La gratuidad como elemento esencial del contrato de comodato. El comodato en interés del comodante.

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1953

Autora: Isabel J. Rabanete Martínez, Profesora Asociada de Derecho Civil en la Universitat de València y Abogada. Correo electrónico: isabel.rabanete@uv.es

Resumen: El contrato de comodato es una figura poco estudiada por la doctrina y confundido por la jurisprudencia con otras figuras afines. Sin embargo, hoy día, la importancia de conservar intacto el patrimonio y de adquirir beneficios constantes derivados del mismo, ha provocado que el título gratuito haya cedido casi enteramente el puesto al título oneroso, favoreciéndose aquellos contratos que suponen algún ingreso en el activo, como es el contrato de comodato. Este estudio pretende determinar si estos contratos, en los cuales el comodante es parte interesada por el posible beneficio que pueda obtener, desvirtúan el concepto legal del comodato, y su esencial gratuidad.

Palabras clave: comodato; causa del contrato; gratuidad; onerosidad; comodato en interés del comodante.

Abstract: The commodatum contract is a figure little studied by doctrine and confused by jurisprudence with other related figures. However, today, the importance of preserving the heritage intact and of acquiring constant benefits derived from it, has caused that the free title has almost entirely ceded the position to the onerous title, favoring those contracts that suppose some income in the asset, such as it is the commodatum contract. This study aims to determine if these contracts, in which the borrower is an interested party due to the possible benefit that may be obtained, distort the legal concept of the commodatum, and its essential gratuitousness.

Key words: commodatum; cause of the contract; gratuity; onerousness; commodatum in the interest of the borrower.

Sumario:
I. Introducción.
II. Onerosidad y gratuidad.
1. Consideraciones previas.
2. Tesis subjetivas.
A) Crítica.
3. Tesis objetivas.
A) ¿Qué significa “equivalencia de prestaciones”?
4. La causa como criterio de distinción.
III. Onerosidad, gratuidad y causa.
1. La teoría de la causa.
A) Las doctrinas de la causa.
B) Qué sea la causa.
2. El art. 1.274 del Código Civil.
A) Unilateralidad como sinonimia de gratuidad: onerosidad, bilateralidad y sinalagmaticidad.
B) La causa de los contratos onerosos y la de los gratuitos.
3. Delimitación conceptual: onerosidad- gratuidad.
IV. La gratuidad como elemento esencial del contrato de comodato.
1. Antecedentes históricos.
2. Análisis del inciso segundo del art. 1.741 del Código Civil.
3. Comodato en interés del comodante.

Referencia: Rev. Boliv. de Derecho Nº 30, julio 2020, ISSN: 2070-8157, pp. 276-327.

Revista indexada en LATINDEX, ESCI (ISI-Thomson Reuters), CIRC, ANVUR, REDIB, REDALYC y MIAR; e incluida en Dialnet, RODERIC y Red de Bibliotecas Universitarias (REBIUN).

I. INTRODUCCIÓN.
El contrato de préstamo se halla regulado en nuestro Código Civil en el Libro IV del Título X, y contempla en conjunto el contrato de mutuo o simple préstamo y el contrato de comodato o préstamo de uso. El art. 1.740 CC, tras definir el contrato de comodato como una variedad de préstamo, establece que es el contrato en virtud del cual “una de las partes entrega a la otra alguna cosa no fungible para que use de ella por cierto tiempo y se la devuelva”, y añade que “el comodato es esencialmente gratuito”, reiterando esta característica en el siguiente precepto, al disponer que “si interviene algún emolumento que haya de pagar el que adquiere el uso, la convención deja de ser comodato”. De este modo, la gratuidad aparece como requisito esencial del contrato de comodato.

Su gratuidad ha llevado a la doctrina a considerarlo tradicionalmente como un contrato de favor, movido por motivos altruistas, y cuya función económico-social era la de ayuda mutua y recíproca colaboración. Si bien en sus orígenes fue este un contrato de contenido económico pobre, utilizado frecuentemente en el ámbito familiar o por personas vinculadas por relaciones de amistad; en la actualidad el comodato se ha convertido en el instrumento idóneo, no solo de los particulares que lo utilizan en ocasiones con objeto de minimizar de alguna manera los costes fijos derivados de determinados bienes, sino también de las entidades mercantiles que lo consideran, a veces, herramienta necesaria para la obtención de futuras contrataciones.

Y ello, porque hoy día, la importancia de conservar intacto el patrimonio y de adquirir beneficios constantes derivados del mismo, ha provocado que el título gratuito haya cedido casi enteramente el puesto al título oneroso, favoreciéndose aquellos contratos que suponen algún ingreso en el activo, a diferencia del negocio gratuito que, en principio, implica una disminución o pérdida de valor del patrimonio.

Así, es práctica generalizada, a fin de mantener la solvencia del patrimonio, optar por aquellas formas de contratación tendentes a obtener un cierto beneficio, de manera que el posible empobrecimiento que pueda derivarse de la estipulación de un determinado contrato se vea recompensado de alguna manera por la utilidad que pueda obtenerse del mismo. De hecho, es constante la estipulación de contratos de comodato que implican un cierto beneficio o utilidad para el comodante, así como aquéllos en los cuales se le imponen al comodatario ciertas obligaciones a modo de carga por la cesión del uso de un determinado bien.

Objeto principal de este estudio es determinar si estos contratos, olvidados por la doctrina y confundidos en la jurisprudencia, en los cuales el comodante es parte interesada por el posible beneficio que de él se derive, desvirtúan el concepto legal del comodato; y cuándo dejan de ser tales conmutando el carácter gratuito del contrato en oneroso, y mudando su naturaleza jurídica a la de otro contrato típico.

Ello dependerá, en gran medida, de lo que se entienda por contrato oneroso y por contrato gratuito. De modo que el estudio de la gratuidad como requisito esencial del comodato obliga, debido a la complejidad del tema, a partir de los conceptos de gratuidad y onerosidad. Por ello, la primera parte del estudio se centra en el análisis de dichos conceptos, no solo en atención al contrato de comodato, sino en general del acto jurídico.

Las conclusiones a las que se lleguen serán aplicadas al contrato que nos ocupa y se tomarán como base en la admisión de un comodato en interés del comodante.

II. ONEROSIDAD Y GRATUIDAD.

1. Consideraciones previas.

Pocos han sido los estudios y escasa la atención que han dedicado los juristas a la fijación de unos parámetros que marquen claramente la línea divisoria entre lo oneroso y lo gratuito. Es por ello importante especificar claramente cuando nos encontramos ante uno u otro tipo de acto, pues al ser el comodato un contrato esencialmente gratuito deberemos precisar exactamente cuándo un acto u obligación del comodatario puede o no convertir en oneroso el contrato que en su origen era gratuito, lo que implicaría un cambio en la figura contractual de que se trata.

La imprecisión terminológica de nuestro Código, que utiliza los vocablos liberalidad, gratuito y lucrativo indistintamente, hace más difícil la construcción de una definición para cada término, y por consiguiente la elaboración de un concepto de “negocio gratuito”. A pesar de que nuestro Código Civil utiliza estos términos en numerosas ocasiones, no existe en ninguno de nuestros textos legales una definición de lo que debamos entender por oneroso o gratuito, y ni siquiera encontramos unos criterios precisos que nos permitan llegar a una conclusión segura. La única referencia que ha servido de base a la doctrina para dar el concepto de contrato oneroso se encuentra en el art. 1.274 CC, que establece cual es la causa de los mismos en los contratos sinalagmáticos.

El Proyecto de 1851 definía el contrato gratuito en su art. 976 como aquél “por el cual una de las partes otorga a la otra un beneficio por pura liberalidad”. Nada decía del contrato oneroso, se limitaba a describir la causa de cada una de las obligaciones de las partes, dando por supuesto que se trata el oneroso de un contrato bilateral o sinalagmático.

No es pacífica la doctrina cuando se trata de hallar un criterio suficiente que distinga los actos a título oneroso de los actos a título gratuito; ni siquiera las definiciones proporcionadas por otros Códigos europeos han sido suficientes para evitar que la jurisprudencia de los países respectivos, y los más eminentes autores que se han ocupado de la materia, hayan podido ponerse de acuerdo en la búsqueda de aquellos criterios necesarios para basar en ellos la distinción. En nuestro derecho esta dificultad viene acrecida por la ausencia de todo criterio legislativo.

Lo cierto es que el acto oneroso o gratuito es siempre un acto patrimonial atributivo, y la clasificación interesa por los efectos concretos y prácticos que tiene, vinculado a la capacidad de las partes para el otorgamiento de los negocios, así como también la situación de los terceros frente a dichos negocios. Una cosa hay clara y unánimemente admitida por la doctrina: la distinción opera solo dentro de aquellas situaciones jurídicas con un contenido económico. Es decir, solo en aquellas relaciones jurídicas que implican la existencia de una atribución patrimonial cabe aplicar la distinción que nos ocupa. Pero, hay que tener en cuenta que la atribución patrimonial es una consecuencia, y que esta se deriva no solo de los contratos, sino que puede provenir también de un acto jurídico, de modo que el ámbito de aplicación de la distinción entre onerosidad y gratuidad se debe ceñir a las atribuciones patrimoniales, entendiendo por tales aquéllas que reúnan dos requisitos: que exista una relación cualquiera entre dos masas patrimoniales, y que esta relación entre las dos masas tenga un contenido económico.

2. Tesis subjetivas.

Si bien es difícil encontrar unanimidad en la doctrina, podemos escindir las opiniones de los autores en dos grandes grupos. Pueden incluirse en un primer grupo aquéllos que centran el criterio de distinción entre los actos a título oneroso y los a título gratuito en una serie de caracteres de tipo subjetivo. Así, algunos han optado por una tesis subjetiva, formada por la certeza de creer gratuito todo acto inspirado por la voluntad de preferir otro a sí mismo y oneroso el inspirado en un pensamiento interesado. Estas teorías señalan los criterios de distinción de los contratos onerosos o gratuitos dependiendo de la intención de las partes, con lo que si en un sujeto se dan las notas de liberalidad implicando un animus donandi, de forma que el acto se hizo desinteresadamente, es decir, solo en beneficio de una de las partes, estaremos ante un negocio a título gratuito. Esta tesis parte de la llamada por la doctrina francesa “teoría de los móviles”, según la cual la onerosidad o no de un contrato u acto dependerá del móvil que hubiera llevado a las partes a contratar.

JOSSERAND fue, indudablemente, el más ardiente defensor de la teoría subjetiva. Según este ilustre jurista, para que un acto sea concebido como gratuito, la primera de todas las condiciones, y casi la única, consiste en que proceda de una intención de liberalidad. Un acto a título gratuito es sinónimo de acto desinteresado.

Defensor de esta teoría en nuestra doctrina es, sin duda, SÁNCHEZ-BLANCO. Mantiene el autor que “el equilibrio del acto oneroso es solamente relativo; entre la prestación y la contraprestación no hay más que un equilibrio convencional de valor en un momento determinado según la apreciación subjetiva de las partes. Por consiguiente -añade- será preciso, en cualquier caso, averiguar si las partes han establecido o no entre las prestaciones ese equilibrio convencional de valor, con lo que desembocamos en un elemento intencional”. Esta doctrina, con unos u otros matices, gozó durante algún tiempo de gran prestigio y fue casi unánimemente aceptada y seguida por la doctrina francesa y alemana.

Una doctrina minoritaria, ha mantenido una posición intermedia afirmando que si bien el criterio objetivo es fundamental para calificar un negocio oneroso o gratuito, cuando por las características esenciales del acto o por las circunstancias que lo rodean aquel criterio resulte insuficiente, podrá también investigarse la intención de las partes, los móviles que los han llevado a contratar.

A) Crítica.

No obstante, y a pesar de las excelentes construcciones dogmáticas elaboradas por los autores que defendieron las tesis subjetivas, estas han sido puestas en duda por la mayoría de la doctrina, que afirma que es este un criterio insuficiente que intenta conceder carácter jurídico a elementos puramente interiores al sujeto. Y debe decirse que la crítica a las tesis subjetivas es razonable, sobre todo si partimos de la premisa de que la intención no es un criterio jurídico que permita diferenciar un negocio oneroso de uno gratuito, más bien puede ser considerado como un criterio moral quedando, por ello, fuera del ámbito de lo jurídico. Además, debemos tener en cuenta que, en muchas ocasiones, llegar a conocer la verdadera intención de las partes será tarea difícil, pues ello podría llevar a engaños y equivocaciones.

La distinción onerosidad-gratuidad no puede partir de criterios únicamente subjetivos, de forma que un contrato será oneroso o gratuito dependiendo de la voluntad intencional de las partes, de si el sujeto que llevó a cabo el acto gratuito lo hizo o no desinteresadamente.

Si partimos de la premisa de que no todo acto a título gratuito implica necesariamente un animus donandi, gran parte de los presupuestos que sustentan la teoría subjetiva carecen de fundamento.

En efecto, si partiésemos de este criterio distintivo caeríamos en el grave error de creer que todos los actos gratuitos se llevan a cabo bajo un evidente ánimo de liberalidad. Como bien sabemos, no todos los negocios a título gratuito implican un ánimo liberal por parte del sujeto que los realiza. Así, un contrato a título gratuito puede haber sido estipulado por un mero acto de liberalidad, si el que lo realiza lo hace solo en consideración del favorecido.

Sin embargo, puede darse el supuesto de que ese mismo contrato a título gratuito se haya realizado no solo en beneficio del favorecido, sino también en el propio beneficio del que lo realiza, adquiriendo el mismo una ventaja o utilidad del contrato. Así es, si admitiésemos la distinción en atención al criterio meramente intencional de las partes, de forma que fuese necesaria la existencia de un espíritu de liberalidad o animus donandi para entender gratuito un negocio, nos veríamos obligados a descartar como gratuitos todos aquellos contratos que, sin cumplir los requisitos necesarios para considerarlos onerosos, careciesen del ánimo liberal.

Importante ejemplo lo encontramos en el problema que se plantea con las donaciones con carga y con las donaciones remuneratorias. Los arts. 619 y 622 establecen respectivamente que es también donación “aquélla en que se impone al donatario un gravamen inferior al valor de lo donado” y “que las donaciones con causa onerosa se regirán por las reglas de los contratos y las remuneratorias por las disposiciones del presente título en la parte que excedan del valor del gravamen impuesto”. El Código no usa con mucha precisión los términos, ya que “donación con causa onerosa” parece una contradicción y la “donación remuneratoria” no lleva consigo un gravamen como parece indicar el precepto. La donación con carga es admitida por nuestro Código siempre y cuando esta no exceda el valor de lo donado, de modo que el criterio utilizado por el mismo es eminentemente objetivo, habrá que atender al valor económico de la carga y al valor del bien donado para saber si uno es mayor que el otro. En ambos supuestos se tiene presente el criterio objetivo para la inclusión o exclusión del acto dentro de la donación, de forma que los móviles que han impulsado al donante a llevar a cabo el acto son irrelevantes para ser calificado o no de donación.

Asimismo, no debemos olvidar la dificultad que plantea la prueba de la voluntad intencional a la hora de saber si efectivamente se tuvo o no ese ánimo liberal necesario para calificar un acto de gratuito. En muchas ocasiones será imposible llegar a conocer la verdadera intención de las partes, por lo que la mayoría de las veces dicha intención quedará fuera del ámbito jurídico. La admisión de la aplicación de las teorías subjetivas como único criterio distintivo entre los actos a título gratuito y oneroso, conduciría a una inseguridad jurídica constante, quedando al arbitrio del Juez conocedor de la causa el calificar de oneroso o gratuito el negocio.

De modo que, no obstante la importancia que en ocasiones pueden tener los motivos que han llevado a las partes a contratar, lo realmente relevante para el derecho es el equilibrio de las prestaciones objetivado, y no las exigencias subjetivas que han inducido a las partes a actuar un equilibrio en lugar de otro, puesto que tales exigencias quedan extrañas a la relación.

3. Tesis objetivas.

A pesar de la influencia que tuvo la teoría de los móviles, la mayoría de la doctrina defiende las llamadas “teorías objetivas”, admitiendo que la esencia de la distinción entre contratos a título oneroso y contratos a título gratuito reside en la existencia de un equivalente de la prestación que se realiza. Esta relación de equivalencia es la que excluiría el carácter gratuito de un acto convirtiéndolo en oneroso.

Los autores, sin embargo, se distancian al querer fijar qué deba entenderse por equivalencia, si la equivalencia entre las prestaciones debe ser económica, moral o tratarse de una equivalencia en el sacrificio de las partes. La teoría del equivalente moral no es más que un reconocimiento a las tesis subjetivas; bastará un simple interés moral de una de las partes para que desaparezca el carácter gratuito del acto y se transforme en oneroso, por lo que no es necesario reiterar lo antes dicho. Esta fue en realidad, la tesis defendida largo tiempo por la doctrina y jurisprudencia francesa.

La tesis más objetiva de todas ellas es la que defiende la equivalencia económica entre las prestaciones, exigiendo del equivalente que tenga un valor económico pecuniariamente apreciable. Es oneroso un acto si existe un equivalente pasado, presente o futuro del mismo. Según estos juristas para que un contrato sea oneroso deberá existir un sacrificio de ambas partes, pero este deberá ser económico y equivalente. Un acto será oneroso si el equivalente es económico y patrimonial, y gratuito si responde a un equivalente simplemente moral o no existe dicho equivalente. Este criterio económico fue formulado por PLANIOL, que afirmaba que el contrato es a título oneroso cuando cada una de las partes recibe alguna cosa de la otra, y es a título gratuito cuando una sola de las partes procura a la otra una ventaja sin recibir nada a cambio.

Otros autores, fieles a la tesis objetiva, parten de la equivalencia de sacrificios, de forma que para que un acto sea considerado oneroso se precisa la existencia de un equivalente entre los sacrificios de las prestaciones de las partes. Partidario de esta tesis es PRADA GONZÁLEZ, quien afirma que “el primer elemento moderador es que la equivalencia debe medirse, no entre prestaciones objetivamente consideradas, sino entre los sacrificios por ellas causados”. El equilibrio, según este autor, debe darse, no entre prestaciones, sino entre sacrificios: y debe buscarse en las concretas circunstancias de las partes entre las que se produce la atribución y el sacrificio que le sirve de equivalente.

A) ¿Qué significa “equivalencia de prestaciones”?

Según la mayoría de las tesis propuestas, tanto objetivas como subjetivas, los actos y contratos serán onerosos o gratuitos en función de la ventaja o beneficio que cada una de las partes obtiene, y siempre y cuando el beneficio o ventaja de una parte sea equivalente al sacrificio que sufre la otra parte. Sin embargo, el problema de estas afirmaciones se pone en evidencia cuando nos preguntamos qué debe entenderse por beneficio o ventaja, qué por equivalente y qué por equilibrio. Ni la doctrina ni la Jurisprudencia han matizado la distinción entre contrato oneroso y contrato gratuito hasta el punto de distinguir en cada una de las prestaciones qué es lo que hay de beneficio o ventaja para el que la recibe y de sacrificio para el que la cumple. Además, establecer los criterios que maticen y definan cuando dos prestaciones son equivalentes, dependerá, en la mayoría de los casos, de la decisión judicial.

Qué debemos entender por equivalente es algo que la doctrina ha puesto en duda en numerosas ocasiones. El problema es si entre las dos prestaciones o atribuciones patrimoniales debe existir una equivalencia en el sentido objetivo de la misma o, simplemente basta que sean equivalentes en el sentir de las partes puestas en relación; o si, por el contrario, no es necesaria una equivalencia, ni objetiva ni subjetiva, para entender oneroso un determinado contrato. Así, la equivalencia es entendida por la doctrina que defiende esta tesis de diversas formas, bien como una equivalencia subjetiva, bien como una equivalencia objetiva o económica. Sin embargo, las dificultades lógicas que surgen en torno al concepto de equivalencia son numerosas.

En primer lugar, es evidente que la equivalencia no puede entenderse como una relación de carácter subjetivo o psicológico que las partes deban considerar. Partir del equivalente moral o psicológico de los contratantes no parece ser la manera más idónea de advertir cuando un contrato es gratuito u oneroso. A poco que se reflexione, se comprende que lo que mueve a las partes a contratar o lo que cada una de ellas entienda por equivalente es diferente en uno u otro individuo. Por ejemplo, la consideración subjetiva de las partes de lo que se pague por una cosa, el precio de compra, los intereses por un préstamo, es diversa. De hecho, el sujeto que lleva a cabo un contrato oneroso, de forma que se produzca un intercambio de prestaciones, si decide realizar este cambio es porque la ventaja o beneficio, en su convencimiento, es superior o igual al sacrificio; porque de lo contrario, si tal convencimiento fuese el opuesto, el sujeto no actuaría de esta forma y, naturalmente, no estipularía una compra, un préstamo, un arrendamiento, que le perjudicase. Obviamente, aquí el concepto de ventaja, de beneficio o de sacrificio, no se refiere ni se mide con valores objetivos, sino meramente subjetivos, condicionado, la mayoría de las veces, a la necesidad del bien que se adquiere.

Afirmar que hay equivalencia de prestaciones, y por tanto negocio oneroso, cuando cada uno de los contratantes tiene un mismo interés en la prestación del otro obligado y cuando las prestaciones son equivalentes según la apreciación subjetiva de las partes, significa hacer depender la onerosidad o gratuidad de un negocio de la voluntad de las partes; y desconocer que en la valoración de un negocio, el ordenamiento jurídico pone el acento, no tanto en la apreciación subjetiva de las partes, sino en la relevancia jurídica de los intereses programados de los contratantes. El interés programado del negocio tiene una entidad objetivamente acertada, mientras que la voluntad de las partes se deduce indirectamente, del conjunto del acto o del negocio. La interpretación de la voluntad de las partes es necesaria para identificar los intereses que las partes han querido realizar; la indagación sobre la programación de los intereses sirve para resolver la causa del negocio y, por tanto, para calificar el negocio mismo.

En segundo lugar, tampoco parece factible la tesis que defiende la equivalencia objetiva de las prestaciones, de forma que un acto será oneroso o no dependiendo de si las comunes prestaciones de las partes tienen un valor económico igual o similar. De hecho, la valoración que se le dé a un determinado bien, dependerá, no solo del mercado, sino de la necesidad que se tenga de la cosa, del nivel económico que tenga cada persona. Hay personas que valoran de distinta manera la comodidad que para ellos significa servirse de una cosa, y por lo tanto, se ven movidas a contratar con diferentes precios y en diferentes condiciones, con lo cual si se siguiese un criterio eminentemente objetivo, no podría medirse la equivalencia de las prestaciones. Por ejemplo, en un préstamo de dinero (un mutuo) oneroso, los intereses que se le puedan imponer al mutuatario tendrán diverso valor, serán más altos o más bajos dependiendo de la necesidad que se tenga de adquirir el préstamo y dependiendo de la capacidad económica que tenga el sujeto que ha solicitado el préstamo. Es obvio que si el mutuatario es una persona solvente, cuya capacidad económica es alta, y necesita el préstamo para llevar a cabo la construcción de un centro comercial (pongamos como ejemplo), los intereses posiblemente le sean más asequibles que al ciudadano medio, que necesita un préstamo para comprar una vivienda, porque su capacidad económica no le permite adquirirla sin dicho préstamo. Aun si admitiésemos que se parte, en estos casos, de un criterio puramente objetivo, deberíamos tener en cuenta, en muchas ocasiones, la capacidad económica de cada sujeto, para apreciar o distinguir una verdadera y justa equivalencia, de forma que terminaríamos, una vez más, cayendo en la teoría de los criterios subjetivos.

Es verdaderamente difícil establecer qué deba entenderse por “equivalencia de prestaciones”, si esta equivalencia debe ser meramente objetiva o deben tenerse en cuenta los elementos subjetivos que subyacen en toda relación contractual. Cuando hablamos de criterios objetivos y de equivalencia de prestaciones se nos hace cuesta arriba establecer un concepto de equivalencia que pueda ayudar a fijar los parámetros necesarios para saber en todo momento si estamos ante una equivalencia o no. Así, y ante la dificultad que rodea todo intento de establecer un concepto de equivalencia, tanto objetivo como subjetivo, parece más factible negar la necesidad de equivalencia entre prestaciones como línea distintiva entre contratos onerosos y gratuitos.

Por tanto, no es necesario que para que un contrato sea oneroso las prestaciones deban ser económicamente equivalentes, que entre las prestaciones recíprocas exista una proporción económica, sea directa o indirecta, objetiva o simplemente presupuesta por las partes. Las atribuciones pueden ser de valor desigual, incluso alejadísimo, una de otra, y esto no solo sobre el plano objetivo, sino incluso sobre el plano de valoración individual de las partes, sin que por eso el negocio deje de ser oneroso. Pero, obviamente, podremos establecer un límite: serían los casos en los cuales la pretendida contraprestación sea absolutamente desproporcionada, donde la prestación o prestaciones de una parte sean irrisorias: en tal caso, podríamos hallarnos ante un contrato, no solo falto de equivalencia, sino que podría incluso faltar la interdependencia misma, por cuanto resulta icto oculi que la contrapartida es simplemente aparente y la contraprestación simulada.

En conclusión, cabría afirmar que para que un contrato sea oneroso no es necesario que las prestaciones sean equivalentes, ante todo porque esta equivalencia en la mayoría de los casos quedaría en manos del arbitrio judicial. Así, podemos preguntarnos: ¿debe ser necesariamente equivalente lo que A recibe de B a cambio de lo que le entregó para que causalmente el contrato sea oneroso? Evidentemente, no. El contrato será oneroso, la falta de equivalencia dará lugar a otras vías dentro de la relación contractual para propiciar el reequilibrio.

4. La causa como criterio de distinción.

No son pocos los autores que ponen la distinción entre onerosidad y gratuidad en relación directa con la causa de los contratos. Es la relación de causalidad entre dos prestaciones la que provoca que se produzca un contrato oneroso. Los juristas que siguen esta teoría exigen que entre la prestación que se considera y la ventaja o sacrificio que la convierte en onerosa, exista una relación causal. Así, la causa contractual, en cuanto representación de la función económica que está llamado a producir el contrato, no solo sería criterio de aplicación de una serie de normas, sino que se pondría de manifiesto en cuanto divide o clasifica a los contratos en onerosos y gratuitos

Esta teoría ha sido criticada por la doctrina que mantiene que la calificación oneroso-gratuito no puede hacerse atendiendo a la causa. Algunos autores niegan directamente que la onerosidad sea algo que afecte a la causa; otros dan un concepto tan amplio de onerosidad que forzosamente queda desligado de la causa; y otros, se aferran a la idea de la inexistencia de causa, afirmando que esta es inútil.

Respecto a nuestra doctrina, influenciada por la definición que el art. 1.274 CC da de la causa de los contratos onerosos, encontramos secuelas de una cierta intolerancia a la admisión de la distinción onerosidad-gratuidad en atención a la causa de los contratos.

Algunos autores mantienen que no se puede construir una teoría que distinga los contratos onerosos de los gratuitos tomando en consideración el art. 1.274 CC, porque, afirman, que lo que el precepto define es la relación sinalagmática, no el contrato oneroso. En este sentido, es interesante resaltar unas breves consideraciones que podrían, en principio, otorgar el calificativo de ciertas a estas teorías. Partir de la causa de los contratos, que define el precepto citado, para marcar la distinción entre lo oneroso y lo gratuito, puede plantear ciertas dificultades: así, se ha dicho que hay que tener en cuenta que el precepto que define la causa de los contratos onerosos y gratuitos está situado en sede de contratos, por lo que su ámbito debería restringirse a los contratos, y, por analogía, a los negocios jurídicos en general, pero no a los actos jurídicos no negociales de los que también pueda predicarse la onerosidad o gratuidad y en los cuales no juega en absoluto el concepto de causa.

Por tanto, si este precepto se entendiera como consagración legislativa de que la onerosidad o gratuidad es una consecuencia o modalidad de la causa de los contratos, nos veríamos obligados a llegar a una de estas dos consecuencias: bien a entender que el concepto de onerosidad es distinto en los negocios jurídicos que en los actos negociales, de forma que en los primeros la distinción se basase en la causa, y en los segundos la distinción respondiese a criterios distintos; o bien a entender que la onerosidad o gratuidad solo son predicables de los negocios jurídicos.

Se han hecho otras críticas a la fijación del concepto de onerosidad en estricta ligazón con el concepto de causa. Sin embargo, y a pesar de los posibles inconvenientes que puede plantear la fijación del concepto de onerosidad en relación con el concepto de causa, lo cierto es que, una valoración de la gratuidad u onerosidad no puede hacerse sino atendiendo a la causa. No podemos dudar que, en casi la totalidad de las categorías típicas o negocios típicos, la gratuidad y la onerosidad del negocio resulta de la naturaleza de su causa.

III. ONEROSIDAD, GRATUIDAD Y CAUSA.

El problema fundamental se haya en la interpretación de lo que sea la causa. La causa constituye la más caudalosa fuente de equívocos de toda la teoría del negocio jurídico y el punto de confluencia de las más numerosas y discrepantes discusiones doctrinales. No es este ni el momento ni el lugar idóneo para intentar esclarecerla, sino tan solo de exponer un modesto punto de vista que, de alguna manera, ayude a comprender mejor cuáles puedan ser los parámetros que, partiendo de la teoría de la causa, justifiquen la distinción entre contratos onerosos y contratos gratuitos. Ello, con el propósito de marcar las directrices que nos permitan saber, con mayor o menor certeza, si nos encontramos ante un contrato de comodato o ante otra figura afín.

1. La teoría de la causa.

A) Las doctrinas de la causa.

La teoría de la causa, en los últimos tiempos, se ha encontrado sometida a la acción de dos corrientes de sentido opuesto. La primera, conjuga la confluencia de factores psicológicos y morales y afirma que la causa es la razón o motivo decisivo que induce a negociar, el fin particular cuya consecuencia impulsa a realizar el negocio.

DOMAT, al que se le atribuyó la cualidad de creador de la doctrina de la causa, y a quien se hizo responsable por parte de la mayoría de los civilistas del mal giro que tomó la teoría de la causa, la definía como “un motivo justo y razonable”. La obligación de aquél que dona -afirma- tiene su fundamento en cualquier motivo razonable y justo, y este motivo puede hacer las veces de causa; por ejemplo, un servicio prestado al donante, cualquier mérito del donatario y, finalmente, el mero placer de realizar un bien. Sin embargo, CAPITANT, será el que consagre la clásica idea de que la intención, el propósito que ha llevado a las partes a contratar, es la causa del contrato. Construye su teoría afirmando que la causa en cada parte contratante es la voluntad de obtener la ejecución de la prestación, de forma que para que intervenga la causa, será necesario que se consiga el resultado querido por las partes.

Entre nosotros, defensor de la teoría subjetiva es SÁNCHEZ-BLANCO, en cuya obra, al tratar la onerosidad y la gratuidad, hace un recorrido por la teoría de la causa, admitiendo que la causa ha de ser buscada en la mente de los contratantes. Dice que la causa es “una necesidad lógica y psicológica, no ya del negocio jurídico, sino de todo acto humano… La causa final, necesaria en todo negocio, es la representación, en la mente del sujeto que quiere realizar una atribución, de un fin distinto de la atribución y ulterior a ella, que quiere y espera conseguir como consecuencia o efecto inmediato de la atribución negocial querida.

Es decir, el sujeto tiene la intención de conseguir un resultado y cree, acertada o equivocadamente, que ese resultado propuesto se producirá como efecto necesario de la atribución patrimonial. En consecuencia, quiere realizar la atribución como medio de obtener el fin propuesto. Por consiguiente, la representación del fin es la causa de la voluntad negocial, la causa del negocio” . Y, afirma rotundamente, que la causa radica en la intención y en los motivos del sujeto.

Una segunda corriente tiende a limitar el campo de acción de la causa bajo la influencia del factor económico que, por razones de seguridad jurídica, se inclina a una admisión extensa del negocio abstracto y a la que podríamos agregar un matiz objetivo diametralmente opuesto al carácter eminentemente subjetivo de las doctrinas que giran en torno de los factores psicológicos indicados. Son principalmente los autores italianos los que defienden el carácter objetivo de la causa. Pero, la teoría objetiva no está formada por una única idea de lo que sea la causa, sino que, al contrario, son muchas las posiciones adoptadas por los autores que la defienden. La causa, según estos juristas, es un elemento invariable para cada tipo de negocio, de modo que es inmutable, no pudiéndose celebrar un determinado contrato con una causa dependiendo de los motivos que han impulsado a las partes a contratar. Desde esta perspectiva, se entiende la causa como el fin práctico del negocio, como la razón económico-jurídica del negocio, como la función económico social del negocio o, incluso, como el efecto jurídico por el cual la voluntad se manifiesta.

Entre los autores que defienden estas teorías encontramos ideas y concepciones de la causa diversas, matizadas por cada autor, lo que ha provocado en la doctrina más reciente un confusionismo generalizado, llegando incluso a negar la existencia de la causa en los negocios jurídicos, defendiéndose las llamadas teorías “anticausalistas”, según las cuales la causa es algo perfectamente inútil.

La primera razón de confusión depende de la multiplicidad de sentidos que se le dan al término causa. Es este un término utilizado comúnmente en el lenguaje jurídico, pero del cual es difícil precisar su significado. De hecho, se habla de causa como “razón psíquica” determinante del acto; como “fuente de obligaciones”; como “tipo o categoría formal” de un determinado negocio; como modelo o esquema del negocio (causa finalis); como “causa de la disposición patrimonial”; como “función económico social”; y, como causa en sentido técnico, es decir, como “requisito del contrato”.

Se ha dudado incluso acerca de la unidad o pluralidad de causas negociales. Algunos autores distinguen tres tipos de causa; la causa de la obligación, la causa de la atribución y la causa del contrato. Otros diferencian entre causa del negocio y causa de la obligación.

También hay quien trata la causa, no solo como causa de la obligación, y causa del negocio, sino que además tiene en cuenta el objeto del negocio jurídico. Otros mantienen que la causa es un elemento de la obligación, y que no existirá contrato cuando la obligación que se establezca no tenga causa. Y otros hablan de dos tipos de causa: la objetiva (genérica o inmediata), y la subjetiva (concreta o mediata), afirmando en último extremo que la causa es la función económico social concreta querida por las partes contratantes, siendo, por tanto, parte de ella el motivo determinante incorporado; algo, pues, subjetivo-objetivo.

B) Qué sea la causa.

Para la validez de un contrato es necesaria, aparte de la voluntad concorde de las partes y de un objeto cierto, una causa, que el art. 1.261 CC eleva a requisito esencial de los contratos. La causa debemos buscarla en el negocio, es elemento intrínseco al negocio, inmanente, del cual el negocio viene individualizado. La causa es, por tanto, elemento objetivo, por medio del cual un determinado negocio se distingue de otro negocio.

Exactamente, se puede decir que la causa es función objetiva individualizadora de cada negocio. Es decir, que cada negocio tiene su propia causa.

Cuando alguien promete, dispone, acepta o renuncia, no lo hace simplemente por obligarse a algo, sino que lo hace por alguna razón, porque quiere comprar un bien, venderlo, donarlo, o darlo en préstamo. Todo acto jurídico tiene una finalidad. Todo negocio se lleva a cabo por unos intereses específicos. Siempre hay una razón práctica, motivada por ciertos intereses, que lleva al sujeto a realizar determinado acto. Así, por ejemplo, en la compraventa, la razón o causa del contrato es el cambio de la cosa por el precio (la persona que compra un bien, y paga un precio por ello, lógicamente lo hace esperando que a cambio del precio le sea entregado ese bien). La transmisión de la propiedad del bien y la obligación de pagar el precio son la una justificación de la otra: la primera justifica el desembolso de dinero del comprador, la segunda justifica el hecho de que el vendedor se deshaga de la propiedad de un bien. En todo negocio, analizando su contenido, se puede distinguir una reglamentación de intereses en las relaciones privadas, y concretada en ella una razón práctica típica inmanente a ella, una “causa”, un interés social a que aquélla responde.

La causa es la razón práctica del negocio, la función económico social que el negocio está destinado a cumplir. Y la función económico social es el “para qué” se realiza un negocio, es el “por qué” de ese negocio, la justificación del acto de la autonomía contractual. Desde luego, debemos entender la causa como “causa final”, como el fin que se pretende conseguir con el negocio. Según el carácter de la función económico social que informa su contenido, se pueden distinguir los contratos a título oneroso de los contratos a título gratuito.

Aquéllos que identifican la causa con el elemento subjetivo del negocio, bien con el consentimiento, bien con la voluntad y los motivos que han inducido a las partes a contratar, ponen en un mismo plano la causa del negocio y los motivos que han impulsado dicho negocio. Ello porque se confunden los motivos con la causa, de forma que para algunos autores la causa de un contrato es “un motivo justo y razonable”. Debe quedar presente que la causa es independiente de la voluntad de los contratantes, y es completamente distinta del motivo. La causa nada tiene que ver con los motivos. El motivo es un elemento subjetivo personal e independiente, que opera en el ánimo del contratante y que lo impulsa a concluir un contrato, pero que no trasciende a ese contrato, es la representación que obra en el ánimo de un determinado futuro contratante.

La causa debe ser considerada como elemento común de los contratantes, y no como elemento individual, como es el motivo. Los motivos que hayan llevado a las partes a contratar son, normalmente, diferentes. Cada parte contratante tendrá un interés diverso, y el fin que pretendan conseguir con la realización de lo convenido, evidentemente, será distinto. Los motivos son variables, no solo de sujeto a sujeto, sino de tiempo a tiempo en un mismo sujeto, y se hayan influenciados por factores externos que inducen a cada parte a hacer algo en un determinado momento. La causa, o es común en el negocio de dos o más partes, o aun siendo individual en el negocio de una sola parte ha sido dada a conocer a los destinatarios del negocio a fin de que sea aceptada por ellos con el negocio entero. La causa es el presupuesto objetivo del contrato, mientras que los motivos son las razones psicológicas que hayan podido impulsar a las partes a contratar, que son totalmente irrelevantes para el derecho. De hecho, el mismo Tribunal Supremo ha distinguido, en numerosas ocasiones, la causa de los motivos, reiterando el carácter objetivo de la misma, aunque también haya mantenido que si bien la causa debe ser entendida en su sentido objetivo, los motivos podrán tenerse en cuenta y llegar a tener repercusión jurídica cuando sean reconocidos y exteriorizados por los contratantes elevándolos a modo o condición.

Además, no se deben confundir los motivos con los fines que podríamos llamar “subjetivos”. Los sujetos, además de tener sus motivos, buscan, mediante un determinado negocio, la consecución de determinados fines subjetivos. Aunque una cosa sea el fin y otra el motivo, no cabe duda de que la consideración o representación del fin propuesto constituye el motivo que impulsa a la formación de la voluntad encaminada a conseguirlo.

Al igual que los motivos, esos fines subjetivos son, en principio, jurídicamente irrelevantes, y solo adquieren importancia para el Derecho

Se trata de saber por qué y para qué se ha realizado determinado negocio, y cuál es el fin que se persigue con ello, dejando a un lado todo aquello que no afecte a la consideración jurídica o caracterización del negocio, aquello que sean simples razones particulares de un contratante que no afecten al otro, que son los motivos.

2. El art. 1.274 del Código Civil.

El Código Civil español en el capítulo II del título II del libro IV, bajo la rúbrica “De la causa de los contratos”, intenta definir cuál sea la causa de los mismos. El primer artículo de esta sección, en un intento de esclarecer el problema recuerda qué debemos entender por causa del contrato oneroso, y qué por causa del gratuito. Sin embargo, no es este precepto un ejemplo de corrección, sino al contrario, atacado por todos sus flancos, ha sido objeto de numerosas críticas por la doctrina española. La incuestionable desafortunada redacción del mismo me lleva, una vez más, a advertir al lector de sus anomalías.

Es este precepto el impulsor de la teoría causalista en cuanto a la diferencia onerosidad-gratuidad en nuestra doctrina. De hecho, la teoría que defiende la relación de causalidad entre prestaciones para que se den las notas de un contrato oneroso se halla influenciada, entre nuestros juristas, por el art. 1.274 CC que, usando el término “oneroso” y pensando en el sinalagma o interdependencia de obligaciones, alude a la causa de las obligaciones derivadas de los contratos sinalagmáticos conforme a la tesis de la “mutua causalidad”.

Es decir, a pesar de ser este artículo el punto de partida de muchos para conducirnos a un concepto de contrato oneroso, cuando el mismo establece que en los contratos onerosos será causa “para cada parte contratante la prestación o promesa de una cosa o servicio por la otra parte”, es indudable que a lo que se está refiriendo es a los contratos sinalagmáticos, a la causa en los contratos sinalagmáticos. Cierto que todo contrato sinalagmático es necesariamente oneroso, pero no es válida la afirmación inversa.

Pero, no es esta la única imprecisión que comete nuestro legislador al redactar el precepto.

Aunque la intención haya sido buena, el artículo no nos suministra un concepto de causa, sino que se limita a ofrecer tres tipos o tres criterios de distinción entre la causa de los contratos onerosos, los remuneratorios y los gratuitos, ciñéndose al elemento objetivo como criterio de diferenciador en los contratos onerosos y al subjetivo en los gratuitos. Así como la distinción que establece entre contratos remuneratorios y contratos de pura beneficencia.

A) Unilateralidad como sinonimia de gratuidad: onerosidad, bilateralidad y sinalagmaticidad.

Aunque la distinción onerosidad-gratuidad la hagamos en relación directa con la causa del contrato, debemos ser conscientes que el art. 1.274 CC no nos dice qué deba entenderse por contrato oneroso. Más bien podemos decir que el precepto está operando sobre la errónea sinonimia entre onerosidad y sinalagmaticidad, gratuidad y unilateralidad. La confusión ha llevado a algún sector de la doctrina a sostener que el precepto citado establece lo que deba entenderse por contrato oneroso, afirmando que bilateralidad y onerosidad son conceptos sinónimos y equivalentes olvidando que, en todo caso, lo que la citada norma define no son los contratos onerosos, sino la causa de los mismos en los contratos sinalagmáticos.

La pretendida equivalencia onerosidad-bilateralidad ha sido importada por nuestra doctrina de los juristas germánicos. De hecho, esta teoría hizo su aparición en el seno de la doctrina germánica, que estima que el contrato oneroso consiste en obligarse al cumplimiento de recíprocas obligaciones. Incluso algunos autores advierten que los negocios onerosos producen una reciprocidad entre prestación y contraprestación y ponen la característica del contrato oneroso en la contraposición de dos obligaciones, cuyo cumplimiento se halla mutuamente condicionado. Se ha llegado a afirmar que onerosidad equivale a bilateralidad, hasta el punto de sustituir los términos “gratuito” y “oneroso” por los vocablos “unilateral” y “bilateral”. Sin embargo, esta tesis no ha sido bien acogida por parte de la doctrina científica, que mantiene la distinción onerosidad-bilateralidad y gratuidad-unilateralidad.

Lo cierto es que la confusión onerosidad-bilateralidad, parte de la pretendida sinonimia contrato bilateral y contrato sinalagmático. Sin embargo, bilateralidad no es sinónimo de sinalagmaticidad. Mientras el término bilateral hace referencia al contrato, es decir a que a cada parte contratante le corresponden determinadas obligaciones, el sinalagma se refiere al nexo de interdependencia de dichas obligaciones. Decir que un contrato es bilateral porque surgen obligaciones a cargo de ambas partes, no implica que estas obligaciones se hallen en nexo de interdependencia, de forma que una sea la causa directa de la otra, característica esta propia de los contratos con obligaciones sinalagmáticas (contratos sinalagmáticos). Si bien la sinalagmaticidad supone la existencia de obligaciones interdependientes, cuya causa reside en la propia reciprocidad de los vínculos obligatorios en cuanto ambos se sirven mutuamente de fundamento, la bilateralidad es la simple presencia en un contrato de obligaciones a cargo de las partes, independientemente de la posible interdependencia o reciprocidad entre las mismas. Bilateral es el contrato en que cada contratante se obliga para con el otro, sin necesidad de relación causal entre sus respectivas obligaciones.

Se parte de la teoría de que el contrato es siempre un negocio jurídico bilateral o plurilateral, atendiendo al número de partes que en él intervienen. No obstante, corrientemente, la unilateralidad o bilateralidad del contrato se refiere no al número de partes, sino al de obligaciones que el contrato en cuestión crea y a su estructura. Así entendido, un contrato será unilateral o bilateral dependiendo de la obligaciones que surgen de la misma naturaleza del contrato. Si del contrato emanan obligaciones para ambas partes, y ambas partes están obligadas a su cumplimiento, el contrato será bilateral. Por el contrario si del contrato solo se originan obligaciones para una de las partes, evidentemente, aunque el contrato se haya formado por el cruce de dos declaraciones de voluntad, será unilateral, en tanto solo una de las partes se verá obligada al cumplimiento de determinadas obligaciones. De modo que, podemos afirmar que el comodato es un contrato bilateral. Pero, decir que el comodato es un contrato bilateral porque surgen obligaciones a cargo de ambas partes, no implica que estas obligaciones se hallen en nexo de interdependencia, de forma que una sea la causa directa de la otra, característica esta propia de los contratos sinalagmáticos. Es el mismo Código Civil el que anota el carácter bilateral del comodato cuando en su regulación jurídica impone obligaciones tanto a cargo del comodante como del comodatario

Tampoco es correcto equiparar contrato con obligaciones sinalagmáticas a contrato oneroso. Es indudable que si aceptamos la concepción tradicional y predominante hasta nuestros días que considera el contrato bilateral como aquél del cual derivan obligaciones recíprocas e interdependientes para las partes, de forma que las obligaciones tienen su causa una en la otra, se corre el riesgo de confundir contrato bilateral con contrato oneroso. No obstante, bilateralidad, sinalagmaticidad y onerosidad son categorías absolutamente diversas, cuyos conceptos no son sinónimos ni equivalentes, que pueden tener un ámbito común de aplicación, pero que, de ninguna manera, están en relación de género y especie.

Se ha dicho, que en los contratos bilaterales, entendida bilateralidad como sinalagmaticidad, el nexo se establece entre las prestaciones y se concentra en la efectividad de las mismas, mientras que en los contratos onerosos, el nexo se establece entre las obligaciones. Incluso se ha afirmado que la bilateralidad se refiere a la estructura de la relación contractual, mientras que la onerosidad atiende al contrato mismo.

Asimismo, se ha mantenido que la bilateralidad atiende al nexo entre atribuciones patrimoniales, mientras que la onerosidad se refiere a una valoración material, económica de los intereses. El contrato sinalagmático es tal por engendrar obligaciones recíprocas, que funcionan como contrapartida y suponen un cambio mutuo de prestaciones. La característica esencial del contrato sinalagmático es la armonía en la génesis y funcionamiento de las obligaciones. El contrato oneroso procura el simple cambio de atribuciones en situación de equilibrio: supone proporcionalidad entre el enriquecimiento y depauperación que cada parte experimenta en su patrimonio.

Si bien es cierto que generalmente los contratos sinalagmáticos son onerosos, no debe ello entenderse como requisito sine qua non de la sinalagmaticidad. Onerosidad y reciprocidad son conceptos compatibles, pero no esenciales. En un negocio oneroso puede darse el supuesto de que las obligaciones de las partes sean recíprocas e interdependientes, pero es esta característica de su sinalagmaticidad, no de su onerosidad. La distinción entre contratos unilaterales y bilaterales no coincide con la distinción entre contratos onerosos y contratos gratuitos.

La sinalagmaticidad se refiere a la estructura de la relación generada por el contrato, más que al contrato mismo, y a la posición obligatoria que las partes asumen, y sirve para diferenciar las hipótesis en la cuales frente a la obligación de un contratante se encuentra la obligación del otro contratante, en una condición de reciprocidad generada por el sinalagma; mientras que la distinción entre negocio a título gratuito y negocio a título oneroso, no hace referencia a la reciprocidad de las posiciones obligatorias de las partes, sino a la posición causal de los contratantes en relación a las ventajas y sacrificios patrimoniales, es decir, se haya en relación con la causa del contrato.

La sinalagmaticidad afecta a la reciprocidad e interdependencia entre las obligaciones, y por tanto, a la estructura y funcionamiento jurídico de la relación obligatoria contractual, mientras que la onerosidad se refiere al cambio o trueque entre prestaciones, a las ventajas y sacrificios patrimoniales en juego.

B) La causa de los contratos onerosos y la de los gratuitos.

La sinonimia que parece presentar el art. 1.274 CC entre sinalagmaticidad y onerosidad no es la única incorrección que hallamos. Nuestro Código Civil al tratar la causa y la distinción onerosidad-gratuidad peca de imprecisión. No solo no nos suministra un concepto de causa, limitándose a ofrecer tres tipos o tres criterios de distinción entre la causa de los contratos onerosos, remuneratorios y gratuitos, sino que además, mientras en los contratos onerosos se busca un elemento objetivo (la obligación de cada parte tiene su causa en la obligación de la otra parte), en los contratos gratuitos se acude a un elemento puramente subjetivo y psicológico como es la “mera liberalidad”. Mientras que en materia onerosa la idea de causa se emplea en el sentido de causa final, en cambio tratándose de actos gratuitos, causa se entiende como causa eficiente: el ánimo liberal.

Grave error es el que comete el legislador cuando distingue entre contratos remuneratorios y contratos de pura beneficencia, así como cuando mantiene que en los de pura beneficencia la causa es la mera liberalidad del bienhechor.

La imprecisión terminológica de nuestro Código Civil provoca algunas confusiones al respecto. La mayoría de los juristas cuando hablan de un contrato o acto gratuito, se refieren a él indistintamente con el nombre de “acto o contrato a título de liberalidad” o “acto o contrato gratuito” o “contrato lucrativo”. La doctrina española, salvo alguna excepción, no se ha planteado el problema, manteniendo la sinonimia actos a título gratuito y actos a título de liberalidad. Nos encontramos con la tendencia constante de reconducir al esquema de la liberalidad todos aquellos negocios no encuadrables en el esquema del cambio económico de prestaciones, identificando en la práctica los conceptos de liberalidad y gratuidad e instaurando así un rígido dualismo que no refleja adecuadamente el concreto interés de los particulares. De hecho, existe una tendencia a atribuir a la categoría de la liberalidad una fisionomía que, sin embargo, es propia del contrato de donación, y que no a todos los negocios a título gratuito se le puede atribuir.

Sin embargo, cuando hablamos de la causa de los contratos gratuitos, no siempre podemos referirnos a la liberalidad del bienhechor, pensando que todo acto gratuito está inspirado por un animus donandi. En las relaciones entre particulares, no siempre que nos encontremos con un acto a título gratuito, debe, por necesidad, ser un acto que implique una liberalidad o animus donandi del disponente. Se plantea un serio problema cuando nos encontramos con actos a título gratuito que carecen de ese animus donandi, y por tanto de “causa liberal”. No es lo mismo “causa liberal” que “causa gratuita”.

No todo negocio gratuito supone un acto de liberalidad. No obstante, si bien por regla general los negocios a título gratuito se hayan movidos por un ánimo liberal, no siempre es así. De hecho, pueden existir negocios en los que no se reciba nada a cambio y que, sin embargo, no impliquen una liberalidad, no estén movidos por ningún ánimo liberal. Piénsese, por ejemplo, en un empresario que ofrece una mercancía gratuitamente para hacerse publicidad y así ganar clientela; o en el propietario de un concesionario de automóviles que deja a un cliente un coche para que vaya a una exposición; o el joyero que le deja a un personaje famoso una joya para que la muestre en una fiesta. Todos estos supuestos darían lugar a negocios o contratos a título gratuito, pero no implicarían un ánimo liberal, pues la ventaja o beneficio no es solo para el que recibe, sino también el que ofrece, el que presta se verá beneficiado por el negocio. Tampoco supondrán contratos onerosos, porque ninguno de ellos está presidido por una contraprestación.

Liberalidad y gratuidad son conceptos distintos. La liberalidad pertenece al ámbito psicológico, de modo que habrá que atender a ella también desde un punto de vista subjetivo, si el disponente quiso o no realizar un acto desinteresado. La gratuidad, sin embargo, implica una valoración económica, objetivamente considerada. La liberalidad es el impulso o motivo del acto sin interés patrimonial o no, mientras que la gratuidad atiende al modo de realización de dicho incremento, a la conexión e interdependencia o no entre prestaciones.

Para identificar cuando nos encontramos ante un acto de liberalidad o simplemente ante un acto a título gratuito, tendremos que atender a dos elementos: la ausencia o no de una obligación, de un deber jurídico, moral o social que impulsa a ejecutar un determinado acto; el otro sería la naturaleza patrimonial o no del interés del disponente. La distinción no radica en el contrato mismo, sino en el propósito para el que se estipuló dicho contrato y si hubo o no interés por parte del otorgante en la estipulación del negocio. Es decir, un contrato a título gratuito puede haber sido estipulado por un mero acto de liberalidad, si el que concede el uso de una cosa o la dona lo hace solo en consideración del favorecido. Sin embargo, la situación cambia, cuando el donante o comodante no solo da o presta en beneficio del favorecido, sino también en su propio beneficio, adquiriendo el mismo una ventaja o utilidad del contrato.

Así, un comodato puede ser una liberalidad en cuanto esté movido por un ánimo liberal y desinteresado y no reporte ningún beneficio para el que lo otorgó, o puede ser simplemente un contrato a título gratuito, de modo que no adquiriendo nada a cambio, suponga, sin embargo, una ventaja o interés para el comodante. La gratuidad debe concebirse de modo negativo, en el sentido de que toda atribución que no se halle vinculada a otra atribución recíproca por un nexo de interdependencia causal es una atribución gratuita. Otra cosa es que esa atribución gratuita pueda, pero no necesariamente, ser hecha a título de liberalidad.

Parece que nuestro Código Civil se inclina por un concepto que proviene de las teorías objetivas. Así, la onerosidad no depende de la intención de las partes, ni del interés egoísta que las mismas puedan tener. De hecho, el precepto hace depender la onerosidad de un criterio netamente objetivo, “prestación o promesa de una cosa o servicio de la otra parte”. La onerosidad y la gratuidad dependen de la existencia o no de una contraprestación de la atribución patrimonial contemplada.

Cabe afirmar, por tanto, que la nota diferencial entre gratuidad y onerosidad hay que buscarla en la causa final a que responde el negocio. En los contratos onerosos la causa se basa en un intercambio de prestaciones, y a estos se contraponen los contratos a título gratuito, en los cuales la prestación de una de las partes no encuentra justificación en una contraprestación de la otra parte.

3. Delimitación conceptual onerosidad-gratuidad.

Como se ha puesto de relieve, la formulación precisa de los conceptos de onerosidad y gratuidad constituye una difícil tarea. Ni siquiera las diversas teorías que ha elaborado la doctrina han sido suficientes para marcar un criterio uniforme que ayude a distinguir un negocio oneroso de uno gratuito.

No obstante, parece comúnmente admitido por la doctrina que el carácter oneroso o gratuito de un negocio va ligado a la existencia o no de una contraprestación de la atribución que el negocio a calificar lleva a cabo. El criterio distintivo se halla en la reciprocidad objetiva de dos atribuciones en sentido contrario, entendiendo por reciprocidad la relación de interdependencia entre dos atribuciones, en virtud de la cual la una es la razón justificadora o compensación de la otra, de modo que se produzca un intercambio entre prestaciones. Así, no es necesaria una equivalencia, ni objetiva ni subjetiva, entre las obligaciones o sacrificios de las partes para calificar un contrato de oneroso.

En definitiva, la onerosidad implica la existencia de dos atribuciones patrimoniales y dos desplazamientos en sentido recíproco e inverso. Y serán gratuitos los contratos en los que haya una sola atribución patrimonial y un solo desplazamiento. De modo que el hecho de que el disponente de una liberalidad o un contrato a título gratuito extraiga alguna ventaja o utilidad para sí mismo, sea patrimonial o no, no implica la conversión del tipo contractual, sino que para ello será necesario que se le imponga al favorecido una prestación que suponga el pago o intercambio de la atribución patrimonial efectuada. No es la ventaja que pueda obtener una parte la que caracteriza al contrato de oneroso, sino la prestación o atribución patrimonial que las partes realizan.

IV. LA GRATUIDAD COMO ELEMENTO ESENCIAL DEL CONTRATO DE COMODATO.

1. Antecedentes históricos.

El carácter esencialmente gratuito del comodato encuentra claros precedentes ya en el Derecho romano postclásico. JUSTINIANO en sus Instituciones disponía gratuitum debet esse commodatum. Asimismo, en un texto de ULPIANO, se decía que en caso de dación recíproca gratuita de una cosa, dicha reciprocidad desnaturalizaba la relación de carácter gratuito, impidiendo así el ejercicio de la actio commodati.

En derecho español, y sobre todo en las legislaciones del derecho intermedio, encontramos una vaga regulación del contrato. Si bien en todas ellas se incluyó alguna referencia al comodato, no tuvo este una regulación ni abundante, ni precisa, sino más bien se regulaba por normas confusas y amalgamadas con otras figuras contractuales. El Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo, reguló de una forma desafortunada el contrato de comodato. El título V del libro V del Fuero presenta, reunidos y en conjunto, el mutuo, el comodato y el depósito.

Con más precisión parece que lo regula el Fuero Real en el Título XVI, del Libro III.

Comodato y mutuo son regulados conjuntamente, y distinguidos por la Ley Primera, estableciendo las diferencias en atención a la naturaleza del bien objeto del contrato, pero sin hacer referencia al carácter esencialmente gratuito del comodato. Y, quizá el texto de mayor relevancia a lo largo de la historia jurídica que ha regulado el contrato de comodato con más extensión y exactitud haya sido el “Libro de las Leyes”, llamado “Las Siete Partidas”. Es definido el contrato de préstamo por la Ley I del Título II de la Partida V como el contrato por el que “una de las partes deja a otra por gracia o por amor, no tomando aquel que lo da precio de loguero ni de otra cosa ninguna”. En el contrato de comodato, se distinguían tres tipos de hacer el préstamo: en utilidad del comodatario, en utilidad de ambos contratantes y en la sola utilidad del comodante.

El carácter esencialmente gratuito del comodato se consagró con mayor precisión en la codificación civil europea a través de la influencia del Code Napoleon. El art. 1.876 establecía el carácter esencialmente gratuito del comodato, sin hacer más reiteraciones al respecto. Ya POTHIER, cuyas enseñanzas se vieron reflejadas en la Codificación, en su estudio sobre el préstamo de uso, afirma que es de la esencia de este contrato que el uso de la cosa haya sido acordado gratuitamente. Si se exige cualquier recompensa – añade el autor – se tratará de un comercio.

En España, se siguió la misma línea, estableciéndose en el Proyecto de 1836 que “se entiende por comodato un contrato gratuito”, sin reiteraciones posteriores a la naturaleza gratuita del contrato. Será en el Proyecto de 1851 donde, aparte de mencionar la naturaleza gratuita del comodato, aparecerá por primera vez el precedente más inmediato de nuestro actual art. 1.741. Así, el art. 1.631 del Proyecto de 1851 reitera el carácter esencialmente gratuito del comodato, estableciendo en su segundo inciso que “si interviene algún emolumento que haya de pagar el que adquiere el uso, la convención deja de ser comodato”. De modo que, será en el Proyecto de GARCÍA GOYENA, donde aparecerá por vez primera el término “emolumento”, sin antecedentes mediatos que se le puedan atribuir.
Este precepto se incluirá, con alguna pequeña modificación, en el texto final del Código Civil de 1889. Así, el actual art. 1.740 CC viene a consagrar la misma idea al definir el contrato de comodato como un contrato esencialmente gratuito, reiterando la gratuidad en el siguiente precepto al establecer que “si interviene algún emolumento que haya de pagar el que adquiere el uso, la convención deja de ser comodato”.

2. Análisis del inciso segundo del art. 1.741 del Código Civil.

A fin de hacer un estudio más detallado de la gratuidad como requisito esencial del contrato de comodato, deberemos partir, en primer lugar, del análisis del segundo inciso del art. 1.741 de nuestro Código Civil. La mayoría de nuestra doctrina, apoyándose en este precepto y haciendo una mera reiteración del mismo, ha mantenido que en caso de pago de un emolumento, el contrato dejaría de ser comodato y se transformaría en arrendamiento, conmutando su carácter gratuito en oneroso.

Sin embargo, esta tajante afirmación debería ser matizada. No toda prestación del comodatario debe ser entendida como emolumento, como no todo pago es, por definición, oneroso. La entrada de la onerosidad comportaría en el comodato, como en todos los contratos gratuitos, un cambio o modificación en el tipo contractual. Pero, para saber cuándo el comodato deja de ser tal a tenor de la norma citada, deberemos, en primer lugar, tratar de averiguar qué quiso decir el legislador, y con qué finalidad, cuando introdujo en el precepto el término “emolumento”. Es esta una cuestión que la doctrina no se ha planteado.

Sin embargo, si observamos las definiciones que del contrato de comodato se han dado, vemos que normalmente se atribuye a “emolumento” el significado de precio o retribución.

Otros autores parece que atribuyen a la palabra “emolumento” el significado de prestación.. De hecho, “emolumento”, del latín emolumentum, debe ser entendido en su acepción técnica como, “retribución o remuneración adicional que se corresponde a un cargo o empleo”. Asimismo si entendemos “retribución” en su sentido gramatical equivale a “pago de una cosa”, lo que en lenguaje jurídico podríamos entender como “contraprestación”.

Incluso en el “Proyecto Italo-francés del Código de las obligaciones y de los contratos de 1927”, se establecía en el art. 624 del mismo, dedicado a la regulación del contrato de comodato, que “il comodato è essenzialemente gratuitto. Se fu convenuto un compenso, vi ha locazione”. El término compenso o rémuneration (así se expresaba en el texto francés), significa retribución, remuneración, recompensa o compensación. Con ello parece que se quisieron referir a la contraprestación propia de los contratos onerosos, para diferenciar el comodato del arrendamiento.

Así, a mi juicio, “emolumento” debe ser entendido como beneficio comercial o pago, es decir, como retribución o contraprestación que se concede por algo previamente recibido o que se va a recibir. Por tanto, “contraprestación” debe ser entendida como retribución o precio, que se entrega en conmutación de la cosa, servicio o derecho que se adquiere.

3. Comodato en interés del comodante.

Se ha dicho que en el caso del contrato de comodato, cualquier ventaja que pueda derivarse del mismo en beneficio del comodante desnaturalizaría el contrato, y supondría esta ventaja o utilidad el pago por el uso que se le ha concedido al comodatario.

Sin embargo, la doctrina italiana ha admitido, casi unánimemente, el comodato en interés del comodante. Pero, en nuestra doctrina siempre se ha mantenido que el comodato es un contrato a título de liberalidad cuyo beneficio es exclusivo del comodatario. Por lo que, el problema surge cuando el comodante estipula un contrato de préstamo de uso en su propio interés y sabiendo que dicho contrato le va a reportar un determinado beneficio.

Por ello, en la doctrina italiana se ha distinguido entre el interés que pueda tener el comodante en que se lleve a cabo el contrato, y la ventaja que pueda obtener del mismo.

Es decir, a la posibilidad que del comodato se derive también un provecho o utilidad para el comodante. Así, se ha dicho que el interés que pueda tener el comodante en la estipulación del contrato o la ventaja que pueda obtener de él, no desnaturaliza el carácter gratuito del contrato, siempre que no excluya o limite el beneficio que pueda obtener el comodatario.

De modo que, si el interés se contrapone a la ventaja o utilidad que el comodatario debe obtener del contrato, hasta suprimirla, se convertiría en una contraprestación. Sin embargo, en nuestra doctrina hay quien opina que la distinción es inútil a efectos jurídicos, pues el interés del comodante en la estipulación del contrato es un mero motivo psicológico, irrelevante para el Derecho.

El que el comodante estipule el contrato en su interés u obtenga una cierta ventaja o utilidad del contrato no es causa de exclusión de la naturaleza gratuita del negocio, ni supone esta situación una interdependencia entre prestaciones. La finalidad de procurarse, mediante un acto de dar, una utilidad o ventaja, no excluye el que el mismo acto o negocio sea calificado de gratuito. De hecho la Ley II, Título II de la Partida V, distinguía tres especies de comodato, según que este contrato se celebrase solo en utilidad del comodatario; o en utilidad del comodante y comodatario; o solo en utilidad del comodante.

Esta distinción, trasladada del derecho romano, tenía por objeto determinar la extensión y alcance de la obligación del comodatario, en cuanto a la conservación de la cosa prestada y las responsabilidades que pudieran originarse por la pérdida, destrucción o deterioro por dicha cosa; y así, se decía, haciendo aplicación de la teoría de la culpa, que el comodatario respondía de la culpa levísima si el contrato se celebró solo en su utilidad; de la leve si se celebró en utilidad del comodante y comodatario; y de la lata si se celebró solo en utilidad del comodante.

Si bien nuestro Código Civil actual no hace referencia a esta distinción, sí lo hizo el Proyecto de 1836, cuyo art. 1.360 bajo el epígrafe “De las obligaciones del comodatario” establecía que “el comodatario está obligado a cuidar de la cosa que es objeto del contrato con la atención y vigilancia de un diligentísimo padre de familia; a menos que el comodato se hubiere hecho en utilidad de ambos contratantes, en cuyo caso bastará la diligencia que ordinariamente emplean los hombres en sus cosas. Si el contrato redundase solo en utilidad del comodante, no será responsable el comodatario más que de su descuido o negligencia absoluta”. Por tanto, es evidente que el comodato no solo podía hacerse en utilidad del comodatario, sino que también el comodante podía extraer del mismo una cierta ventaja o utilidad, e incluso que la única finalidad del contrato fuese la de obtener una ventaja para el comodante.

No es incompatible con la naturaleza gratuita del contrato el hecho de que las ventajas sean para ambos contratantes, siempre que la intención manifiesta de las partes sea la de facilitar el uso del bien al comodatario, y siempre y cuando este sea el contenido principal que determinó el negocio, que no queda neutralizado por la mera ventaja que a la vez pueda reportar al comodante.

La Jurisprudencia italiana, que es donde más sentencias encontramos de este tipo contractual, ha afirmado, en numerosas ocasiones, que no desnaturaliza el carácter gratuito del comodato el hecho de que el comodante estipule el contrato con el único interés de producirse una ventaja. Así, la Corte Suprema de Casación ha afirmado en Sentencia de 28 de mayo de 1947, que no es esencial al carácter gratuito del comodato que se revele un espíritu de liberalidad del comodante y un enriquecimiento del comodatario, bastando solo que falte una contraprestación, aunque el comodante obtenga alguna utilidad del negocio. En el mismo sentido, la Sentencia de 8 de junio de 1956 de la Corte de Apelación de Milán, ha afirmado que la naturaleza esencialmente gratuita del comodato no implica que el comodante no pueda concederse, de la estipulación del contrato, alguna utilidad indirecta y mediata. Asimismo, en Sentencia de 8 de febrero de 1993, se ha afirmado que no es incompatible con las características del contrato de comodato y que deriva del principio de la autonomía contractual de las partes, la coexistencia con la ventaja del comodatario de una utilidad o ventaja del comodante.

A mi juicio, no desnaturaliza el carácter gratuito de un contrato la ventaja o utilidad que pueda obtener el disponente, ni mucho menos implica, como algunos han pretendido, una conversión del contrato en oneroso. Como ya he señalado en apartados anteriores, para que un contrato gratuito pierda la condición de tal, deben darse las notas de onerosidad necesarias para la modificación del tipo contractual. Para ello será necesario, como bien señala el art. 1.741 CC, que el comodatario esté obligado a pagar un emolumento al comodante. Por lo tanto, la finalidad de procurarse mediante el acto de dar una probabilidad de obtener ventajas patrimoniales, no siempre parece suficiente para excluir el concepto técnico de negocio gratuito.

Acceder al título íntegro del artículo, con notas y bibliografía

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