos derechos donde se pueden hallar los antecedentes históricos más consolidados de la institución procesal penal.
Hay un elemento fundamental a destacar: es en estos momentos históricos cuando se va paulatinamente pergeñando la línea divisoria entre lo privado y lo público. Repárese, pese a todo, que el sector “público”, el área afectada por los intereses generales, era mucho menor que la privada, y especialmente en materia de derecho penal, por ejemplo, los delitos contra el Estado, contra lo público, se ubicaban en lo que se denominaba crimen laesae majestalis, distinguiéndose, especialmente en el derecho romano, entre crimines y delitos, siendo los primeros los verdaderamente graves que afectaban a todos, a “lo público”, mientras que los delitos eran referidos a intereses particulares. Va paulatinamente conformándose la línea divisoria entre lo público y lo privado y los diversos instrumentos de perseguibilidad de los hechos reprochables, los protagonistas, incluso la participación del pueblo en estos procesos decisorios de penas, la posible interposición o no de recurso o disconformidad frente a la decisión, entre otros. Son todos ellos datos que irán poco a poco modulando un comportamiento o “manera procesal penal”; una manera de actuar que se irá diferenciando de la manera procesal civil.
Si las bases del sistema procesal se asentaron en este periodo descrito, fue en la Edad Media cuando realmente se presenta la bifurcación entre lo público y lo privado, también en los sistemas procesales, siendo absolutamente trascendental la inspiración religiosa que incorporó, por un lado, la identificación de hecho reprochable u ofensa social con la idea de pecado (paralelismo Iglesia-Estado), presentándose la pena como una suerte de exigencia de justicia, muy similar al castigo divino, y, por otro, influyó en el modus operandi procesal el sistema canónico inquisitivo. La fortaleza de la Iglesia y sus principios de obediencia y autoridad casaban a la perfección con el régimen político de la monarquía absoluta, con la política represiva y las respuestas retributivas a quienes infringían las normas. Buenos ingredientes para diseñar un procedimiento penal, basado en la actuación de oficio, bajo maneras inquisitoriales, con acción pública, para castigar los crímenes de interés público (las afrentas más graves contra la sociedad). Y todo ello adobado con una formación jurídica desde las Universidades europeas (de creación papal), en las que los docentes eran canónigos, gente de la Iglesia, la clase culta, que conocía el latín, idioma en el que se daban las asignaturas universitarias.
El Humanismo, la Revolución francesa, la Ilustración, vinieron a suponer el abandono del tiempo entre tinieblas vividos en periodos anteriores para favorecer la apertura hacia nuevas ideas en lo económico, lo político, el pensamiento, en la ciencia, en la sociedad, y por supuesto también en el mundo del derecho. Aparecieron los grandes pensadores (John Locke, “padre del liberalismo clásico” y al que se le atribuye una gran participación en la teoría del contrato social, influyendo en Voltaire y Rousseau, o de Hobbes, a través de su gran obra, Leviathan, publicada en 1651) y grandes obras que diseñaron el “contrato social”, en el que los ciudadanos ceden parte de su libertad al poder estatal a cambio de la seguridad que ofrece el poder estatal a los ciudadanos, también reflejada en el sistema de tutela penal. Fueron paulatinamente desapareciendo las monarquías absolutas europeas y generándose el declive de la concepción que había presidido tiempos anteriores del derecho divino de los reyes. Poco a poco comienza a emerger una noción diversa de Estado. Esto no significa que antes no hubiera Estado, lo había, pero muy debilitado. El Estado fuerte influyó en la conformación del Derecho y en los modelos procesales y sus protagonistas. En este escenario se concibió el monopolio del Estado de penar y configuró las penas, aflictivas, intimidantes y ejemplarizantes, como una expiación del delito.
2. El consentimiento como un corpus alienum en el paradigma de Justicia penal.
El consentimiento, la voluntad de los sujetos implicados, tenía poco protagonismo en el modelo penal, en el marco del paradigma de Justicia penal o en lo que SBRICCOLI denominó la justicia hegemónica, caracterizado por una visión paternalista y ética del Derecho Penal y un proceso penal, basado en la idea de orden público (desde y hacia lo público), con una función de defensa de los individuos frente al poder punitivo del Estado, con los siguientes rasgos:
1º) El papel protagonista del Estado en la Justicia, entendido como Estado-nación consolidado en un territorio, con una estructura administrativa, unos poderes y proyección internacional.
2º) El reconocimiento constitucional de los derechos, garantizadores de los valores del estado social y democrático de derecho, especialmente la igualdad y reconocimiento de “ciudadanos con derecho a tener derechos”, Hannah Arendt dixit, el reconocimiento constitucional a la tutela a través de un proceso con garantías, consagrándose poco a poco el derecho a la tutela judicial efectiva, la garantía del Access to Justice, el derecho al due process, etc.
3º) El reconocimiento del ius puniendi estatal en el marco del equilibrio de derechos, con principios que lo pergeñan: principio de legalidad, de responsabilidad penal o de culpabilidad (principio de personalidad, principio del acto, dolo o culpa y el principio de imputación personal), principio de lesividad o de protección de bienes jurídicos (para que una conducta determinada se configure como delito, primero debe existir un daño a un bien jurídico legalmente protegido), principio de subsidiariedad o lo que es lo mismo la consideración del Derecho Penal como la ultima ratio, principio de proporcionalidad de la pena, prohibición de la analogía en materia penal, principio de igualdad de trato y la humanización de las penas.
4º) El modelo procesal penal, sus protagonistas en la persecución del hecho, los procedimientos, las partes, la actividad probatoria, y un largo etcétera, se integran en las normas procesales que garantizan el derecho a la tutela judicial efectiva penal. Se fue abandonando la vinculación de la culpabilidad del acusado con Dios, y el proceso se convirtió en instrumento para determinar la culpabilidad, pero también la inocencia. Se conformaron los principios del sistema procesal penal, y sobre todo se construyó el proceso como equilibrio entre los dos pilares de seguridad y libertad. El proceso se presentaba como derecho de los ciudadanos; los imputados dejaban de estar “cosificados”, eran sujetos con garantías y derechos, y se abandonaba la idea del proceso como un medio represivo de venganza social o política.
En todo caso, la Justicia penal se construye desde una visión protectora del Estado, patriarcal, en la que el consentimiento que pudiere prestarse por el imputado-acusado se entendía como un corpus alienum, debido a la concurrencia de los principios de necesidad y de legalidad, que vienen a determinar, que la posible existencia de un hecho aparentemente delictivo debe suponer el inicio de la actividad jurisdiccional, pues la legalidad es la que determina cuando se inicia el proceso, no siendo admisibles actos de oportunidad; y una vez iniciado el proceso penal, no puede acabar por actos discrecionales de nadie, de manera que ha de finalizar mediante la sentencia.
Estos principios, limitantes de la disponibilidad y del consentimiento, no significaban, empero, una absoluta negación del consentimiento del sujeto pasivo o de la víctima. En este sentido, podía entenderse que, aun cuando fuere limitado, podían producirse algunas manifestaciones de éste:
1ª) La confesión del acusado, que pasó de ser la “prueba” del proceso penal en la Edad Media -conseguida mediante tortura, por ello, sin verdadero consentimiento-, una vía para conseguir la condena, a mantenerse como prueba, siempre bajo determinados requisitos e integrada en los otros medios de prueba. Por su parte, se consagraron constitucionalmente el derecho al silencio y a no declarar contra sí mismo, todo y que sí se declarara contra sí mismo, se valora con los restantes medios de prueba que se hayan practicado en el proceso penal.
2ª) La conformidad del acusado, recogida en el texto originario de la LECRIM de 1882 para los delitos graves, sentida como un “elemento extraño” del modelo procesal penal y, por ende, se mostraban poco proclives a su práctica.
3ª) El perdón del ofendido. Probablemente la influencia religiosa del momento propició esta institución, cuyos contornos no han sido iguales en todos los países y en todos los momentos. En la Francia del Siglo XVI se incorporó la posibilidad de que el acusado o el condenado pudiera efectuar un relato propio, teatral, reconstruyendo los hechos y solicitando perdón, para conseguir la conmiseración del monarca – representante de la sociedad contra la que se habían cometidos los hechos reprochables- y su perdón, que no era de la víctima. En España el perdón se vinculó a los ofendidos y solo respecto de aquellos hechos que pudieren ser perseguibles a instancia de parte, en los que podía concurrir una cierta disponibilidad.
Aun con estos exponentes, el consentimiento no se constituía en elemento integrador del sistema procesal, todo y que pudiera tener efectos procedimentales, empero no en cuanto a la supresión o eliminación de alguna prueba o de la prueba en general, incidiendo en este caso en el resultado del proceso. De ahí que se seguía considerando el consentimiento como un cuerpo extraño en la justicia penal paradigmática del momento.
II. Y LLEGÓ LA PRIMERA CONTRADITIO IN TERMINIS: MÁS DERECHO PENAL Y MENOS PROCESO.
Desde las últimas décadas del Siglo pasado y en el desarrollo de más de tres lustros en el Siglo XXI hemos ido presenciando la conformación de una nueva era, influida –ora como evolución ora como reacción- por la consolidación agresiva del capitalismo, por los imparables avances tecnológicos y digitales, y por la necesidad de expansión del flujo comercial mundial.
Esa nueva etapa es la era de la globalización. Una etapa con valores nuevos (eficacia y eficiencia), con protagonistas nuevos (lobbies económicos, los holdings financieros y bancarios), con modus operandi diverso, influido por la revolución industrial del 4.0.. El resultado social es indiscutible: la economía ha engullido a la política o, dicho de otro modo, el “mercado” sustituye al “Estado”, un Estado con un papel muy residual, o un Estado atópico. Todo ello no solo influye en la Justicia civil, sino también en la penal. El pensamiento ideológico que lo inspira es el neoliberalismo, vinculado en su origen a la crisis económica de los treinta y asentada en los postulados de la Escuela de Chicago (Friedrich von Hayek), centrada fundamentalmente en la reducción de la intervención estatal en la economía, y una transformación del modus operandi estatal, que debe aproximarse al de la empresa privada, esto es, dirigido a la maximización y optimización de beneficios. Todo ello, como defendía FRIEDMAN, alcanza también a los sistemas jurídicos. Se ha producido una “economización de lo social” y todo se mide desde parámetros económicos de eficacia y eficiencia.
La sociedad moderna fue caminando hacia una enorme complejidad social, desencanto, reducción o minimización de las políticas sociales, crisis, una sobrevaloración del consumo, las masas, la emergencia de la industria de la cultura, el culto a lo efímero, a lo estético -también en el mundo jurídico-, surgiendo lo que Lipovetsky denominó como la era “del vacio”, o si cabe de lo cosmético y nihilista, más desigualdad, una excesiva información alguna contrastada, la mayoría no, a través de la red, del internet, de los espacios virtuales; una sociedad desnortada, en la que se ha sobrevalorado la exposición de la vida en las redes sociales, perdiendo el valor de la intimidad, e interesando la vida de los otros, que se nos muestra diariamente como el Show de Truman. Elementos todos ellos que retratan el desencanto postmoderno, y la consecuente melancolía, desconfianza hacia el otro- favoreciendo también un aumento de la criminalidad, más sofisticada- y germinando el fanatismo, la xenofobia, la islamofobia, la aporofobia, y un aplauso social -con un discurso de odio que crece- a una política criminal involucionista, que recupera, en sede penal, penas ya prácticamente restringidas (pena de muerte o cadena perpetua), se alargan las penas privativas de libertad, se restringen los beneficios penitenciarios, y se maximiza el ominipresente principio precautorio o de prevención maximalista. En este contexto la Justicia penal asume un rol protagónico, con un escenario diverso según se mire con gafas penales o con gafas procesal penal.
1. De la expansión del Derecho Penal y del Derecho Penal simbólico al modelo preventivo.
El retrato de la sociedad moderna ofrece dosis más que suficientes para arrastrar consigo mayor y más compleja criminalidad. Las respuestas se han endurecido globalmente, con un avance hacia el “más y más derecho penal” (con un rollizo Código Penal de máximos), empapando a la sociedad de una idea de que el derecho penal es la “aspirina” social, una suerte de “sanalotodo”. Y, sin embargo, se frustran cada vez más las expectativas de la ciudadanía, que ven más violencia, más delitos, más inseguridad, más miedo y más segregación. Y esto provoca una sociedad del miedo a la gente.
La respuesta política es la de más “control”; un control que la sociedad no solo acepta, sino que exige. Las patologías de la sociedad las hemos trasladado al modelo de Justicia penal. Surge lo que Garland denominó la cultura del control (especialmente del control del crimen), una cultura en la que el efecto expansivo del control es imparable e insaciable.
Esto alimenta el principio precautorio (if), por sí, que favorece las estrategias de “expulsión” y de “exclusión” y una política maximalista de seguridad ciudadana. Un derecho penal del enemigo, con una sublimación de la prevención y la seguridad, produciéndose adelantamientos a la punibilidad en el derecho material, ampliación de conceptos preventivos de vigilancia, deconstrucción de garantías, la difuminación de categorías jurídicas clásicas y la formación de un nuevo derecho de la seguridad, entre otras. Se emplea un discurso político de tolerancia zero, capaz de alimentar la política de etiquetas de monstruos (terrorista, reincidente, criminal de carrera, depravado sexual, pedófilo, etc), prevaleciendo la idea de mejor privar de libertad de por vida a un delincuente conocido, que arriesgar la vida o la propiedad de la víctima inocente.
Componentes todos ellos de una brutal expansión del derecho penal y del derecho penal simbólico –que se presenta como instrumento de protección de los bienes jurídicos económicos, no individuales sino colectivos, que pervierte el sistema de justicia penal, contribuyendo al engaño de la sociedad-, que ha generado la metamorfosis del Derecho Penal, convertido en Derecho Penal “gendarme”, un derecho penal de la seguridad, erosionándose el estado de derecho, pasando a convertirse en Estado de prevención, en el que se asiste a una palmaria trivialización de la libertad, con una sucesiva aprobación de normas en las que se suspenden derechos en aras de “la seguridad nacional” o el “orden público” . Es por ello que surgen los nuevos paradigmas: combate/guerra contra las drogas, combate/guerra contra el crimen organizado, combate/guerra contra el terrorismo, prototípicos todos ellos del nuevo concepto de política penal globalizado, generando un verdadero derecho penal bélico, pero –eso sí- se ofrecen con el efecto-“efectividad” a cualquier precio, propiciando unas consecuencias procesales altamente preocupantes, que son dirigen hacia una suerte de liquidación de algunos de los baluartes esenciales del proceso mismo.
En suma, el modelo penal del estado del bienestar, ultima ratio, garantista, ha dado paso a un modelo neopunitivista, ultrapunivista, prima ratio, limitante de derechos, reductor del proceso, inspirado en parámetros de la economía global y en el que el principio de subsidiariedad penal o de derecho penal mínimo, como apuntaba Ferrajoli, ha muerto.
Vivimos una verdadera “inflación” penal, un poder punitivo absoluto, nacional e internacional, una fascinación por el derecho penal, que justifica el castigo como necesidad, en especial para la víctima a la que se exhibe por su dolor, mediatizando la reacción, la fuerza y el castigo. Un momento palmario de deficit de legitimación democrática, en que la credibilidad en la justicia penal está bajo mínimos y en el que no podemos ser meros espectadores. Habrá que empezar a luchar contra el “imposibilismo” del cambio, trabajando para recuperar, por un lado, la confianza en quienes son los sujetos de tutela, los ciudadanos, así como las funciones y los límites del derecho penal.
2. Del modelo procesal garantista a su agonía. Una mudanza ¿hacia?
El retrato del derecho penal omnipresente y preventivo como posología adecuada para afrontar la complejidad social arrastra una enorme frustración en sede procesal. Las causas se multiplican, las dificultades en investigación y prueba se hacen palmarias, los macroprocesos se eternizan, la sofisticación delictiva emerge y se traslada de la enunciación del tipo penal a las dificultades probatorias que conlleva, la aparición del ciberespacio, nuevos protagonistas y reparto de funciones procesales, la incorporación de las víctimas, entre otros, viene a presentar un panorama mucho más complejo y asimétrico que el que se podía encontrar hace medio siglo.
El sistema jurídico procesal no solo sufre, sino que agoniza. Y cada vez más asistimos a un estado irrefrenablemente esquizofrénico de dos o más velocidades procesales, o lo que es lo mismo, la aplicación de un desigual tratamiento del derecho penal según quien sea o quienes sean los sujetos pasivos del proceso. Esta realidad lleva a las siguientes consecuencias:
1ª) En primer lugar, hemos asistido a una proliferación imparable de procesos penales. Las causas no solo se multiplican, sino incorporan enormes dosis de sofisticación. Esto requiere, por un lado, mayor capacitación de policías, fiscales y jueces, así como abogados. Y ha venido acompañado de sucesivas reformas procesales que tratan de adaptar los instrumentos de investigación, prueba y desarrollo procesal a la nueva realidad social que se vive.
2ª) En segundo lugar, hemos asistido a una prolija incorporación de manifestaciones del principio de oportunidad en el proceso penal, en muchos casos inspirados en el disvalor de la eficiencia. Y aquí el consentimiento va a tomar papel protagonista, como veremos.
3ª) En tercer lugar, se han incorporado instrumentos restaurativos, que, fundamentados en la restorative justice, han permitido incorporar la mediación penal y otros procedimientos restaurativos. Con ello se alteran las viejas estructuras procesales de la Justicia penal paradigmática, en cuanto propician acuerdos víctima-victimario con consecuencias procesales de abreviación procedimental, amén de condicionantes en las decisiones judiciales. El consentimiento de víctima y victimario juega un papel esencial.
Estamos asistiendo, indudablemente, a un periodo de mudanzas procesales, fruto de la exigencia propulsada desde la expansión del Derecho Penal. Las modificaciones legislativas se han sucedido y, con ellas, se ha producido una reformulación funcional de los protagonistas y de su manera de actuar. Y en esta mudanza cuyo destino no se ve todavía nítido, emerge el consentimiento tanto de los sujetos del proceso como de las víctimas, canalizado a través del reforzamiento del principio de oportunidad.
III. MÁS CONSENTIMIENTO EN EL PROCESO PENAL PARA “MENOS PROCESO”.
El pensamiento economicista de la globalización con el más y más derecho penal ha fomentado una farsa procesal, por cuanto el modelo, estéticamente perfecto, ha ido deviniendo en complejamente realizable primero, y después, irrealizable. La mirada economicista de la sociedad ha arrastrado consigo un modelo de Justicia más crudo, más desigual, más cosmético, más vacuo y más líquido. Algo que ha venido favorecido por una imparable actividad reformadora de los textos procesales que se dirigen al lema “la procedura debe avanzare velocemente”.
Precisamente, una de las más comunes medidas aceleratorias asumidas en los diversos cuerpos legales ha sido la de configurar procedimientos abreviados, rápidos, incluso inmediatos (estilo “justicia del mazo” americana), que permitan una solución eficiente del sistema. Se eliminan trámites y tiempos, etc.. Nada es bueno o malo salvo si se usa en demasía, de manera que si un proceso excesivamente largo puede negar la tutela efectiva, es indudable que un proceso excesivamente corto puede incurrir en lo mismo. E intrínsecamente vinculado a esta aceleración emerge un protagonista: el consentimiento.
En unos casos, se requiere solo del consentimiento del sujeto pasivo; en otros, se requiere el consentimiento del sujeto pasivo y de la víctima; en otros, solo de la víctima.
El sistema, aunque fuere por motivos economicista, vira hacia la persona, atribuyendo valor a su consentimiento respecto del modelo estático legalmente establecido, de manera que van a ser las normas procesales las que introduzcan progresivamente el valor del consentimiento en el proceso penal y la compensación que la participación oportuna de determinados sujetos en el mismo puede comportar respecto del modelo puro objetivamente considerado.
1. El consentimiento del sujeto pasivo del proceso. Razón de ser.
Frente a un falso consentimiento (confesión bajo tortura) propio del oscuro periodo inquisitorial, la confección del modelo estatal de justicia penal pasaba por el ejercicio del ius puniendi estatal sin demasiadas concesiones a la voluntad del sujeto pasivo del proceso; ello no era óbice a alguna situación excepcional, con mayor o menor grado de eficacia procesal. De este modo, paulatinamente los modelos procesales penales fueron incorporando manifestaciones de los principios de oportunidad y dispositivo, favoreciendo en muchos casos la intervención activa del sujeto pasivo. Por la larga trayectoria histórica, en los modelos jurídicos common law la mayor intervención de los sujetos fue menos traumática que en los sistemas jurídicos continentales.
Esto no es una cuestión baladí, ni es posible entender que tan solo se refiere a cuestiones procedimentales, sino que implica una transformación del modus operandi procesal, y con ello, de algunos de los principios, convertidos en derechos en los textos internacionales y en las constituciones. El debido proceso, el derecho de defensa, la prueba, derecho al recurso, etc, quedan afectados. Si se mira con criterio de la que fue la justicia paradigmática se producen vulneraciones de derechos fundamentales. Si la mirada es polisémica, se entiende que se está produciendo una “deconstrucción” del modelo procesal penal, en el que, aun manteniendo los cimientos o principios fundamentales, es la voluntad del sujeto pasivo -su libre consentimiento- lo que puede provocar la inaplicabilidad de otros. Se entiende justificado que la libertad, manifestada a través del consentimiento es preferente respecto de los derechos procesales, suponiendo la voluntad-consentimiento una posibilidad de renuncia de algunos de estos derechos.
Ante esta realidad surge el interrogante de determinar por qué esta mudanza procesal hacia un elemento en el sistema penal que históricamente no casaba adecuadamente con el diseño y los principios de la Justicia penal paradigmática.
El consentimiento del sujeto pasivo del proceso implica una adquisición de parte del espacio que anteriormente estaba destinado en exclusiva al Estado. La respuesta la hallamos en el contexto expuesto y en la necesidad de salir del diseño estatal, ineficaz e inoperante para dar cobijo a soluciones consensuadas. El reconocimiento de la eficacia procesal del consentimiento es el medio para introducir pactos, acuerdos o consensos en sede penal que palien la situación en la que se encuentra la Justicia penal neomoderna: reformas legislativas sucesivas, legislaciones de emergencia. Complejidad de las causas, macroprocesos, duración insoportable de los mismos, y una búsqueda economicista propia de los grandes disvalores de la sociedad actual, la eficacia y la eficiencia, que propugnan la búsqueda desesperada de medios, instrumentos, instituciones que permitan incorporar esa suerte de pragmatismo y de semilla de búsqueda de la eficiencia economicista de la sociedad de masas que vivimos, y, por ende, también en sede procesal. El envoltorio de todo ello, el principio de oportunidad en el proceso penal.
2. El consentimiento, principio de oportunidad y la conformidad.
La conformidad (consentimiento) del acusado, o una suerte de justicia negociada en la que intervienen el acusado y el acusador (Ministerio Público) con una aceptación de la pena a cambio de una posible reducción de la pena, con consecuencias procesales evidentes, terminación del proceso, sentencia consensuada, no práctica de prueba y un largo etcétera, es una manifestación del principio de oportunidad y del valor del consentimiento.
Son decisiones políticas las que han propulsado esta incorporación de la oportunidad, motivándose, por un lado, en una reducción de causas penales o su clara abreviación, amén de por la utilidad social o pública que el mismo conlleva. Este principio de oportunidad ha encontrado eco en diversas legislaciones procesales, siendo diversa la manera de su incorporación, empero su reconocimiento se encuentra. En EEUU destaca la vía del plea-bargaining americano entre acusación y defensa, declaración de culpabilidad del acusado a cambio de una reducción de cargos y de la pena; en Alemania, el Absprache, regulada en la StPO y viene a permitir que en los supuestos de escasa lesión social producida por el delito se pueda solicitar sobreseimiento por falta de interés público en la persecución penal. En Italia primero el patteggiamento, y posteriormente la applicazione della pena su richiesta delle parti, ofrecían esa justicia negociada penal, todo y que se viene sosteniendo que, en ciertos casos, y para evitar los efectos criminógenos de las penas cortas privativas de libertad, se pudiera oportunamente proceder a sustituir la pena privativa de libertad por otra (multa, por ejemplo); entre otros.
Con estas manifestaciones y muy especialmente la de la conformidad que implica consentimiento del acusado, se produce un equilibrio entre el principio de legalidad y el de oportunidad, otorgándole un valor privilegiado a la oportunidad. Y se justifica en la posible existencia de un interés contrapuesto al de la persecución penal y -diríase que- con un peso político mayor.
En esa evolución, no exenta de polémica, también se ha ubicado España, un país en el que se comenzó con manifestaciones de diversión y de probation, con influencia de los modelos anglosajones, que supusieron un enorme reflujo positivo también sobre el sujeto acusado-condenado. La permisibilidad de la sustitución de la pena privativa de libertad por otra, la suspensión de la pena, el posible indulto o la amnistía, el perdón del ofendido, la concesión de la libertad condicional por motivos laborales, culturales u ocupacionales, la incorporación paulatina pero cada vez más real de la “reparación”, y con ella la regulación de instrumentos restaurativos, entre ellos la mediación penal, para relajar la estricta aplicación de la legalidad penal y la permisibilidad de su modulación por ciertas conductas, actos e instituciones soportados en esa incorporación del principio de oportunidad regulado en la ley, han acompañado la conformidad y los acuerdos negociados en la justicia penal.
Así, en España, tras el escepticismo inicial, pese al texto de la LECRIM de 1882 (arts. 655 y 688), referida al procedimiento ordinario por delitos graves –aunque fuera meramente testimonial y nada práctico-, fue en la reforma de la LECRIM de 1988 cuando se incorpora la conformidad, tanto en el trámite de formulación del escrito de acusación, como la conformidad en el acto del juicio oral, incorporando la posibilidad igualmente del reconocimiento de hechos en la fase de investigación en el procedimiento abreviado.
Pese a las posibles objeciones que la introducción de una institución como la conformidad puede implicar en el seno de una cultura procesal asentada durante siglos en el principio de legalidad y oficialidad y con poco principio de oportunidad, debe destacarse que las bondades de la conformidad para el “sistema” en general (fiscales, jueces, acusados, abogados, presupuesto público, etc) han venido ineludiblemente favoreciendo un uso de la conformidad allende los límites legales, pese a su aparente oportunidad reglada, con la aquiescencia de todos los sujetos del proceso, en cuanto favorecidos por la institución. Se presenta como una premialità negoziata, un premio que el Estado otorga al imputado, consistente en la disminución de la pena y otras ventajas de carácter secundario, cuando el imputado, con su consentimiento, renuncia a ciertos derechos procesales, entre ellos la práctica de la prueba, favoreciendo la solución anticipada de la causa penal.
Su incorporación en los sistemas procesales es una realidad indiscutible y su imbricación en la Justicia procesal penal permite naturalizarla desde una mirada diversa.
3. El consentimiento de las víctimas. La Justicia restaurativa y la mediación.
Un componente diverso integra el paisaje actual de la Justicia Penal: la víctima. Y no se trata de afirmar que antes no había víctimas, que las había, sino que su papel había quedado relegado a un segundo plano en el proceso penal. El delito se entendía cometido contra el Estado y la sociedad, por lo que quien debía reaccionar era éste y no las víctimas directas. Se trataba con ello de paliar la venganza que propiciaría si se dejara en manos de las víctimas la reacción frente al delito; un avance en la conquista de la civilización. Lo penal era componente de lo público, controlado por el Estado, sin perjuicio de posibles reacciones de las personas ofendidas a través de cauces diversos y vías adecuadas para ello; pero, la reacción frente a aquellos hechos que se consideraban delitos era competencia del Estado.
Avanzada la segunda parte del Siglo XX, y ante la frustración y el desencanto de las víctimas ante la respuesta del Estado frente a los delitos, se fue gestando un movimiento que propugnaba el “redescubrimiento” de la víctima, apareciendo la Victimología, a partir de la cual se luchaba por extraer de la nada (vacío) legal a las víctimas, para hacerlas visibles en sede penal. En todo caso, no se trataba de defender la sustitución del ius puniendi del Estado por un ius puniendi de la víctima. Estas reivindicaciones propiciaron cambios. En algunos casos, por convencimiento de la situación, si bien en muchos casos han sido asumidas desde dos vertientes no tan positivas: por un lado, como vía de manipulación política, o bien como vía de manoseo de la globalización, dado que la intervención de las víctimas podía favorecer menos procesos (en número de causas), y menos proceso (permitiendo la finalización del proceso). En suma, la aparición de las víctimas en el proceso no se ha mostrado en absoluto neutra.
Por una u otra razón, es indudable que la mirada hacia las víctimas ha cambiado. No solo hacia las víctimas en general, sino también hacia determinadas víctimas más vulnerables.
Se les han reconocido derechos, se permite la adopción de medidas de separación de las víctimas respecto de testigos y partes del proceso penal, pueden dar opinión en el proceso, pueden intervenir en las salidas extraordinarias, acuerdos o pactos que se realicen en el proceso. Su consentimiento juega un papel en las consecuencias procesales que pueden producirse. Y así se ha reconocido no solo en los textos nacionales, sino en la agenda política supranacional.
Es en ese contexto cuando comienza a emerger una nueva estrella en el firmamento penal, que rompe esquemas, que deconstruye la mirada punitiva, empero también el modelo procesal y muy especialmente que genera una metamorfosis en torno a los protagonistas de la Justicia Penal: la mediación penal. Es una manifestación de la justicia restaurativa, una de las funciones del sistema penal en su conjunto, que se desarrolla a través de un procedimiento entre víctima y victimario, con la intervención de uno o varios mediadores que facilitan la comunicación entre ellos (en ocasiones es un equipo técnico), pudiendo propiciar un acuerdo que, incorporado al proceso, garantice la función de prevención general y la de prevención especial, en su caso.
La mediación es una institución que pone en valor lo que en la sociedad actual no se valora (por no medirse con parámetros de eficiencia), o lo que es lo mismo, puede mostrarse como algo “inútil” para el sistema penal. Ahora bien, como señala Nuccio ORDINE, en su obra “La utilidad de lo inútil”, hay que buscar también la utilidad de lo inútil, aquello, en suma, que, a pesar de no servir directamente a ningún propósito (podríamos añadir en la búsqueda de una efectividad, celeridad, reduccionismo procesal, etc), da sentido y valor humano a todo el resto. En este sentido, la mediación, “aparentemente inútil”, se muestra como una institución a la búsqueda de la dignidad de las personas (víctima-victimario), del respeto del otro, una mirada diversa del derecho penal y del proceso penal (de la mano y coordinados), de credibilidad en el ser humano, desde los fundamentos de la justicia restaurativa. Se presenta como una bocanada de aire en el espacio de ultrapunibilidad que vivimos. Abre la puerta a la comunicación, al diálogo, al reconocimiento del otro (bilateral), a la búsqueda de la integración, no disgregación, ofreciendo una mayor confianza en el sistema. Merece, cuanto menos, su consideración en esta sociedad descreída, con la economía como elemento inspirador, con falta de asideros, vacua, desmotivada y desilusionada.
Y lo que es indudable, la mediación penal pivota sobre el consentimiento, tanto para comenzar el procedimiento como para trabajar en el procedimiento de mediación, obviamente sin olvidar que cualquier acuerdo que se adopte requiere de consentimiento de víctima-victimario-abogados-juez y en su caso fiscal.
4. El valor del consentimiento en la prueba penal.
Expuestas anteriormente algunas manifestaciones del consentimiento en el proceso penal, amerita referirnos a las consecuencias procesales que aquél puede propiciar en el seno de la prueba penal. No podemos olvidar que la prueba como actividad procesal no solo es conveniente, sino necesaria, para desvirtuar la presunción de inocencia (art. 24.2 CE, art. 11.1 DUDH de 1948; art. 6 CEDH y LF de 1950, art. 14.2 PIDCP de 1966), de manera que el juzgador penal debe alcanzar la certeza de la culpabilidad del acusado para dictar sentencia condenatoria, y esa certeza debe ser resultado de las pruebas practicadas, de manera tal que la falta de pruebas o la insuficiencia de las mismas conlleva la absolución del acusado.
Será la ley la que deberá establecer en qué casos y bajo qué condiciones es posible alterar las bases probatorias en el proceso penal, y solo podrá hacerse cuando en el equilibro de derecho éste, el del proceso debido con prueba de cargo que desvirtúe la presunción de inocencia, deba ceder ante un derecho de igual o superior valor constitucional. Así, atendida la premisa básica, solo la ley podrá determinar si la manifestación del consentimiento puede efectivamente alterar las bases probatorias, las reglas de la prueba y la valoración del consentimiento en la consecuencia jurídico-penal y procesal-penal generalmente establecida. Resulta de interés, por tanto, analizar las diversas manifestaciones del consentimiento y sus consecuencias sobre la prueba.
1º) Valor del consentimiento prestado por el acusado en el reconocimiento de hechos –no de penas- (art. 779.1,5 LECRIM, en relación con el 801), en el procedimiento abreviado: El efecto que produce es, siempre que el juez no se oponga, la transformación del procedimiento abreviado en procedimiento para enjuiciamiento rápido de delitos (art. 800-801). Se produce una simplificación procedimental, un cambio de procedimiento, y posteriormente una formulación del escrito de acusación del Fiscal con conformidad del acusado. El proceso termina con sentencia de condena, pero con una reducción de la pena hasta un tercio, con posible suspensión de la ejecución o la sustitución de la pena por una privativa de libertad.
El consentimiento aquí es respecto de los hechos. Si se reconocen los hechos por el investigado estamos otorgando “valor probatorio” al mismo, dado que el objeto de la prueba son los hechos. Mantiene algunos componentes del interrogatorio de parte, obviamente también con sus diferencias. Si bien es cierto que ninguno constituye plena prueba (a diferencia de la vieja institución inquisitorial de la confesión del acusado), en el supuesto del reconocimiento tiene mayor eficacia procesal que en la declaración de aceptación de responsabilidad a que se refiere la LECRIM como medio probatorio. Y decimos que es más intensa porque el reconocimiento de hechos tiene una fuerza conductiva: 1) Art. 779.1.5°: reconocimiento-formulación de escrito de acusación del Fiscal con conformidad del acusado- incoación de diligencias urgentes- continuación vía arts. 800 y 801 LECRIM; 2) Art. 801.2: el juzgado de guardia controla la conformidad-dicta sentencia oral de conformidad con reducción de un tercio; 3) Es posible firmeza de la sentencia en el acto si el fiscal y las partes personadas manifiestan su voluntad de no recurrir.
El consentimiento en este caso tiene valor probatorio en cuanto es suficiente para enervar la presunción de inocencia. Un consentimiento que tiene premio (es lo que ORLANDI denomina premialità negoziata): rebaja de pena privativa de libertad, suspensión de la pena (art. 81.3) o de sustitución de la pena privativa de libertad por otra (art. 87.1.1.CP).
2º) Valor del consentimiento prestado en la conformidad del acusado (a través de su abogado) con el escrito de acusación (en el abreviado o en el enjuiciamiento rápido) o en el juicio oral (en el abreviado, enjuiciamiento rápido y Jurado): se eliminan todos los trámites, incluida la prueba, y siempre que el juez esté de acuerdo -puede no estarlo por error, negligencia u otra causa-, se dictará directamente sentencia de conformidad.
En este caso el consentimiento formulado a través de la conformidad en el juicio oral conduce a una verdadera negociación o bargaining, por lo que desaparece la actividad probatoria. Se determina ex lege que el consentimiento “niega” la necesidad de la prueba, bajo la supervisión del órgano jurisdiccional. A diferencia del reconocimiento anterior, aquí el consentimiento es para pactar una pena, no se refiere a los hechos. En suma, se produce un proceso penal sin prueba. Esto se justifica por el equilibrio de derechos. Es un derecho de la parte, reconocido y premiado legalmente, consentir una pena, evitando la continuación del proceso y con ello la necesidad de la práctica de la prueba. Un derecho que puede ejercitarse frente a otros derechos. Así, amén de ser la conformidad una institución “eficiente” para el sistema procesal, comporta beneficio para el sujeto pasivo del proceso, que manifiesta el consentimiento de la condena que se le propone, quedando en situación más ventajosa.
El ordenamiento jurídico permite que la libertad expresada a través del consentimiento -voluntad- prime sobre el derecho a la prueba, como garantía del proceso, le da valor superior. Su valor es de tal entidad que no puede ser cuestionado vía recurso, si bien debemos matizar que cabría recurso para plantear precisamente vicios en el consentimiento (violencia, intimidación), pero no puede impugnar por razones de fondo (art. 787.7, reformado por la LO 15/2003, de 25 de noviembre).
3º) Valor del consentimiento plasmado en un acuerdo de mediación: se elimina la prueba en el proceso penal. Ahora bien, para otorgar ese valor negatorio de la necesidad de prueba se requiere que quienes exteriorizan ese consentimiento, y muy especialmente la o las víctimas, tengan capacidad de discernir o, en su caso, la tengan integrada. Esto supone la necesidad de delimitar el ámbito subjetivo de la mediación, cuestionando el verdadero consentimiento exteriorizado por víctimas especialmente vulnerables, que requerirán colaboración o integración de su capacidad.
Con estos acuerdos se produce un consentimiento bilateral (reforzado por los abogados) en virtud de los cuales: si se está en fase de investigación puede procederse a archivar la causa o dictar auto de sobreseimiento, no continuando el juicio oral y, por ende, no habrá prueba. Si se produjere tras la formulación de acusación, el proceso penal quedaría interrumpido, y si hubiera acuerdo, en muchos ordenamientos, termina el proceso con sentencia de conformidad, con aquiescencia judicial. Estamos ante un supuesto más de renuncia de la prueba en el proceso, de modo que el consentimiento bilateral prevalece como derecho respecto del derecho a la prueba.
IV. CONCLUSIÓN.
En el modelo paradigmático de Justicia Penal que fue gestándose en la etapa de la modernidad no contemplaba el consentimiento como baluarte o componente integrador de su funcionamiento. Ajeno a los principios que vinieron fundamentando un modelo procesal garantizado en la norma y bajo la mirada de los tribunales de justicia, no casaba con manifestaciones oportunas de los sujetos y protagonistas del sistema procesal, que pudieren alterar el modus operandi procesal.
La metamorfosis social de las últimas décadas ha alterado no solo un paisaje sociológico del entorno en el que nos movemos, sino que ha frustrado algunos de los ejes del viejo paradigma de Justicia penal, y ha caminado hacia una transformación, mutación y hasta deconstrucción en algunos casos, de los mismos. La integración de la voluntad de los sujetos pasivos del proceso, la incorporación de las víctimas en numerosas instituciones procesales, bajo su propia voluntad, y la transformación de las maneras de actuar de los jueces, todo ello en las reformas incorporadas en las normas procesales, ha ido presentando un escenario muy proclive al consentimiento de quienes se hallan implicados en las causas penales. Ora por motivos economicistas y de eficiencia, ora por una necesidad ineludible de alterar los esquemas de comportamiento de quienes están afectos al proceso penal, favoreciendo la tutela efectiva penal y garantizando los fines del proceso penal, los viejos postulados de la necesidad, de la oficialidad, han ido dando paso a numerosas manifestaciones de oportunidad, incorporadas a las normas, que se nuclean en torno a la voluntad y su expresión en el consentimiento, no solo del investigado-acusado sino también de las víctimas. Reconocimiento de hechos, Absprache, conformidad, Plea Bargaining, mediación, son ya instituciones consolidadas. En ellas el protagonista es la voluntad.
Y esa voluntad altera las reglas y el orden de preferencia de los derechos. Se producen desde el consentimiento concesiones procesales e incluso garantistas como la renuncia de la prueba por un modelo más eficiente para todos y más beneficioso para las partes. En un entorno belicista y agresivo, en una sociedad compleja y desnortada, incorporar instituciones que permiten una mirada más cercana y más humana, recuerdan a la búsqueda de lo que Bauman denominaba la “retrotropía”, generando confianza entre las personas. El mundo sigue y los sistemas jurídicos se adaptan a la realidad cambiante, sin que por ello podamos advertir muestra alguna de oxímoron. Ciertamente, el derecho a la libertad de consentir, a expresar la voluntad, se superpone al derecho al debido proceso.
¿Es mejor o peor? ¿ es una contraditio in terminis? La respuesta es que nada es blanco o negro, cada vez más, la ductilidad, la re-construcción, la readaptación exige una suerte de “crisis”, y tras ella, como decía Nietzsche, encontraremos la posible aparición de “una estrella fugaz”.
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