Un cuento de robots: la hija cibernética de Descartes

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Autor: Miguel L. Lacruz Mantecón (España). Profesor Titular de Derecho civil en la Universidad de Zaragoza. Es miembro de la Asociacion de autoralistas ASEDA, y secretario de la Revista General de Legislación y Jurisprudencia. Ha publicado numerosos artículos en revistas científicas, libros y manuales universitarios, así como diversas monografías en tema de Derechos reales, Familia, (Convivencia de padres e hijos mayores de edad, Reus, 2016), Sucesiones, (La sucesión legal del Estado, Reus, 2017). Recientemente ha incidido en tema de inteligencia artificial: Robots y personas, Reus, 2020.

Resumen: El filósofo francés René Descartes es valorado hoy en día como científico y precursor de los estudios de la mente humana en relación con la inteligencia artificial y los sistemas robóticos. A lo largo de su obra se detectan numerosas referencias a los autómatas y a la posibilidad de vida artificial, así como una valoración de las diferencias entre el comportamiento racional del ser humano y el meramente mecánico de los animales y los autómatas. Además de estas referencias, existe una fábula acerca de la creación por el filósofo de un autómata que replicase a su fallecida hija Francine, historia esta que es bien conocida entre la intelectualidad francesa y la anglosajona, pero no tanto en la española, lo que intenta remediar este breve trabajo.

Palabras clave: René Descartes; Francine Descartes; inteligencia artificial; autómatas; robots.

Abstract: French philosopher René Descartes is today valued as a forerunner of the studies of human mind, artificial intelligence and robotic systems. Throughout his work there are large references to automata and the possibility of artificial life, as well as an assessment of the differences between rational behavior of human beings and the purely mechanical of animals and automata. In addition to these references, there is a fable about the creation by the philosopher of an automaton that replicated his deceased daughter Francine, a story that is well known among the French and Anglo-Saxon specialists, but not so much in the Spanish ones, which is what settles this short work.

Key words: René Descartes; Francine Descartes; artificial intelligence; automata; robots.

Sumario:
I. El test de Turing y el test de Descartes.
II. Una fábula de robots en el siglo XVII, que llega hasta hoy.
III. La fábula en la literatura científica.
IV. Todo está en Descartes.

Referencia: Rev. Boliv. de Derecho Nº 31, enero 2021, ISSN: 2070-8157, pp. 422-441.
Revista indexada en LATINDEX, ESCI (ISI-Thomson Reuters), CIRC, ANVUR, REDIB, REDALYC, MIAR.

I. EL TEST DE TURING Y EL TEST DE DESCARTES.

En la investigación son pocas las sorpresas auténticas con las que se topa el jurista: Siendo su ciencia de carácter social, los descubrimientos se intuyen de antemano. Sin embargo, a veces hay excepciones, y encontramos cosas realmente sorprendentes. Esto fue lo que me ocurrió cuando investigaba sobre inteligencia artificial para una contribución en tema de personalidad robótica, tema en el que, como critica ROGEL VIDE, hoy se trata a los robots como personas, “como sujetos de derechos y hasta de obligaciones, responsables incluso de hipotéticos daños causados por ellos, y tal paso, más o menos tímidamente, tiende a darse, se ha dado no solo por científicos tan apasionados por la robótica como legos en Derecho, sino también, lo que es más preocupante, por legisladores expertos”, citándose en este mismo sentido la Resolución del Parlamento Europeo de 16 de febrero de 2017.

Metido en la cuestión de la inteligencia artificial, inevitablemente tuve que exponer el famoso “Test de Turing”. Esta prueba (más bien demostración) intenta validar si la inteligencia humana puede ser replicada en un ordenador, habiendo sido expuesta por el matemático inglés TURING en la revista Mind en el año 1950. El test, llamado por su autor “El juego de la imitación”, es el siguiente: Se encierra en habitaciones distintas a dos personas, hombre y mujer, A y B, y un interrogador tiene que averiguar mediante preguntas que se contestan por escrito cuál de ellas es la mujer y cuál el hombre. En esta tesitura, el autor sustituye a una de las personas por un ordenador, y entonces el juego consiste en averiguar cuál de los dos interrogados es el humano y cuál la máquina, juego en el que la programación de la máquina no puede denotar gran ventaja en aritmética o en otra tarea propia del ordenador, sino que tiene que imitar la falibilidad humana. Si no podemos averiguar cuál de los dos es el humano y cuál la máquina, no podemos negar inteligencia a ninguno de los dos, y entonces la máquina también piensa.

Con estos mimbres, y leyendo más tarde el Discurso del método del filósofo (y jurista, se licenció en Derecho en Poitiers en el año 1616) René DESCARTES, quedé asombrado al encontrar exactamente el anterior razonamiento, igualmente referido a la replicabilidad del pensamiento humano y también por una máquina: “…si hubiese unas máquinas tales que poseyeran los órganos y la figura exterior de un mono o de cualquier otro animal irracional, no dispondríamos de ningún medio para reconocer que no eran totalmente de la misma naturaleza de estos animales; en cambio, si hubiese otras que tuvieran la apariencia exterior de nuestro cuerpo e imitasen nuestras acciones tanto como fuera moralmente posible, siempre tendríamos dos medios muy seguros para reconocer que no por eso eran verdaderos hombres. El primero de ellos es que nunca podrían usar de la palabra ni de otros signos equivalentes, como hacemos nosotros para declarar a los demás nuestros pensamientos”.

Este argumento desaparece con la actual tecnología robótica, que reproduce el lenguaje humano, escrito y oral. Pero el segundo argumento sigue valiendo, como se verá más adelante: “El segundo medio es que, aunque las citadas máquinas hiciesen muchas cosas tan bien o quizá mejor que ninguno de nosotros, fallarían indefectiblemente en algunas otras, por las cuales se descubriría que no obran por conocimiento, sino solamente por la disposición de sus órganos, porque, mientras que la razón es un instrumento universal que puede servir en toda clase de eventos, esos órganos tienen necesidad de alguna disposición particular para cada acción particular; de donde se sigue que es moralmente imposible que una máquina las tenga en número suficiente para permitirle obrar en todas las ocurrencias de la vida de la misma manera que nuestra razón nos lo permite…”.

Si cambiamos la “disposición de los órganos” por la programación, estamos ante el “Test de Descartes”, expuesto unos trescientos años antes del famoso artículo de Turing de 1950, en Mind, y además mejorado, pues nos indica que, aunque en algunos campos el comportamiento humano es reproducible, no lo es en todos, y por tanto no cabe imitar dicho comportamiento en conjunto, no cabe replicar lo humano. Este obstáculo que la máquina no puede superar constituye el llamado “mal de la limitación de dominio”, como nos advierte CARABANTES LÓPEZ, y es el dato determinante para diferenciar al ser humano de la máquina.

Pero es que además las máquinas reproductoras de comportamientos humanos, los androides, aparecen en otros lugares de la obra de Descartes. Así, en sus Meditaciones, leemos: “Mas he aquí que, desde la ventana, veo pasar unos hombres por la calle: y digo que veo hombres, como cuando digo que veo cera; sin embargo, lo que en realidad veo son sombreros y capas, que muy bien podrían ocultar meros autómatas, movidos por resortes. Sin embargo, pienso que son hombres, y de este modo comprendo mediante la facultad de juzgar, que reside en mi espíritu, lo que creía ver con los ojos”.

Con lo que nos advierte además el autor sobre la falibilidad de los datos que obtenemos por los sentidos y la existencia de una operación intelectual de interpretación que es lo que nos hace ver con sentido.

También aparecen mencionados los autómatas en Las pasiones del alma, cuando se trata de considerar qué es la vida, y su independencia de la posesión de un “alma”, diferenciando entre cuerpos vivos y muertos: “Para evitar este error consideraremos que la muerte nunca llega por defecto del alma, sino porque alguna de las principales partes del cuerpo se corrompe; juzguemos así que el cuerpo de un hombre muerto difiere del de un hombre vivo tanto como un reloj o un autómata (es decir, una máquina que se mueve por sí misma) cuando se le ha dado cuerda y tiene en sí el principio corporal de los movimientos para los que ha sido creada, con todo lo que se requiere para su funcionamiento, y el mismo reloj u otra máquina cuando está rota y cesa de actuar el principio de su funcionamiento”.

Por tanto, el alma no es lo que anima al cuerpo, y de ahí que los seres humanos compartan con los animales la vida y las características propias de un cuerpo animado, pero no el alma.

La comparación del funcionamiento humano también se hace con mecanismos más simples, como relojes, así en las Meditaciones leemos: “Y así como un reloj, compuesto de ruedas y pesas, observa igualmente las leyes de la naturaleza cuando está mal hecho y no señala bien la hora, y cuando satisface por entero el designio del artífice, así también, si considero el cuerpo humano como una máquina fabricada y compuesta de huesos, nervios, músculos, venas, sangre y piel, y ello de modo tal que, aun cuando no hubiera en él espíritu alguno, se movería igual que ahora lo hace cuando su movimiento no procede de la voluntad, ni por ende del espíritu, y sí sólo de la disposición de sus órganos”.

En otros momentos, Descartes equipara a los animales con meras máquinas, desprovistas de alma (aunque no de inteligencia), como piedra de toque de la excepcionalidad del alma y pensamiento humanos. Podemos ver esto, de nuevo en las Meditaciones, en la contestación a una de las Objeciones que rechazaba el argumento de la comparación entre el comportamiento humano y el animal: “…si es cierto que los monos, los perros y los elefantes obran así en todas sus operaciones, no faltará quien diga que también las acciones del hombre son semejantes a las de las máquinas, sin admitir en él ni sentimientos ni entendimiento, dado que, si la débil razón de los brutos difiere de la del hombre, ello será sólo cuestión de grado, sin mutación de esencia”.

Pero, por supuesto, una cosa es admitir una cierta inteligencia en los animales y otra distinta reconocerles naturaleza humana, alma, contestando Descartes más adelante: “…que no faltará quien diga que también las acciones del hombre son semejantes a las de las máquinas, sin admitir en él sentimiento ni entendimiento, si es cierto que los monos, los perros y los elefantes obran también como máquinas en todas sus operaciones”.

Frente a esta idea, aporta Descartes un argumento que podemos valorar también hoy en día, el de la realidad de nuestra experiencia subjetiva: “Pues, en verdad, es imposible que dejemos de experimentar a diario, en nosotros mismos, que pensamos; y, por tanto, aunque nos demuestren que todas las operaciones de los brutos pueden efectuarse sin pensamiento, nadie podrá inferir de ello, razonablemente, que él no piensa, excepto aquel que, habiendo supuesto siempre que las bestias piensan como nosotros, y estando persuadido de que él obra del mismo modo que ellas, se obstine en mantener la proposición de que el hombre y el bruto obran de la misma manera, hasta el punto de que, cuando le demuestren que los brutos no piensan, preferirá renunciar a su propio pensamiento (del que tiene noticia en su interior mediante una experiencia continuada e infalible), más bien que cambiar su opinión, según la cual él obra del mismo modo que los brutos”.

El trato de Descartes con los androides, como término de comparación tanto con los humanos como con los animales, para la demostración de sus tesis, es frecuente. Sin embargo, hay una particular relación entre Descartes y un concreto androide, que se dijo que había fabricado él mismo, para replicar a su fallecida hija Francine. Este rumor da lugar a una de las más curiosas fábulas de androides que recorren la literatura europea desde el siglo XVII, y que recientemente suscita nuevo interés. Es bien conocida en el ámbito cultural francés y en el anglosajón, y ha sido glosada en muchas ocasiones. Sin embargo, resulta más desconocida en el ámbito español, por lo que creo que vale la pena detenerse un momento en la historia. Veámosla.

II. UNA FÁBULA DE ROBOTS EN EL SIGLO XVII, QUE LLEGA HASTA HOY.

Descartes, establecido en Amsterdam desde hacía años, tuvo una hija con la sirvienta de la casa en la que se hospedaba, Helena Jans van der Strom, que por cierto es la única relación femenina que se le conoce. La hija, llamada Francine, nació el 19 de octubre de 1635 en el pueblo de Deventer, al que se había trasladado con Helena, con la que nunca se casó. Allí llevaba vida familiar, desempeñando Helena el papel de ama de llaves y haciendo pasar a Francine por sobrina del filósofo: era evidente que Descartes quería ocultar la relación que unía a las tres personas. Sin embargo, sentía un tierno cariño hacia Francine, e incluso planeaba trasladarse o enviarla a Francia para su educación en lengua y cultura francesas. No pudo llevar a cabo este plan, pues Francine murió de escarlatina en septiembre de 1640, contando con cinco años de edad. Su muerte sumió al filósofo en una inmensa tristeza, según confirman autores de la época como BAILLET: “La reconoció públicamente como su hija, aunque no tenemos noticia sobre la madre ni sobre si hubo matrimonio. La lloró con tanta ternura que ello le hizo saber que la verdadera Filosofía no está reñida con la naturaleza humana. El dolor que sentía nos hace conjeturar que la hija era única”.

Esta existencia de Francine es un hecho, y el mismo BAILLET nos cuenta que el propio Descartes reconoció su paternidad en una carta manuscrita a modo de confesión, tanto de su paternidad como de su dolor, que escribió sobre las hojas iniciales de un libro que luego dejó leer a sus amigos. Lo que ya no es en modo alguno cierto es la historia que, a partir de la muerte de Francine, se creó; existen varias versiones, pero una ecléctica es ésta:

Para mitigar su dolor, Descartes fabricó un autómata con el aspecto de su propia hija, y se hacía acompañar por él en sus viajes, si bien permanecía guardada en un cofre fuera de la vista de todos. En uno de estos viajes que tuvo lugar por mar, según algunas versiones en su último viaje en 1649, a Suecia llamado por la reina Cristina, se desencadenó una tormenta. El capitán, alertado por algún marinero de la existencia de una presencia extraña en la nave, inspeccionó el camarote de Descartes y halló el autómata, que se puso en movimiento. Creyendo que estaba ante una obra del Diablo, el capitán arrojó la muñeca por la borda, hundiéndose en las profundidades.

Curiosamente, el recorrido de esta historia ha sido mucho más largo de lo que cabía esperar, lo que vamos a ver a continuación.

El origen de la fábula es bastante temprano, está en una colección de relatos e historias de 1699, los Mélanges d’Histoire et de Litterature, Recueillis par M. De Vigneul-Marville, seudónimo, este, del monje cartujo y crítico francés dom Bonaventure D’ARGONNE, que recogió rumores de origen incierto que señalaban, en cuanto al relato de Baillet sobre la paternidad de Descartes, que: “Un celoso cartesiano me ha hecho saber que toda esta historia (de Francine) era un cuento inventado por los enemigos de Descartes, inspirados en una máquina autómata que había realizado con mucha industria, para probar demostrativamente que los animales no tienen alma, y que no son sino máquinas muy complejas, que se mueven por causa de los cuerpos extraños que las tocan y les comunican una parte de su movimiento. Este cartesiano añadía que el señor Descartes llevaba dicha máquina en un navío, y que el capitán tuvo la curiosidad de abrir la caja en la que se hallaba encerrada, y que sorprendido por los movimientos de la máquina, que se removía como si estuviera viva, la tiró al mar, creyendo que se trataba del Diablo”.

Es decir, la fábula de la hija mecánica de Descartes se la inventa posiblemente el propio D´Argonne, él mismo acérrimo partidario del filósofo (y no el “celoso cartesiano” al que se alude) para tapar tanto la paternidad ilegítima de Francine como la convivencia more uxorio que llevó Descartes con Helena Jans van der Strom, sin matrimonio. En definitiva, con la Francine mecánica se intentaba tapar a la de carne y hueso, y la relación que la engendró.

Esta fábula tiene un éxito inmediato: la recoge ANCILLON en sus Memoires concernant les vies et les ouvrages de plusieurs modernes célébres dans la Republique des Lettres, y también EMERY, en sus Pensées de Descartes sur la Religion et la Morale. Nos indica Minsoo KANG que una versión de la fábula llegó a ser escrita por Isaac DISRAELI, padre del futuro primer ministro Benjamín, y publicada en el Lady´s Magazine en 1795 bajo el título The wooden daughter of Descartes. Asimismo, la trata Louis-Gabriel MICHAUD en su Biographie universelle, ancienne et moderne, de 1814, donde al ocuparse de Descartes, mediante nota al pie se comenta la historia como un modo de negar la existencia de la hija ilegítima. Se refiere de nuevo, ya a finales del siglo, en la novela de Anatole FRANCE La rôtisserie de la reine Pédauque (1893), sólo que aquí se sustituye el autómata por una salamandra mágica.

Por otra parte, contribuyó a la creación de la fábula la recurrencia al tema de los autómatas en la obra del filósofo, como hemos visto, así como la fama que tuvo de constructor de máquinas. La construcción de autómatas por Descartes fue una idea introducida, como añade KANG, por el editor de sus obras selectas, Nicolas-Joseph POISSON, en su Commentaire ou remarques sur la methode de René Descartes, en 1670: “Poisson afirma haber leído en los trabajos del filósofo cómo hizo diversos autómatas, incluyendo una figura de un acróbata en la cuerda floja movido por imanes, una paloma voladora, y un faisán siendo perseguido por un perro”. Sin embargo, estas anotaciones en los trabajos iniciales del filósofo parecen más bien descripciones de algo que ha contemplado, y trae a colación KANG la descripción que hace Descartes, en su obra Le Monde, hacia 1620, de una serie de autómatas cuyo funcionamiento él mismo habría contemplado: “Puede observarse en las grutas y las fuentes de los jardines reales que la fuerza del agua saliendo de su fuente es todo lo que se necesita para mover diversas máquinas …diversas baldosas han sido preparadas para, al ser pisadas, hacer que Diana, que se está bañando, se esconda entre las cañas, y si se sigue adelante, esto causa que aparezca Neptuno y nos amenace con su tridente”.

Se trataba, nos cuenta KANG, de los jardines y grutas del castillo real de Saint-Germain-en-Lay, cuyos mecanismos fueron construidos por los italianos Tomasso y Alessandro Francini. Ya en el siglo XX, añade el autor, esta imaginaria pericia de Descartes para la construcción de androides inspira a Gaston LEROUX, en una temprana novela de ciencia ficción (1923) titulada La machine à assassiner, en la que repite la idea de la construcción por Descartes de un autómata con forma de niña al que llamaba “mi hija Francine”. Y en 1980 John SLADEK publica la novela de ciencia ficción Roderick, or the Education of a Young Machine, donde el protagonista considera la destrucción de androides y entre ellos la del inventado autómata de Descartes (ma fille Francine), arrojada al mar por estimarlo diabólico.

El recorrido de la fábula en la novela, o incluso en el cine, llega hasta el siglo XXI: En el ámbito francés recoge la fábula Jean-Claude HEUDIN en su Les Créatures artificielles. Des automates aux mondes virtuels, Odile Jacob, 2008. Otros trabajos aparecen centrados en la hija de carne y hueso de Descartes, como el ensayo novelado de Jean-Luc QUOY-BODIN, Un amour de Descartes, Gallimard, 2013, o la biografía de Geneviève RODIS-LEWIS, Descartes, CNRS-éditions, 2010, que tiene muy en cuenta a Francine como uno de los hitos en la vida del filósofo. Francine aparece mencionada en la película de ciencia ficción Ghost in the Shell 2: Innocence, estrenada en 2004. Y la convivencia de Helena Jans van der Strom con Descartes es el tema de la novela Les mots entre mes mains, de Guinevere GLASFURD (2016). Más recientemente, en España José Ignacio LATORRE refiere la historia de Francine en su Ética para Máquinas (2019).

III. LA FÁBULA EN LA LITERATURA CIENTÍFICA.

Indica KANG que la fábula aparece, bastante deformada, entre los estudiosos de los mecanismos automáticos de comienzos de la época actual. En 1964, el historiador de la ciencia y tecnología Derek J. DE SOLLA PRICE publica su artículo sobre la historia de los autómatas “Automata and the Origins of Mechanism and Mechanistic Philosophy”, como se ve enlazando la creación de mecanismos con el surgimiento de la filosofía materialista. En 1966 el psicólogo John COHEN publica su libro Human Robots in Myth and Science, y en 1968 lo hace Leonora COHEN ROSENFIELD, por título From Beast-Machine to Man-Machine; ambos recogen la leyenda aportando su particular interpretación.

Sin embargo, es a partir de los años 90 y comienzos del siglo XXI cuando se asiste a una utilización masiva de la historia en trabajos científicos de diversos autores en el ámbito de la filosofía, pero también la psicología, la ciencia cognitiva, las matemáticas, la sociología, la informática y la ciencia computacional, citando KANG a muchos autores anglosajones como Stephen GAUKROGER, Descartes: An Intellectual Biography (Clarendon Press, Oxford, 1995), David BERLINSKI, Infinite Ascent: A Short History of Mathematics (Nueva York, 2005); Sidney PERKOWITZ, Digital People: From Bionic Humans to Androids, (Washington, DC, 2004); Gaby WOOD, Living Dolls: A Magical History of the Quest for Mechanical Life (Londres, 2002).

Las versiones se acomodan a las distintas interpretaciones que se pretenden del cuento, mezclando detalles biográficos de Descartes con invenciones y adornos. Es el caso de la versión que hace Gaby WOOD, en su Living Dolls: A Magical History of the Quest for Mechanical Life, con un aire fatalista: “Este sería su último viaje. El filósofo René Descartes había sido reclamado por la Reina Cristina de Suecia que quería conocer sus puntos de vista sobre el amor, el odio y las pasiones del alma; pero, aunque se sentía feliz escribiéndose con la reina, Descartes se hallaba poco dispuesto a formar parte de su corte.

Según dijo, sentía que los pensamientos, como el agua, se helarían en Suecia y, puesto que el invierno era particularmente crudo, que no sobreviviría a la estación. Incluso temía, como escribió a un amigo, un naufragio que me costará la vida… Viajaba, como dijo a sus compañeros, con su joven hija Francine, pero los marineros no la habían visto nunca, por lo que, inquietados por ello, un día, en medio de una terrible tormenta, decidieron buscarla… Muertos de curiosidad, se deslizaron en el camarote de Descartes. No había nadie allí, pero al irse tropezaron con una extraña caja. En cuanto la abrieron, saltaron de espanto: dentro de la caja había una muñeca –una muñeca viva, que se movía y actuaba exactamente como un ser humano. Descartes había construido el androide él mismo… era ciertamente su criatura, pero no de la especie que los marineros habían imaginado: Francine era una máquina. Cuando le enseñaron al capitán del barco esa maravilla animada, se convenció en su conmoción de que era un producto de la magia negra, responsable del temporal que les azotaba, y bajo sus órdenes, la hija de Descartes fue arrojada por la borda”.

Incluso llega a plantearse la citada autora la verosimilitud de la historia: No por cierto, ya hemos visto que se trató de una fantasía interesada en proteger la figura del filósofo.

Pese a que todo parte de una invención para tapar las vergüenzas del filósofo, lo llamativo de la historieta es el poder de la imagen que ha dado lugar a versiones desorbitadas del cuento. Las razones de esta enorme difusión de la fábula pueden rastrearse, primero, en el atractivo de los mitos como el de Prometeo, la desgracia que trae el vulnerar los límites impuestos por los dioses. El invadir ámbitos reservados a la deidad provoca el inmediato castigo y la destrucción del ser sacrílego: es lo mismo que sucede con el Golem, o con el monstruo de Frankenstein.

También tenemos como explicación de la popularidad inmediata de la fábula la enorme capacidad evocadora de los autómatas, que en los siglos XVII y XVIII eran los exponentes máximos de la tecnología, aparte de que su aspecto humano planteaba la cuestión de la naturaleza humana. Como nos dice HEUDIN, para algunos filósofos, “…el autómata era una máquina que no podía tener alma y tampoco podía en ningún caso ser considerado un ser vivo. Para otros el autómata representaba la negación de la función del alma misma.

Finalmente, de la mecánica relojera que animaba los movimientos de los autómatas devino la metáfora de la vida, la concepción dominante del funcionamiento de la naturaleza. A la visión medieval de un orden jerárquico de seres vivos creados y gobernados por Dios, el pensamiento del siglo XVII opuso la de un mundo máquina, desnudo de finalidad y de voluntad, en el que todos los componentes, animales y humanos incluidos, se hallaban dirigidos por las leyes de la física”.

Sin embargo, esta reducción a lo material no es en realidad propia de Descartes, sino de La Mettrie, Descartes lo que se limita es a diferenciar entre las funciones propias del cuerpo y las del alma, y a distinguir ambos conceptos que se hallaban entremezclados: A partir de entonces va a primar la visión dualista del ser humano como un conjunto formado de dos sustancias radicalmente distintas, el cuerpo y el alma. Este dualismo es precisamente lo que hace actual a Descartes y el motivo por el que tanto el autor como la fábula casan perfectamente con el actual estado de la técnica. Me refiero por supuesto a los autómatas que tenemos hoy en día, a los robots. Y al renacimiento del problema de concretar la esencia de la humanidad, la nota diferencial entre el comportamiento humano y el imitado, que está en la conciencia, el “yo”, o el “alma”, como ya planteó Descartes.

IV. TODO ESTÁ EN DESCARTES.

No, en Descartes no están todas las respuestas, pero sí están planteadas todas las preguntas, o al menos la principal, que no es la de si las máquinas pueden pensar, sino la de si las máquinas pueden imitar la conciencia humana (si tienen alma, en realidad, aunque esta palabra molesta).

Efectivamente, la cuestión que planteaban los autómatas era la de si las máquinas estaban vivas, en el sentido de animadas, es decir, si tenían ánima, alma entendida como el principio de la vida. Pero como vimos anteriormente, en Las pasiones del alma nos decía Descartes que no es el alma lo que anima al cuerpo, y que los seres humanos comparten con los animales (y con los autómatas) la vida, pero no el alma: “…el cuerpo de un hombre muerto difiere del de un hombre vivo tanto como un reloj o un autómata (es decir, una máquina que se mueve por sí misma) cuando se le ha dado cuerda y tiene en sí el principio corporal de los movimientos para los que ha sido creada, con todo lo que se requiere para su funcionamiento, y el mismo reloj u otra máquina cuando está rota y cesa de actuar el principio de su funcionamiento”.

Si el alma no es lo que da vida a los seres humanos (ni a los autómatas), sino que la vida, la animación, procede de un mecanismo enteramente físico, entonces el alma es, necesariamente, “otra cosa”.

Desde este punto de partida es posible establecer una partición entre la vida, entendida como el conjunto de funciones biológicas en el ser humano y en el animal, o mecánicas en el autómata (funciones que actúan en un nivel material o físico), y el alma o, para emplear un término con menos connotaciones religiosas, el “espíritu” (que se mueve, naturalmente, en un nivel espiritual o no-físico): el dualismo cartesiano está servido.

En esta diferenciación el papel del autómata como término de comparación, ejemplo y metáfora del ámbito físico del ser humano, de la vida, resulta evidente. Dirá HEUDIN que para Descartes “…el carácter mecánico de los seres vivos era una verdad incontestable, no solamente para los animales, sino también para el cuerpo humano que no debía sus movimientos al alma, sino a su principio de autómata, ciertamente complejo, pero autómata en cualquier caso. Si el ser vivo no tenía necesidad de acudir a ningún principio de trascendencia, la única diferencia que entonces subsistía entre los animales-máquina y el hombre era la facultad de pensar, desarrollada gracias al lenguaje ”.

La diferencia entre el hombre y el animal y también el autómata está, nos dice el autor, no en la diferencia de complejidad entre un sujeto y otro, sino en una diferencia de naturaleza consistente en que el hombre es libre, si bien su funcionamiento corporal es tan material como el de la máquina.

Es esta diferencia la que se pone de relieve en el “Test de Descartes” que he expuesto al comienzo de este artículo, y que HEUDIN estima que va dirigido no tanto a fundamentar el carácter espiritual del pensamiento humano como a señalar la posibilidad del hallazgo de la verdad mediante el pensamiento, a pesar de la información defectuosa obtenida mediante los sentidos, afirmando el sesgo materialista del razonamiento. Sin embargo, creo que la afirmación cartesiana de la diferencia cualitativa entre la actividad espiritual y la orgánica es incontestable, incluso acudiendo al famoso párrafo del “Test de Descartes”, donde muestra dos medios para diferenciar al ser humano del autómata. El primero es el uso del lenguaje, argumento que no nos vale pues la actual tecnología robótica reproduce el lenguaje humano, pero el segundo argumento, que consiste en la imposibilidad de una programación global que imite a la razón humana sigue valiendo y establece una esencial diferencia entre lo orgánico y lo espiritual (lo racional). Por supuesto el problema sigue siendo ubicar dicha actividad espiritual en el mundo, pero esto es otra cuestión.

Lo que sí admite Descartes es la apreciación de una cierta actividad intelectual de bajo nivel en los animales; lo vemos en las Meditaciones: “Serán más, según creo, los que sostengan (y, desde luego, con mayor razón), si se les concede que el pensamiento no se distingue del movimiento corpóreo, que hay pensamiento en los brutos tanto como en los hombres, pues advertirán en ellos los mismos movimientos corpóreos que en nosotros; y, al añadir a esto que la diferencia, siendo sólo cuestión de grado, no muda la esencia de las cosas, aunque acaso no juzguen a las bestias tan racionales como a los hombres, tendrán al menos ocasión de creer que en ellas hay espíritus de especie semejante a los nuestros”.

Frente a esta idea, Descartes únicamente opone el argumento de la conciencia subjetiva del pensamiento humano como experiencia distinta y única, diferenciada de la actividad del animal, pues el pensamiento humano es libre y permite la búsqueda de la verdad más allá de la información de los sentidos. Como señala en la misma obra, “Pues, en verdad, es imposible que dejemos de experimentar a diario, en nosotros mismos, que pensamos; y, por tanto, aunque nos demuestren que todas las operaciones de los brutos pueden efectuarse sin pensamiento, nadie podrá inferir de ello, razonablemente, que él no piensa, excepto aquel que, habiendo supuesto siempre que las bestias piensan como nosotros, y estando persuadido de que él obra del mismo modo que ellas, se obstine en mantener la proposición de que el hombre y el bruto obran de la misma manera, hasta el punto de que… preferirá renunciar a su propio pensamiento (del que tiene noticia en su interior mediante una experiencia continuada e infalible), más bien que cambiar su opinión”.

Este argumento subjetivo es hoy mayoritariamente rechazado, pese a que el filósofo lo considera definitivo.

La especificidad del pensamiento humano, núcleo y definidor del sujeto, del “yo”, “cogito ergo sum”, es por tanto el principio del conocimiento, la primera verdad, lo que comporta la existencia y operatividad de esta actividad pensante y del sujeto pensante, por consecuencia. La idea del Discurso del método se reproduce en otras obras del filósofo, así en sus Meditaciones: “Así, pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo… Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy”.

Uno de los mayores gurús de la Inteligencia artificial, Ray KURZWEIL, considera que con el principio del cogito ergo sum, Descartes “…no pretendía ensalzar las virtudes del pensamiento racional. Estaba preocupado por lo que se conoce como el problema de la mente y el cuerpo, la paradoja de cómo la mente puede surgir de la no mente, cómo los pensamientos y sentimientos pueden surgir hasta sus límites, de la materia ordinaria del cerebro. Empujando al escepticismo racional, su declaración realmente significa: «Creo que es un fenómeno mental innegable, que se produce cierta conciencia, por lo tanto, todo lo que sabemos con certeza es que algo, llamémoslo yo, existe»”.

Lo que no es sino lo mismo que afirmó el filósofo, expresado con otras palabras, nada nuevo, salvo la actualidad del filósofo cuyas palabras se repiten. En definitiva, y como dice KANG, podemos apreciar una revalorización del pensamiento cartesiano como consecuencia del actual desarrollo de la tecnología robótica, así como “…la popularización del discurso cibernético que siguió a la revolución de la computadora personal de los años ochenta. En el contexto de los espectaculares logros tecnológicos de la época, las cuestiones científicas y filosóficas planteadas por las posibilidades de la inteligencia artificial, la realidad virtual, la robótica avanzada y la convergencia bio-digital apuntaron a preguntas en las que Descartes ya estaba interesado. Como un importante pensador moderno que abordó con antelación el problema mente-cuerpo, describió los cuerpos orgánicos como autómatas hechos de materia muerta, y expuso una visión global del mundo mecanicista, muchos estudiosos encontraron fructífero volver a su filosofía” .

Incluso el Discurso del método es pensable como una metodología de estudio de las ciencias puras, teniendo en cuenta que sus prolegómenos tienen lugar al comienzo de una carrera científica, no filosófica, de hecho, esta obra se publica en 1637 como prólogo a tres ensayos: la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría. Claro que el estudio que lleva a cabo se halla más cerca de las ciencias puras que de la filosofía, su objeto de estudio es la naturaleza de lo humano, como antes lo ha sido el cuerpo humano.

En realidad, el dualismo que el autor preconiza responde perfectamente a este esquema, así en la Meditacion Sexta, que lleva por rúbrica De la existencia de las cosas materiales, y de la distinción real entre el alma y el cuerpo: “…concluyo rectamente que mi esencia consiste sólo en ser una cosa que piensa, o una substancia cuya esencia o naturaleza toda consiste sólo en pensar. Y aunque acaso (o mejor, con toda seguridad, como diré en seguida) tengo un cuerpo al que estoy estrechamente unido, con todo, puesto que, por una parte, tengo una idea clara y distinta de mí mismo, en cuanto que yo soy sólo una cosa que piensa -y no extensa-, y, por otra parte, tengo una idea distinta del cuerpo, en cuanto que él es sólo una cosa extensa -y no pensante-, es cierto entonces que, ese yo (es decir, mi alma, por la cual soy lo que soy), es enteramente distinto de mi cuerpo, y que puede existir sin él”.

Estaríamos ante un visionario, un pensador proto-cibernético que anticipó cuestiones en las que se insiste actualmente. Las elaboraciones de Descartes, hoy en día, se hallan mucho más cerca del ámbito de la ciencia que del de la metafísica o el de la religión. Como señala VIDAL PENA, las construcciones de Descartes en torno a la existencia de Dios pertenecen más a la ciencia que a la metafísica, en concreto a la base matemática: “Lo que hay, en nuestra opinión, es un valioso exponente histórico de razonamiento trascendental: esa manera de razonar que irá convirtiéndose, y más cada vez con el paso del tiempo, en el recurso último (ultima ratio) de la «racionalidad» cuando intentamos aplicar la idea de «razón» al conjunto de la realidad, a sus «últimos fundamentos»”.

Sin embargo, opina CARABANTES LÓPEZ que las ideas de Descartes obedecen a un estadio poco evolucionado de las ciencias, y partiendo de una base exclusivamente material afirma que hoy los ordenadores pueden simular el comportamiento humano porque pueden copiar el funcionamiento del cerebro, “… incluyendo el lenguaje y la flexibilidad del intelecto. A esta tarea se dedica la corriente de investigación de la inteligencia artificial denominada IA subsimbólica o conexionismo” .

Sin embargo, el argumento de la limitación del sistema inteligente a la tarea para la que ha sido diseñada, y su falta de capacidad para enfrentarse al mundo con sentido, sigue siendo en realidad una de las premisas de la construcción de sistemas inteligentes, o cibernética.

Considerando la cibernética como “la ciencia de la comunicación y control en los seres vivos y en las máquinas” (WIENER, 1950) o como concreta el psicólogo Neville MORAY, la ciencia del control mediante la cual intentamos obtener una máquina que produzca determinado resultado cada vez que reciba un estímulo dado, de ello resulta que estamos ante una ciencia de la programación de seres animados. A partir de aquí, el control y decisión de la conducta de la máquina se produce a partir de un algoritmo decisional, y los algoritmos se crean para el desempeño de tareas concretas: No existe un algoritmo que defina la operación de llevar una vida humana con sentido. La visión de Descartes sobre los autómatas reproduce esta idea de control y de falta de libertad, libertad que es patrimonio del ser humano e inaccesible a la máquina. La máquina está “pilotada”, desde fuera por las órdenes humanas o desde dentro por su programa (por la disposición de sus mecanismos, diría Descartes), no olvidemos que cibernética viene del griego “kubernetes”, que se refiere al timón y al piloto que lo gobierna.

En cambio, el ser humano es, a la vez, el piloto y la nave, la máquina y su programa: el programa que anima al ser humano es “él”. Lo vemos de nuevo en Descartes: “Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensaciones de dolor, hambre, sed, etcétera, que yo no sólo estoy en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa. Pues si ello no fuera así, no sentiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido, pues no soy sino una cosa que piensa, y percibiría esa herida con el solo entendimiento, como un piloto percibe, por medio de la vista, que algo se rompe en su nave”.

No cabe decir más.

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