Autor: Salvador Carrión Olmos (España): Profesor emérito de Derecho Civil. Universitat de València (EG). Correo electrónico: Salvador.carrion@uv.es
Resumen: Suele decirse que la familia goza de buena salud en España. Lo que la realidad social muestra no son «alternativas» a la familia (presupuesta la pluralidad de modelos familiares), sino al matrimonio. Las uniones de hecho, constituyen una realidad insoslayable, cuya incidencia sin embargo en lo que se refiere a la sucesión “mortis causa” deferida por testamento, deviene extraordinariamente recortada en el Código Civil por el juego del sistema de legítimas, afectado éste por una obsolescencia más que manifiesta. La comunicación pretende analizar esta cuestión en el marco del Código Civil y en el propio de los Derechos Civiles Autonómicos.
Palabras clave: sucesión testamentaria; uniones de hecho; sistema de legítimas.
Abstract: It is often said that family is in good health in Spain. What social reality shows is not «alternatives» to the family (presupposes the plurality of family models), but to marriage. The unions, in fact, constitute an unavoidable reality, whose incidence however in what refers to the succession “mortis causa” deferred by testament, becomes extraordinarily cut in the Civil Code by the game of the legitimate system, affected by an obsolescence more than manifest. The communication intends to analyze this issue in the framework of the Civil Code and in that of the Autonomous Civil Rights.
Key words: probate succession; fact unions; legitimate system.
Sumario:
I. El derecho de sucesiones en el Código Civil. Consideraciones preliminares.
II. La obsolescencia del régimen de legítimas.
1. Acentuación de los cambios sociales y económicos.
2. Mayor esperanza de vida.
3. Carencia de función familiar del patrimonio.
4. El nuevo modelo de relaciones entre padres e hijos.
5. Desheredación e indignidad para suceder.
III. Conviviente de hecho y sucesión testamentaria. Presupuestos previos.
1. Consideraciones preliminares.
2. El desplazamiento y sustitución de la idea de “compromiso” por la de “satisfacción” en las relaciones de pareja.
3. Un hecho innegable: la frecuencia en la iniciación de una nueva relación tras el divorcio o la separación.
4. Proyección de la Ley 15/2005 sobre la sucesión por causa de muerte en los supuestos de divorcio y de separación.
IV. Conviviente de hecho y sucesión testamentaria: el marco del Código Civil.
1. Incidencia de los Derechos civiles autonómicos.
2. La necesidad de contemplar al conviviente de hecho supérstite en el marco del Derecho de sucesiones del Código Civil.
3. La disposición por testamento a favor del conviviente. Criterios generales.
4. ¿Atisbos de solución en tanto no llegue la reforma?
A) Inexistencia de derechos sucesorios para el conviviente como punto de partida.
B) Las denominadas cláusulas compensatorias de la legítima: “cautelas socini” o “socinianas”.
C) Casuística.
D) ¿Un testamento integrado por legados?
Referencia: Rev. Boliv. de Derecho Nº 30, julio 2020, ISSN: 2070-8157, pp. 364-391.
Revista indexada en LATINDEX, ESCI (ISI-Thomson Reuters), CIRC, ANVUR, REDIB, REDALYC y MIAR; e incluida en Dialnet, RODERIC y Red de Bibliotecas Universitarias (REBIUN).
I. EL DERECHO DE SUCESIONES EN EL CÓDIGO CIVIL. CONSIDERACIONES PRELIMINARES.
Tema sobradamente manido, y convertido en lugar común, el de la necesidad y urgencia de una reforma del Derecho de sucesiones por causa de muerte en el Código Civil. No cabe detectar, desde luego, posición o postura alguna contraria. Las discrepancias o divergencias se constatan después, cuando admitida y aceptada esa premisa fundamental, se pretenden establecer las líneas o directrices básicas por las que debería discurrir dicha reforma.
Y es que si pasáramos revista al ya numeroso elenco de reformas acontecidas en el articulado de nuestro Código desde su promulgación en 1889, se impondría concluir que, excepción hecha (aun con las debidas matizaciones) de la llevada a cabo por la Ley 11/81, de 13 de mayo, y quizá asimismo (aunque en menor medida) por la Ley 41/2003, de protección patrimonial de las personas con discapacidad, ninguna de las restantes habría de incidir de modo sustancial en los criterios o directrices nucleares o básicos que, para la sucesión por causa de muerte, diseñara el legislador decimonónico.
La incidencia, pues, de la Ley 11/1981 sobre el sistema de legítimas no lo fue tanto “cualitativa” sino “cuantitativa”, aumentando el número de legitimarios. Mayor, (aunque asimismo limitado) habría de ser ese grado de incidencia en cuanto al régimen de la sucesión intestada, adelantando tímidamente la posición del cónyuge viudo por delante de los colaterales del premuerto, sin atreverse no obstante a situarlo por delante de los ascendientes.
II. LA OBSOLESCENCIA DEL RÉGIMEN DE LEGÍTIMAS.
Los cambios sociales y económicos acontecidos en nuestro país ya en los años anteriores a la entrada en vigor de la Constitución, y notoriamente acentuados con posterioridad, habrían de incidir con fuerza en el Derecho sucesorio del CC. De la mano de los cambios en el ámbito de la(s) familia(s), la obsolescencia e inadecuación a las nuevas realidades sociales del régimen de la sucesión por causa de muerte era corolario obligado.
Ninguna duda parece quepa en cuanto a la circunstancia de que, esa obsolescencia del régimen de legítimas, era ya manifiesta en 1981. Sin embargo, como se apuntó con anterioridad, la reforma en el marco del Derecho sucesorio no se abordó en profundidad, sino únicamente en la medida necesaria (en lo fundamental) para “albergar” la llevada a cabo en el régimen de la filiación, y mejorar (aunque no mucho) la posición del viudo/a en la sucesión intestada del cónyuge premuerto, adelantándolo a los colaterales, pero sin atreverse siquiera a colocarlo por delante de los ascendientes. De otra parte, en cuanto a la cuota legitimaria tampoco se le amplió, ni se cambió la naturaleza de su atribución (usufructo vitalicio). A razones bien distintas, obedecería la redacción dada entonces al párrafo segundo del art. 837, extendiendo el usufructo del viudo/a a la mitad de la herencia en un supuesto casi calificable, o sin casi, de laboratorio.
1. Acentuación de los cambios sociales y económicos:
Esos cambios sociales y económicos que ya era posible constatar al tiempo de las reformas legislativas de 1981, es innegable que habrían de acentuarse intensamente en el periodo posterior. La sociedad española actual es muy distinta de la existente a la entrada en vigor de la Constitución, y cabría decir sin temor al error que la profundidad de esos cambios sociales acontecidos en nuestro país no guarda del todo relación con el periodo de tiempo transcurrido: dicho de otra manera, la dimensión e intensidad de ese cambio excede con mucho los poco más de cuarenta y un años desde la vigencia de aquella. Sin duda se trata de un periodo dilatado, pero, a lo que creo, la celeridad en la transformación de la sociedad española lo ha sido aun en mayor grado. Muchos y diversos son los planos en que se manifiestan esas transformaciones, y que aquí obviamente no se pretende sino apuntar, renunciando además a cualquier propósito exhaustivo. Se trataría, pues, de intentar trazar simples pinceladas enunciativas sobre algunos de ellos, cuya incidencia en el régimen de legítimas y, en general, con espectro algo más amplio, en la regulación de la sucesión por causa de muerte en el Código civil, se ofrece difícilmente cuestionable.
2. Mayor esperanza de vida.
Es dato sobradamente constatado por las estadísticas que España figura entre los países del mundo con una mayor esperanza de vida de sus habitantes. Con todas las matizaciones que se quieran, consecuencia en gran medida de la crisis económica y financiera de 2008, el modelo del denominado “Estado de bienestar”, surgido con fuerza en Europa tras la segunda conflagración mundial, el modelo del Estado prestador de servicios, es el acogido por la CE (“Estado social y democrático de Derecho”), y una de cuyas columnas vertebrales es un sistema sanitario público eficaz y universal, y en consecuencia, protector de la totalidad de la población.
La incidencia de lo anterior sobre la elevación de la esperanza de vida de los ciudadanos se impone por evidente, y el consiguiente “desajuste” con la función misma de un sistema de legítimas como el todavía albergado en el Código no puede ser cuestionado.
La mayor longevidad de los padres implica que, frecuentemente, cuando la legítima se percibe por los hijos éstos, a su vez, han alcanzado una edad en la que una tal percepción se ofrece ya en buena medida carente de utilidad, o desde luego sensiblemente disminuida, dado que esa percepción llega con mucho retraso respecto a los periodos esenciales de estudio y formación del hijo, creación de una familia, empleo, etc. En definitiva, la legítima “llega tarde”, convirtiéndose así, en expresión coloquial del Prof. DÍEZ PICAZO, en un “souvenir”.
3. Carencia de función familiar del patrimonio.
La reforma del CC por la Ley 13/ 1983, de 24 de octubre, de reforma de aquél en materia de tutela, incidiría asimismo en el régimen de las legítimas a través de la reforma del instituto de la prodigalidad, que lejos de proteger ya las expectativas de los “herederos forzosos”, pasaría a serlo del derecho de alimentos.
El régimen de legítimas subsistía intacto, pero con una caída más que importante en cuanto a sus dispositivos de protección, puesto que en el caso de que los familiares a que se refiere el precepto no existan, o existiendo, no tengan derecho a alimentos (arts. 142 y ss. CC), cada uno es libre de gastar, o malgastar, cuanto le venga en gana. La cuestión entonces, como se acaba de apuntar, en cuanto a la protección de las legítimas no puede menos de plantearse en toda su crudeza: ¿cómo armonizar el juego de la figura de la prodigalidad en ese su diseño de 1983, y vigente en la actualidad, con la normativa protectora de las legítimas a través de la figura de reducción de donaciones por inoficiosidad? En la hipótesis de que ese sujeto malgastador, pero carente de esos familiares o que, aun teniéndolos, no tengan derecho a alimentos, no haya hecho donaciones, sino que simplemente haya sido un manirroto, ¿cómo se protegerán las legítimas de sus hijos o descendientes? En la hipótesis contraria, cuando ese sujeto manirroto sí haya hecho donaciones a terceros que, luego, resulte que no quepan en el tercio libre, se impondría concluir que, en el plano teórico (más desde luego que en el práctico) cabría, en su caso, el ejercicio de la acción de reducción de aquellas. Tal planteamiento no puede menos de presentarse artificial y casi impracticable en un plano real.
4. El nuevo modelo de relaciones entre padres e hijos.
Es más que evidente que el modo de relacionarse los/las padres/madres con sus hijos/as ha cambiado sustancialmente respecto del imperante no hace muchos años atrás, incluso aun después de la entrada en vigor de la Constitución. No se trata únicamente del ya manido, por tantas veces aludido, “derrumbamiento” de ese modelo de familia patriarcal que el CC heredó del Code napoleónico de 1804.
Las crisis intergeneracionales tan de nuestros días, la implantación de lo que se ha venido a denominar “familias de diverso talante” han puesto el acento en el individualismo, y en la satisfacción de las necesidades de la persona, dejando (como inevitable consecuencia) un gran vacío en el ámbito de las relaciones de la propia familia, cuando se trata de generaciones distintas.
Formas diferentes de entender la vida, juntamente con la transformación de los principios éticos y morales, constituyen una fuente inagotable de problemas entre miembros de una misma familia que pertenece a diversas generaciones. En el marco de la amplísima tipología de conflictos que se generan destacan, quizá, en cuanto afecta al tema de la presente comunicación, los problemas de relación entre padres e hijos mayores convivientes en el mismo domicilio, y que pueden derivar en situaciones graves de violencia psíquica o física.
Dejando ahora al margen la posibilidad de que tales situaciones de violencia quepa reconducirlas, en su caso, al ámbito de la desheredación, o de la indignidad para suceder, entiendo que la puesta en cuestión de la legítima (en cuanto atribución patrimonial necesariamente destinada a hijos o descendientes) cabría asimismo mantenerla incluso desde una óptica sensiblemente menor, y desde un punto de vista de justicia material, por cuanto se refiere al grado de reproche de la conducta de su hipotético beneficiario.
¿Acaso costaría trabajo imaginar supuestos en que la conducta del/a hijo/a, aun sin estar incursa en una causa de desheredación o de indignidad, tampoco merezca por su comportamiento percibir nada menos que dos tercios del caudal hereditario de sus progenitores? En el caso del hijo único, a su vez carente de descendencia, el testador carece de cualquier margen de maniobra para reducir esa cuantía, inexorable, de los 2/3.
De existir descendientes de grado ulterior, ese margen de maniobra aumentaría indudablemente, por cuanto, como es sabido, el tercio de mejora en su totalidad, o parte del mismo, cabría que fuere destinado por el abuelo al/los nieto/s, además, en su caso, del tercio de libre disposición, pero, con todo, una tercera parte del caudal iría a parar necesariamente a ese hijo que, quizá, por su indiferencia o frialdad, no se haya hecho merecedor de aquella.
Al padre/madre les ha faltado el “calor” del/a hijo/a. No se han sentido “arropados” por él/ella en esos momentos últimos de su vida, de decrepitud y pérdida de fuerzas. Algunas visitas periódicas, sí, en casa, o en la residencia, algunas llamadas telefónicas, unas y otras espaciadas en el tiempo, y quizá también encajables en puridad más en un gesto de cortesía (detectado con tristeza por el progenitor), que en una relación de afecto calificable y percibido como tal por aquél. ¿También en tales casos resulta lógico que, por imperativo de un régimen normativo desfasado, dos terceras partes del caudal hereditario deban ir a parar, necesariamente, a ese hijo/a? ¿Podría acaso entenderse que la respuesta normativa podría venir por el cauce de la desheredación por maltrato psicológico? ¿Acaso no se ofrece harto difícil tratar de trazar una línea divisoria, nítida y segura, entre una conducta similar a la que se acaba de describir y aquella otra encajable sin dificultad en el párrafo segundo del art. 853 CC a la luz de la más reciente jurisprudencia?
5. Desheredación e indignidad para suceder.
Es evidente que la solución a la obsolescencia, e incluso (me atrevería a decir) injusticia misma de la percepción de la legítima de descendientes en casos concretos, no pasa desde luego, únicamente, por el juego de las figuras de la desheredación, y aun menor medida de la de la indignidad para suceder, sino por una reforma en profundidad del régimen de aquéllas. Una reforma que, a lo que creo, debiera bascular sobre dos criterios principales: de un parte, reducir sensiblemente sus cuantías (en lo que afecta a las legítimas de descendientes y ascendientes); mejorar (también sensiblemente) la posición del cónyuge supérstite en cuanto legitimario (sin perjuicio, claro es, de anteponerlo a los ascendientes en la sucesión intestada); y de otra parte, supuesta la subsistencia del régimen de legítimas, dar entrada en él a nuevos legitimarios (conviviente de hecho), siquiera este último aserto constituiría más bien una simple hipótesis de trabajo, dado que su análisis a fondo correspondería enmarcarlo en un ámbito mucho más amplio, y que indudablemente iría más allá del ámbito de las legítimas: el de los derechos sucesorios del conviviente de hecho, planteamiento este que hace tiempo ha venido resuelto en el marco de los Derechos civiles autonómicos.
III. CONVIVIENTE DE HECHO Y SUCESIÓN TESTAMENTARIA. PRESUPUESTOS PREVIOS.
1. Consideraciones preliminares:
La importancia de la unión de hecho en la realidad social española actual es incontestable.
Los datos estadísticos vendrían sobradamente a corroborarlo. Un buen dato a favor de lo que se acaba de decir es la progresiva sustitución del término “matrimonio” (ya casi desaparecido) por el de “pareja” en los medios de comunicación. Obviamente, el matrimonio es también “pareja”, pero sin duda el empleo del término “pareja” presenta la utilidad de “abarcar” situaciones de convivencia no matrimoniales, tan frecuentes por lo demás, pese a que cualitativamente se trate de realidades bien distintas desde el ángulo normativo. En ocasiones incluso la utilización del término “pareja” responde a un loable deseo de estricto respeto a la intimidad del sujeto, por ejemplo, entrevistado en un medio de comunicación. Desde la perspectiva sociológica, son muchos los que afirman que “no es la familia la que está en crisis, sino el matrimonio”, las alternativas (se añade) no lo son, pues, a la/s familia/sino a la unión matrimonial. Y, con tal hilo argumental, se concluye por algunos (en un aserto más que discutible) que la familia en nuestro país “goza de buena salud”.
2. El desplazamiento y sustitución de la idea de “compromiso” por la de “satisfacción” en las relaciones de pareja.
Es de todo punto evidente que el incremento cuantitativo de las uniones de hecho descansa sobre premisas fácilmente detectables: la primera, y a lo que creo fundamental, el desplazamiento y sustitución de la idea misma de “compromiso” por la de “satisfacción” en la relación. Actualmente, en nuestra sociedad, la mayoría de las personas no entienden, ni conciben, la vida de pareja sino como una vía o cauce de acercamiento a una situación de felicidad personal. La relación de pareja tendrá sentido, pues, en tanto en cuanto los sujetos que la componen se sientan satisfechos con esa relación.
Esta premisa a la que se acaba de hacer referencia, está en la base misma de los importantes cambios acaecidos en nuestra legislación matrimonial en los últimos años. Ya a poco de la entrada en vigor de la reforma del CC por la ley 30/81, progresivamente, se fue abriendo paso en la jurisprudencia la desaparición de la “affectio maritalis” como causa de divorcio y de separación, lo que habría de constituir el antecedente inmediato y directo de la reforma de 2005.
Cuando ambos cónyuges, o uno de ellos, consideran (considere) que la relación ha dejado de ser satisfactoria, la posibilidad de disolver el vínculo está abierta por completo. La operatividad así, en el plano de la legislación ordinaria, del principio del libre desarrollo de la personalidad (art.10.1 CE) se manifiesta así con toda su fuerza. Pero la profundidad misma del cambio legislativo no puede por menos que incidir, como efecto reflejo pero inexorable en otros preceptos del Código, asimismo básicos de la legislación matrimonial, y que a partir de ese cambio, necesariamente han de ser entendidos de otra manera (art. 45.1).
¿Qué es lo que ha ocurrido, al margen del enfoque estrictamente jurídico de la cuestión?: el desplazamiento de esa idea de “compromiso” por la de “satisfacción personal” de cada uno de los miembros de la unión. Esta pasa a descansar ahora en la existencia, y permanencia en el tiempo, de esa “satisfacción”, desaparecida la cual la unión misma carece de razón de ser. La plasmación de lo anterior a nivel legislativo en el Código correspondería al legislador de 2005.
Partiéndose de tal premisa, una consecuencia se impondrá asimismo y, desde luego, con un rigor lógico más que aplastante: los mismos vocablos “crisis matrimonial”, “patología del matrimonio”, y similares, carecen de sentido. La disolución por divorcio, y obviamente, aun menos la separación, no son, no deben, no pueden ser enfocadas como acontecimientos traumáticos, sino como acaecimientos normales, habituales, y no traumáticos, en la vida de pareja (sea esta matrimonial o no), y que en consecuencia resultaría erróneo someter a análisis desde un ángulo de negatividad o de reproche.
En estrecha relación con lo anterior, la segunda de las premisas viene constituida por el más que considerable aumento de familias “reconstruidas, reconstituidas, o recompuestas”, integradas por miembros provenientes de uniones anteriores, y, que, en gran número de casos, aportan a esa nueva unión hijos procedentes de esas uniones. Es más que patente la existencia de una relación “causa-efecto” entre, de una parte, la proliferación de los supuestos de “crisis matrimonial” (con la excepción de la nulidad, supuesto de menor frecuencia) y, de otra, el incremento como tipo o modelo familiar de las llamadas “familias recompuestas”.
3. Un hecho innegable: la frecuencia en la iniciación de una nueva relación tras el divorcio o la separación.
Un elevado porcentaje de personas, tras el divorcio o la separación, se relacionan con otras, bien sea de modo estable u ocasional. E incluso se casan de nuevo. Pero a lo que aquí importa, se trataría de subrayar la indudable incidencia que puede y suele tener en orden a la constitución de una pareja de hecho la existencia de una situación de divorcio/separación previos.
4. Proyección de la Ley 15/2005 sobre la sucesión por causa de muerte en los supuestos de divorcio y de separación.
La reforma de 2005 sin duda merecería el calificativo de “clarificadora” en lo que se refiere al régimen de la sucesión por causa de muerte entre divorciados o separados, en cuanto extingue recíprocamente los llamamientos respectivos, no solo en el marco de la sucesión intestada sino también en lo atinente a la cuota legitimaria. El divorciado, y asimismo el separado legalmente o de hecho, carece de derecho alguno en la sucesión mortis causa del premuerto, y el legislador no ha limitado esa absoluta exclusión a los supuestos de disolución por divorcio, lo que no puede menos de resultar enteramente lógico, sino también en los de separación judicial o de hecho, en los que la persistencia “formal” del vínculo viene neutralizada (a los efectos que aquí importan) por la carencia de affectio maritalis.
IV. CONVIVIENTE DE HECHO Y SUCESIÓN TESTAMENTARIA: EL MARCO DEL CÓDIGO CIVIL.
1. Incidencia de los Derechos civiles autonómicos.
Es de sobra conocido que algunos ordenamientos jurídicos de Comunidades Autónomas con competencia en Derecho civil han regulado las uniones de hecho, atribuyendo a los miembros de aquéllas derechos sucesorios en la sucesión del otro miembro de la pareja. En este sentido, Cataluña, Galicia, Navarra, y, en menor medida, Baleares, llegan a equiparar, por cuanto a efectos sucesorios se refiere, a los miembros de las uniones de hecho con los cónyuges.
2. La necesidad de contemplar al conviviente de hecho supérstite en el marco del Derecho de sucesiones del Código Civil.
El ordenamiento jurídico estatal no reconoce derecho sucesorio alguno a los miembros de la unión de hecho. Esto es incontestable. Pero no lo es menos que se trata, sin duda, de una situación normativa ciertamente anómala, y lo es porque no se adecúa a una realidad social palmaria.
La necesidad y urgencia a que se ha hecho referencia resultan manifiestas desde una doble perspectiva: de un lado, el propio fenómeno socio-jurídico de las uniones de hecho, fenómeno que un legislador medianamente avisado no puede desconocer o ignorar; de otro, la flagrante contradicción e inconsecuencia que de suyo supone la existencia de distintas legislaciones civiles, CC y Derechos civiles autonómicos, con una diversidad de régimen jurídico en materia de la importancia y trascendencia de la sucesión mortis causa.
Cuestión distinta, aunque en estrechísima relación con la anterior, es la que se refiere al alcance y profundidad que, en una hipotética reforma del Código, debiera presentar ese reconocimiento de derechos sucesorios. La opción por una total equiparación de la unión de hecho al matrimonio en cuanto al régimen de la sucesión por causa de muerte, mírese como se mire, no puede menos de traducirse en una desvalorización de la unión matrimonial, no ya solo como realidad social (que también), sino como institución (lo que desde la perspectiva constitucional resulta más que dudoso). Es de sobra conocida la jurisprudencia del máximo intérprete de la Constitución, subrayando que el matrimonio y la unión de hecho no constituyen realidades equivalentes, y poniendo de relieve el significado institucional del primero (con apoyo y fundamento en el art. 32.1 CE), y del que (a contrario) carece la segunda.
Que la realidad social española actual no es desde luego la existente al tiempo de la entrada en vigor de la Constitución, es un aserto que por evidente no precisa demostración, pero el texto fundamental dice lo que dice, y, en consecuencia, hay que estar a él.
Cabría desde luego reformar el texto constitucional, y, en concreto, el art. 32 del mismo en todo su contenido, precepto éste cuya reforma queda fuera del procedimiento agravado.
Cabría asimismo proceder a la reforma del Código en materia de Derecho sucesorio (en cuyo marco, una sensible reducción de la cuantía de las legítimas parece se imponga como evidente), pero mientras ello no acontezca, el planteamiento normativo es claro: el Código civil no reconoce derecho sucesorio alguno a los miembros de la unión de hecho.
3. La disposición por testamento a favor del conviviente. Criterios generales.
Lógicamente, la pauta la marca el art. 763 CC. La circunstancia decisiva es que se tengan, o no, herederos forzosos. Si se carece de ellos (descendientes o ascendientes), art. 763.1, el testador podría disponer “de todos sus bienes o de parte de ellos” a favor del conviviente.
Si los hubiere, y más concretamente, los legitimarios fueren hijos o descendientes del testador (supuesto este que será el más frecuente), la cortapisa de las dos terceras partes del caudal se erige como “muralla difícilmente franqueable” para éste. Necesariamente, sus propósitos de favorecer al conviviente habrán de reconducirse al llamado “tercio de libre disposición”, cabría entonces instituirle heredero en una tercera parte de la herencia, o asimismo, la ordenación de legados en su favor que quepa “reconducir” al tercio libre, y que no sobrepasen su importe, puesto que en la medida en que lo excediesen, procedería su reducción por inoficiosos. En cualquier caso, la vía testamentaría se ofrece como única e insoslayable, si de lo que se trata es de favorecer al conviviente, dada la inexistencia de llamamiento a favor de éste en el marco de la sucesión abintestato.
4. ¿Atisbos de solución en tanto no llegue la reforma?
Las dificultades que suscita, de un lado, el notorio incremento de las relaciones de pareja en las cuales uno de sus miembros, o los dos, tengan a su vez legitimarios (y consecuentemente vean extraordinariamente recortada su libertad para disponer “mortis causa”), junto a la inexistencia en el futuro legislativo inmediato de proyecto alguno de reforma del CC en materia de sucesión por causa de muerte, de otro, están indudablemente en la base de propuestas de lege ferenda encaminadas a la búsqueda de alternativas al problema, bien intencionadas desde luego, pero que sin embargo presentan notorias dificultades de encuadramiento en ese marco normativo del CC que es el todavía vigente, y al que hay que estar en consecuencia.
A) Inexistencia de derechos sucesorios para el conviviente como punto de partida.
Cualquier argumentación encaminada a poner de relieve la necesidad y urgencia de esa atribución de derechos; la inconsecuencia que conlleva la existencia de regímenes normativos tan diametralmente opuestos en esta materia y coexistentes todos ellos dentro del territorio del Estado; las consideraciones sobre el anacronismo y obsolescencia del régimen de legítimas, que, en su caso, puede constituir obstáculo insalvable para que el testador vea seriamente recortados sus propósitos de intentar favorecer a la persona que, con mucha frecuencia, ha compartido los últimos años de su vida, le ha dado su afecto, cuidados, atenciones, y todo ello quizá con una dimensión muy superior a la de los hijos del premuerto; todo ello, como digo, no puede hacerse sin partir del dato normativo, inexorable, de la inexistencia de esa atribución de derechos en el marco del CC.
Consecuentemente, las propuestas o sugerencias encaminadas a la búsqueda de soluciones nunca podrán ser hechas al margen de ese dato normativo, como si ese dato no existiera: el cónyuge supérstite (no separado legalmente o de hecho), tiene (precisamente por su calidad de tal) derechos sucesorios; derechos de los que carece el conviviente de hecho, también precisamente porque no es cónyuge.
Quiérese decir que, situados en esta perspectiva, el planteamiento de la cuestión presenta otra dimensión, que ya no es la estrictamente normativa, en cuanto que cualquier posible búsqueda de una solución, encaminada a favorecer al conviviente supérstite, habrá de contar con la voluntad de los legitimarios (sin más excepción que la disposición por testamento en su favor del llamado “tercio libre”). Nada se podrá hacer sin ellos. Con lo que, como digo, el problema se desplaza de alguna manera al ámbito de la autonomía privada. Sigue teniendo, desde luego, una dimensión normativa (como no podría ser de otro modo), pero mediatizada ya de alguna manera por esa voluntad, capaz sin duda de “condicionar” el resultado final, por cuanto las vías que el Código brinda al testador en orden a favorecer al máximo en su sucesión al cónyuge supérstite, en línea de principio, no lo son para el conviviente. El intento, entonces, de favorecer a éste último valiéndose el testador de esos cauces, exigirá indudablemente contar con la voluntad y aceptación por parte de los legitimarios. Esa diversidad de planos, como digo, resulta insoslayable.
B) Las denominadas cláusulas compensatorias de la legítima: cautelas socini o “socinianas”.
No procede desde luego detenerse aquí en qué sea la cautela, ni en el modus operandi de aquella, sobradamente conocido por lo demás, sino en el juego y operatividad que una cláusula del género pueda tener en el marco del Derecho sucesorio del Código, cuando el testador (que tenga hijos o descendientes) pretenda valerse de ella para favorecer lo más posible al conviviente de hecho.
Ante todo, importaría tener presente que el punto de partida se presenta ya por completo distinto: en el caso del cónyuge, lo más habitual será que el viudo/a y al que el testador pretende favorecer con la cláusula sea “madre” o “padre” del/de los legitimario/s que, en su caso, deberán sufrir el usufructo universal de todos los bienes del caudal. Obviamente, una tal circunstancia no quiere decir desde luego que por ello quepa presumir la existencia de relaciones cordiales, amistosas, o al menos, no enfrentadas, entre el viudo/a y los legitimarios a quienes el testador quiera gravar sus legítimas en provecho de aquél, pero sí al menos que la posibilidad de que esas relaciones cordiales existan se torna estadísticamente mucho más frecuente. ¿Es pensable entonces una oposición de los hijos comunes a una cláusula del género contenida en el testamento del padre/marido a favor de la esposa y madre?
La situación es claro que se ofrece distinta cuando el hipotético beneficiario de la cláusula sea el conviviente de hecho, y los legitimarios no sean hijos comunes, habidos con el conviviente, sino procedentes de una unión anterior del fallecido (la llamada “familia recompuesta”). Nada impide desde luego que, aun en tal caso, las relaciones entre el conviviente supérstite y los legitimarios (digamos, inmediatos) del testador sean cordiales y amistosas, e incluso que los legitimarios tengan constancia de haber contraído una deuda de gratitud con el conviviente por los cuidados, atenciones, y afecto, desplegados en su caso hacia el padre difunto a lo largo de toda su vida, y quizá incluso intensificados en el periodo inmediatamente anterior a su fallecimiento. Se trataría, pues, el conviviente de una persona que, simplemente, “hizo feliz” a su padre, a través de una relación de pareja que a los hijos les consta fue plenamente satisfactoria. Presupuesta entonces esa “anuencia” de los legitimarios, no habría inconveniente alguno para el juego de la cautela.
Pero una situación distinta a la anterior resulta igualmente posible, y frecuente. Situaciones de abandono de la familia por parte del padre/marido, mantenimiento durante el matrimonio de una relación extramatrimonial por parte de aquél, fuente de sufrimientos no solo para la esposa/sobreviviente, sino asimismo para los hijos .Desde una tal perspectiva, y por supuesto sin entrar en absoluto en juicios de culpabilidad, el conviviente supérstite posiblemente “sea visto” por los hijos como persona causante del fracaso matrimonial de sus padres, y, en tal caso, la posibilidad de que compartan la utilidad y conveniencia de una disposición testamentaria por la que lega a su pareja el usufructo universal ¡y vitalicio! de su herencia, todo ello con el consiguiente gravamen de sus legítimas, resulta cuanto menos improbable.
C) Casuística.
Sin abandonar el marco de la cautela, procede ahora referirse a alguno/s de los supuestos que esa “extensibilidad” de aquella a favor del conviviente supérstite pudiere plantear.
Ciertamente, el papel del llamado “tercio libre” por cuanto al juego de la cautela se refiere, no parece experimente variación alguna por el hecho de que aquella venga establecida a favor del cónyuge o del conviviente de hecho. Si se trata de favorecer al cónyuge, y los legitimarios no aceptaren, el testador podría atribuirlo íntegramente a éste, en pleno dominio, sin perjuicio de su cuota legitimaria. Y otro tanto ocurriría si, tratándose ahora del conviviente, hubiere asimismo oposición de los legitimarios. Carecería aquél de cuota legitimaria, obviamente, pero nada impediría que el tercio libre pudiere asimismo serle atribuido, también en pleno dominio.
La importancia, pues, del tercio libre en orden a las posibilidades con que cuenta el testador es más que patente en ambos casos, puesto que en los dos los legitimarios pueden verse privados de una tercera parte del caudal, de no estar de acuerdo con la cláusula testamentaria.
Lógicamente, la situación cambia sensiblemente en cuanto a los otros dos tercios (legítima “estricta” o “corta”, y mejora), que por su carácter imperativo reducen sensiblemente el margen de maniobra del testador.
Y es aquí donde el juego de la cautela se ofrecería diferenciado cuando de lo que se trate es de beneficiar con ella al conviviente supérstite, y ello sencillamente porque habrá que entender que, en el caso de que no todos los legitimarios, estuvieren de acuerdo en tal cláusula, a aquellos que no lo estén nada les corresponderá del tercio libre (aquí el ámbito de autonomía del testador, como se ha dicho) es total y pleno, pero la interrogante a plantear entonces es la de si procedería en tal caso se vieran perjudicados en cuanto al llamado “tercio de mejora” por el hecho de no aceptarla, cuando el testador se sirva de la figura para beneficiar al que no es cónyuge sino conviviente.
Y es que no se daría el presupuesto al cual digamos “se conecta el castigo”, presupuesto que no es otro sino el de que, pretendiéndose beneficiar al cónyuge, alguno/s legitimario/s no estén de acuerdo con el usufructo universal de su madre. El que la porción de aquél/los venga reducida entonces a la porción que por legítima estricta le/s corresponda, acreciendo además la parte que asimismo correspondiere en los tercios de mejora y libre disposición) a los legitimarios que sí lo estén, es procedente en cuanto se parte de ese supuesto básico, que no es otro sino el de la existencia de vínculo matrimonial (sin quiebra de la affectio maritalis al tiempo del fallecimiento del testador).
Pero es que, como se ha dicho, queda meridianamente claro que lo que se pretende es, mutatis mutandi, extender sin más el juego de la cautela para un supuesto cualitativamente diferenciado, cual es el de la existencia de vínculo matrimonial “operativo” (en cuanto no decaído, por la quiebra de la affectio maritalis). Y todo ello en el marco de un régimen sucesorio por causa de muerte, como lo es el todavía albergado en el CC, en el que no existe atribución alguna de derechos sucesorios a favor del conviviente de hecho.
Desde luego que no hay inconveniente alguno en admitir el juego y operatividad de la cláusula en el caso de existencia de buenas relaciones entre los descendientes y la pareja del testador, pero en tal caso la ausencia de obstáculo hay que verla, lisa y llanamente, en el juego de la autonomía privada (art.1255). Si los descendientes están de acuerdo y, obviamente, el conviviente supérstite también lo estará, aquellos respetarán el deseo del testador de atribuir a la pareja el usufructo universal sobre todos los bienes de la herencia.
Distinta se presentará la situación cuando esas buenas relaciones no existan, lo que lógicamente podrá deberse a causas de muy distinta naturaleza y alcance. “En tal caso -se arguye-, los descendientes que reclamen su legítima sin gravamen la percibirán, pero verán reducida su atribución a la legítima estricta que les corresponda, y la pareja del testador percibirá el usufructo del resto de la herencia o, como mínimo, el pleno dominio del tercio de libre disposición”.
La argumentación que se acaba de transcribir suscita dudas de calado. La primera es la referida a esa disyuntiva que se apunta: porque si se parte del supuesto en el que algunos descendientes reclaman su legítima sin gravamen, en tanto que otros aceptan el usufructo universal a favor del conviviente, ¿Cuándo procederá que la pareja del testador perciba el usufructo del resto de la herencia, y cuando por el contrario el pleno dominio del tercio libre? ¿Cuándo jugará ese “como mínimo”? ¿Quiérese decir que bastará que algunos (no todos) se opongan para que proceda la atribución al conviviente del tercio libre en pleno dominio? Éste es el planteamiento que creo correcto. Y lo creo, por cuanto la consecuencia sería idéntica a la prevista para el caso en el que la cautela venga establecida a favor del cónyuge supérstite: atribución a éste del tercio libre, privando del mismo a los descendientes, pero percibiendo estos sin gravamen alguno las dos terceras partes del caudal que les vienen conferidas por el Código.
La segunda de las dudas apuntadas tiene que ver con el otro término de la disyuntiva: si algún/os descendiente/s reclama/n su legítima sin gravamen, ¿podría el testador reducir entonces la atribución de aquellos a la legítima estricta que les corresponda?, ¿qué suerte correría en tal caso el llamado “tercio de mejora”?: la respuesta se impone por sí sola: la parte del tercio de mejora correspondiente a quienes reclamen su legítima sin gravamen acrecerá a los que sí estuvieren conformes, percibiendo la pareja del testador el usufructo del resto de la herencia, usufructo que en consecuencia recaería sobre la legítima estricta de quienes no reclamaron su legítima sin gravamen, y sobre la totalidad del tercio de mejora y de libre disposición.
No creo quepa aceptar este planteamiento. Privar de su participación en el tercio de la mejora a los disidentes, por la vía de ordenar el testador el acrecimiento de las porciones de aquéllos a los que sí aceptan la cláusula, implica innegablemente un efecto sancionador, punitivo desde luego, cuya operatividad y juego ha de venir circunscrito (a salvo, claro es, una reforma legislativa todavía no acontecida) al supuesto en el que el testador pretenda favorecer al cónyuge sobreviviente, y no en otro caso, Y ello, creo, por la misma naturaleza imperativa de las legítimas, tercio de mejora incluido desde luego, en cuanto destinado a hijos o descendientes de grado ulterior. A falta, pues, de acuerdo unánime, los disidentes habrán de ver respetada su participación en la mejora. El acrecimiento de las cuotas de aquellos a los que sí aceptaren la cláusula parece deba jugar únicamente cuando la cautela venga establecida a favor del cónyuge sobreviviente.
D) ¿Un testamento integrado por legados?
La distribución de toda la herencia en legados ya la tuvo en cuenta el legislador del Código en el art. 890, precepto que refleja asimismo la preocupación de aquél en lo atinente a las deudas y gravámenes de la herencia. Se trata de supuestos, como describía magistralmente el Prof. LACRUZ BERDEJO, en los cuales “la propia ordenación del causante se muestra dirigida a distribuir su patrimonio mediante asignaciones a título particular, de tal modo que ninguna de tales asignaciones puede interpretarse como institución de heredero”.
En esa búsqueda de cauces encaminados a lograr que el conviviente de hecho pueda resultar favorecido en el testamento del premuerto, se ha creído hallar asimismo una posibilidad en el otorgamiento de un testamento integrado por legados, testamento “que comprendería una cláusula para cada uno de los bienes inmuebles de la herencia y otra para el metálico, y en las que, respecto de cada bien, se legaría a la pareja del testador una tercera parte en pleno dominio, imputándola al tercio de libre disposición; dejando el pleno dominio de las dos terceras partes restantes a los herederos”.
Se trataría, pues, “de ordenar testamentariamente la constitución de condominios sobre todos y cada uno de los bienes que integran el caudal hereditario”. ¿Cuál sería entonces la potencial ventaja de tal disposición?: permitir al conviviente supérstite “disfrutar inmediatamente de una tercera parte del metálico”.
La apuntada posibilidad plantea una pluralidad de interrogantes, que surgen de inmediato de la propuesta misma a que se hace referencia, y que no agotan el problema: ¿una pluralidad de condominios, uno por cada uno de los bienes, puede considerarse un cauce adecuado jurídicamente para proteger al conviviente supérstite?; el legado a la pareja del testador (respecto de cada uno de los bienes) de una tercera parte en pleno dominio, y la necesaria e inevitable imputación (del valor de cada uno de esos tercios) al tercio libre, conduce necesariamente a concluir que, sumados sus valores respectivos, el resultado que arrojare esa suma no podrá exceder a su vez el que corresponda al tercio de libre disposición. La pregunta entonces surge como inevitable sería: ¿qué ventaja supondría para el conviviente una disposición testamentaria en tal sentido, frente a la mucho más simple de la atribución en su favor del tercio libre en pleno dominio?
Y, finalmente, la creación de esa pluralidad de situaciones de condominio (todas ellas incidentales), con la consiguiente complejidad de aquellas, abocadas antes o después al ejercicio de la acción de división, o a complejas operaciones de valoración de cada uno de los bienes, adjudicación a uno de los comuneros, con abono por éste del valor de su parte a cada uno de los restantes, ¿acaso no plantearía dudas en cuanto a su validez desde la propia óptica de intangibilidad de las legítimas?
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