Neutralidad y honorabilidad del árbitro: de la ética a la diligencia

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Autora: Ana Isabel Blanco García (España). Profesora Contratada Doctora del Departamento de Derecho Administrativo y Procesal de la Universitat de València. Licenciada en Derecho y en Administración y Dirección de Empresas, cuenta con el Máster en Derecho de la Empresa, así como con dos Diplomas de postgrado, uno en Bolsas y Mercados Financieros y otro en Arbitraje interno e internacional. En la actualidad es secretaria académica del Máster en Derecho, Empresa y Justicia de la UV y Codirectora de la Maestría en Derecho Bancario, Seguros y Mercados Financieros en la Universidad San Carlos de Guatemala. Su investigación se ha centrado mayoritariamente en los medios de tutela extrajurisdiccionales de los consumidores, con especial hincapié en el ámbito financiero tras los avatares de la crisis financiera con el profundo estudio de la figura del Ombudsman, para lo cual realizó una investigación de campo en una entidad financiera extranjera. Asimismo, ha analizado el régimen jurídico de las cláusulas abusivas en los contratos de adhesión y la posibilidad de ejercer un control de oficio por parte de los tribunales. Correo electrónico: A.Isabel.Blanco@uv.es.

Resumen: Una de las principales reglas del arbitraje es que el órgano arbitral debe ser independiente, imparcial, neutral y diligente en sus actuaciones durante todo el procedimiento arbitral. Ahora bien, la sofisticación y complejidad del arbitraje como procedimiento de resolución extrajudicial de controversias puede minar la confianza en la eficiencia del sistema. En este sentido, reviste una trascendental importancia la ética profesional (arbitral) y la honorabilidad del árbitro. Este artículo busca poner en valor la importancia de la neutralidad del árbitro, de la integridad del arbitraje y del prestigio de este procedimiento.

Palabras clave: arbitraje; honorabilidad; independencia e imparcialidad; neutralidad; responsabilidad del árbitro.

Abstract: One of the main principles of arbitration is that the arbitral tribunal must be independent, impartial, neutral and diligent in carrying out its duties throughout the arbitration proceedings. However, the sophistication and complexity of arbitration as an extra-judicial dispute resolution procedure can undermine confidence in the efficiency of the system. In this regard, the professional (arbitral) ethics and the honourability of the arbitrator are of major importance. This article aims to highlight the importance of the neutrality of the arbitrator, the integrity of the arbitration and the reputation of this procedure.

Key words: arbitration; honorability; independence and impartiality; neutrality; liability of the arbitrator.

Sumario:
I. Introducción.
II. La neutralidad y honorabilidad del árbitro: garantía de la independencia e imparcialidad del árbitro.
1. Independencia e imparcialidad ¿sinónimos?.
2. La acción del árbitro: el deber de revelación como mecanismo de prevención.
3. La acción de las partes: la recusación como mecanismo de control.
III. La responsabilidad del árbitro: el medio para un fin.
IV. Reflexión final.

Referencia: Rev. Boliv. de Derecho Nº 31, enero 2021, ISSN: 2070-8157, pp. 264-285.

Revista indexada en LATINDEX, ESCI (ISI-Thomson Reuters), CIRC, ANVUR, REDIB, REDALYC, MIAR.

I. INTRODUCCIÓN.

La buena fe, la lealtad y la cooperación son valores, conductas, principios que, si bien no están expresamente recogidos en la norma arbitral, se desprenden del sentir e intención de la regulación del status quo del árbitro, quien debe ajustarse a la deontología profesional y a un deber ético que le resulta exigible al árbitro desde el momento de aceptación de su nombramiento.

La deontología permite el esclarecimiento de conductas reprochables, basadas principalmente en los valores, cualificación y principios que subyacen de la norma jurídica, en este caso, de la norma arbitral. Criterios de buenas conductas –y otras reprochables- que no puede desligarse tampoco de un buen sistema disciplinario que asegure el cumplimiento de unas bases sólidas que garanticen fundamentalmente la actuación independiente e imparcial del árbitro. En este sentido, y no en otro, se entiende necesario el refuerzo de la ética y la honorabilidad de la figura del árbitro para asegurar el respeto del principio de neutralidad. Efectivamente, “la deontología profesional suele ligarse a la existencia de códigos éticos. Sin embargo, este instrumento, que es valioso porque favorece la publicidad, certeza y eficacia de las normas deontológicas, no agota todo el contenido de éstas; es una guía de reglas precisas que facilita y orienta al profesional en el buen cumplimiento de las normas morales”.

Este artículo aborda la cuestión de la honorabilidad del árbitro, recogiendo todas sus manifestaciones como exigencias de independencia, imparcialidad y ajenidad, no solo respecto de los sujetos intervinientes en el procedimiento, sino también con respecto al objeto de la controversia. Cuestión importante al tratarse el árbitro de la figura esencial para el buen fin del arbitraje por el papel que desempeña en la resolución del conflicto y como último garante de la justicia.

II. LA NEUTRALIDAD Y HONORABILIDAD DEL ÁRBITRO: GARANTÍA DE LA INDEPENDENCIA E IMPARCIALIDAD DEL ÁRBITRO.

La honorabilidad, unida al principio de buena fe, refiere de las “cualidades morales y profesionales” necesarias para asegurar que el arbitraje se desarrolle con todas las garantías, al menos, por parte del órgano arbitral. Cualidades que constituyen, en esencia, un criterio de admisión para ejercer como árbitros. No obstante, el principio de buena fe como principio rector de la conducta de los sujetos implicados en un arbitraje no viene recogido en todas las normativas ni tampoco en todos los Reglamentos institucionales. Por ejemplo, Reglamentos de Instituciones Arbitrales internacionales como la Corte Internacional de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional (en adelante, CCI), no recogen, por regla general, la buena fe. Otros, sin embargo, como el de la London Court of International Arbitration, (en adelante, LCIA), sí consagran la buena fe como principio básico en aquellos aspectos que no han sido recogidos por las partes en el convenio.

Carecemos también de un catálogo uniforme y detallado de los requisitos que todo árbitro debiera reunir, si bien se infieren de la exigencia de una serie de deberes como la revelación de circunstancias que puedan quebrar el principio de independencia e imparcialidad, así como la confianza y lealtad entre los sujetos intervinientes en el arbitraje (árbitro y partes) a través del principio de colegialidad. Sí se ha producido, al menos en el arbitraje administrado, una proliferación de códigos éticos y de buenas conductas, plasmándose “lo que en la práctica se está entendiendo por ética en el desarrollo de las funciones arbitrales”.

La selección de los árbitros es una de las formas de observar las cualidades y capacitaciones exigidas para un buen arbitraje. Precisamente, la exigencia de honorabilidad y lealtad a los árbitros responde a una necesidad de objetivar el resultado del procedimiento, de evitar que su elección determine ganar o perder el arbitraje.

Esta buena fe no solo es predicable de los árbitros, sino también de las partes implicadas, sus abogados y, en general, de todas las personas que intervengan en el arbitraje, tratando de evitar, con ello, la vulneración del principio non venire contra factum propium o que una de las partes ejerza su derecho a recusar al árbitro de forma maliciosa, por ejemplo. Así es, partiendo de que uno de los principios esenciales del arbitraje es el de la autonomía de la voluntad de las partes, que las faculta para adoptar decisiones relativas al procedimiento, un correcto nombramiento y designación del árbitro o árbitros deviene esencial para el buen desarrollo del propio arbitraje, especialmente para que no se produzcan demasiadas incidencias que menoscaben el principio de celeridad.

En suma, que la buena fe y la ética arbitral debieran ser las guías de las actuaciones arbitrales es una afirmación que goza de buena aceptación en la práctica, en tanto en cuanto “la bona fides es un principio surgido en el marco de una ética comercial, libre de formas, basada en la reciprocidad, la confianza y la lealtad en el trato”. En este sentido, la función arbitral debe regirse, además de por lo convenido por las partes, por la impecable actuación de los árbitros, pues de ello depende no solo la efectividad del procedimiento, sino también la satisfacción de las partes por el desarrollo de las distintas actuaciones.

Por su parte, el vocablo “neutro”, cuando es referido a la persona del árbitro, sugiere que éste no debe tener prejuicio alguno –objetivo o subjetivo-, pero tampoco debe crearlo en el transcurso de las actuaciones. Con neutralidad se alude a la imparcialidad, siendo ésta la esencia de aquella. En efecto, no puede entenderse la una sin la otra, así como tampoco puede desconocerse la independencia de la imparcialidad. Ambas, estas últimas, suelen emplearse como sinónimos que, sin embargo, se manifiestan en la práctica de distinta forma. Conductas que no son sino una expresión del deber de mantenerse ajeno al conflicto, con la única finalidad de garantizar la tutela (arbitral) efectiva.

Las siguientes páginas nos permitirán concretar y analizar todas las manifestaciones de la requerida neutralidad del órgano arbitral, tanto como garante de la independencia e imparcialidad como de la ajenidad del árbitro.

1. Independencia e imparcialidad ¿sinónimos?

En términos genéricos, podría decirse que los árbitros deben ser imparciales, independientes, diligentes y discretos, en directa alusión a la neutralidad y confidencialidad propias del arbitraje. Sensu contrario, sin este tipo de comportamiento el arbitraje perdería su razón de ser. De ahí la importancia de fijar garantías para asegurar el correcto funcionamiento del sistema.

Que la independencia y la imparcialidad del árbitro se han convertido en dos pilares fundamentales del arbitraje es un hecho, siendo una de sus consecuencias la imposición al árbitro del deber de revelar, motu proprio y como conditio para la aceptación del cargo o, incluso en un momento procesal posterior a instancia de parte, toda circunstancia que hiciera sospechar de su falta de honorabilidad, de su falta de neutralidad, entendida a estos efectos, como ausencia de la independencia e imparcialidad debidas. Para luchar contra una posible falta de diligencia por parte del árbitro nombrado, se les concede a las partes una vía de ataque que consiste en la separación del árbitro del procedimiento: el trámite de la recusación, que abordaremos en el apartado siguiente.

Obviamente, un árbitro no solo puede ser separado por motivos de parcialidad o dependencia, sino que existen una serie de impedimentos para ejercer como árbitro, tales como el fallecimiento del árbitro designado, la incapacidad definitiva o la incapacidad temporal mayor a veinte días. Pero, además, hay un supuesto que actúa como criterio inhabilitante para ser árbitro, pero no se trata de una incapacidad, sino más bien de la incompatibilidad derivada de la legislación a la que el candidato a árbitro esté sometido en el ejercicio de su profesión o cargo. Véase, por ejemplo, el régimen de incompatibilidad que afecta a jueces, magistrados o fiscales, entendiéndose que viene referido a aquellos que están en activo. De un lado, los arts. 389 a 397 de la Ley Orgánica del Poder Judicial recogen la incompatibilidad del juez “[C]on todo empleo, cargo o profesión retribuida” (art. 389). De otro lado, también encontramos que el art. 57.5 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal atribuye esta incompatibilidad al cuerpo de fiscales. De lo que se trata es, en definitiva, de preservar la neutralidad de la Justicia (arbitral en este caso).

Prácticamente, desde la Ley Modelo UNCITRAL hasta la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de arbitraje (en adelante, Ley de arbitraje), incluyendo también los distintos Reglamentos de las Instituciones arbitrales, todos los ordenamientos jurídicos exigen expresamente el cumplimiento de estos principios, si bien adolecen de una definición concreta, así como de criterios diferenciadores entre ambas, pues llega incluso a utilizarlas como sinónimos, cuando en esencia difieren entre sí. Es más, deja sin concretar su contenido, alcance o circunstancias que faciliten la identificación de aquellos árbitros que incumplan tales cualidades, a diferencia de lo que sucede con la Ley sueca.

Han sido la jurisprudencia y la doctrina las encargadas de analizar con profundidad la observancia de estos principios éticos propios de la función quasi jurisdiccional que desempeñan los árbitros, especialmente ante la ausencia de un estándar normativo o de códigos arbitrales a nivel internacional. La virtud de la independencia presenta mayor facilidad probatoria, pues la imparcialidad es entendida como un criterio subjetivo que presenta mayor dificultad para ser reconocido o alegado, pues alude a la actitud o posicionamiento del árbitro con respecto a las partes o al objeto del procedimiento arbitral, mientras que la independencia se refiere a la existencia de vínculos o relaciones del árbitro con las partes, ya sean jurídicas, profesionales, personales o comerciales.

Tanto la independencia como la imparcialidad obligan a una correcta actuación arbitral, radicando su diferente esencia en la naturaleza objetiva o subjetiva de la neutralidad pedida. Por una parte, la independencia “supone la ausencia de vínculos que unan al árbitro con respecto a los intervinientes en el proceso y que impliquen la existencia de algún tipo de relación que pueda llevar a considerar fundadamente la existencia de predisposición o inclinación en el árbitro a acoger las pretensiones de alguna de las partes” y, por tanto, “es una situación de hecho o de derecho, susceptible de verificación objetiva”. Por otra parte, la imparcialidad “es más un estado mental, que será necesariamente subjetivo”. Así es, la imparcialidad “supone la inexistencia de causa o motivos derivados de la relación del recusado con los intervinientes en el proceso, que permitan dudar, fundadamente, de que el árbitro recusado podrá desempeñar su cometido, con la objetividad y equidistancia precisas con respecto a las partes, a la hora de resolver las pretensiones que sean objeto del procedimiento arbitral”.

Garantías para un procedimiento justo que permiten asegurar la confiabilidad en el sistema. Autores incluso apelan a la “regla de la apariencia”, según la cual la imparcialidad es necesaria para impartir justicia mientras que la independencia lo es para aparentarla. Así es, la exigencia de una ausencia de vínculos recientes -previos o coetáneos al inicio del procedimiento- hace que nos planteemos si la mera existencia de una relación o vínculo conlleva, per se, la separación inmediata y directa del árbitro cuya honorabilidad se cuestiona. Obviamente esto no puede suceder así, pues puede darse el caso de que la relación o conexión fuera efímera o irrelevante, empero, se mantiene, con mayor fuerza si cabe, la obligación de revelar tales circunstancias a las partes.

A este propósito obedece la reforma de la Ley de Arbitraje operada en 2011, en concreto, del art.17.4, según el cual “[S]alvo acuerdo en contrario de las partes, el árbitro no podrá haber intervenido como mediador en el mismo conflicto entre éstas”, como respuesta a la gran acogida y expansión de la técnica escalonada med-arb, dejando de permitirse de facto que la persona que asuma el rol de mediador haga lo propio con el de árbitro en caso de que la mediación resulte infructífera. Así es, desde 2011 se impone acertadamente la incompatibilidad en la duplicidad de funciones, en este caso como mediador y árbitro, en el mismo procedimiento, en aras de asegurar la neutralidad del órgano arbitral.

La problemática que subyace de la dualidad de posiciones en un mismo procedimiento no queda constreñida a las técnicas escalonadas, sino al arbitraje en general y al arbitraje internacional con mayor incidencia. Ciertamente, que abogados de grandes firmas y despachos formen parte del elenco de árbitros de instituciones arbitrales internacionales es una realidad insoslayable, como también lo es que una misma persona –física o jurídica- pueda estar asesorada por uno de estos profesionales en un procedimiento arbitral y, a su vez, ser parte de otro donde el árbitro sea aquel asesor. Práctica que es conocida como double hatting, de momento permitida, no sin críticas. Es más, la única manifestación contraria, plasmada en forma de prohibición, se recoge en el art. S5 de la Sección B.1 del Reglamento del Tribunal de Arbitraje Deportivo, donde se impide que árbitros y mediadores actúen como consejeros o asesores de parte ante el Tribunal.

No obstante, es cierto que los Reglamentos de algunas Instituciones arbitrales como la CCI niegan la duplicidad de roles, pero limitada a la incompatibilidad de que miembros de la propia Institución actúen como árbitros. Otros como la LCIA, por su parte, contemplan que, de consuno y bajo determinadas circunstancias, algunos miembros de la Institución, como el Presidente, puedan ser nombrados expresamente como árbitros. Finalmente, Instituciones como el SCC guardan silencio, es decir, no prohíben esta posibilidad, pero tampoco la permiten abiertamente, aun cuando de su lectura se infiere más bien lo primero que lo segundo.

La ética arbitral y la honorabilidad son el contrapeso de los efectos negativos y dudas propios de la dualidad de roles. Escepticismo no solo por la vulneración del principio de independencia e imparcialidad, sino también por la posible influencia que la experiencia e información sobre el resto de árbitros o el funcionamiento de la correspondiente institución pudiera tener en las actuaciones de los asesores y en el desarrollo del propio procedimiento. La solución a este problema vendría dada por la incorporación en las regulaciones y reglamentaciones de forma expresa la prohibición de ejercer como árbitro y como defensor ante la misma Corte o Institución arbitral (internacional).

Efectivamente, la identificación de un ánimo parcial por parte del árbitro se complica cuando estamos ante un arbitraje comercial internacional, pues la práctica ha demostrado que se ha creado lo que se conoce como clubbing. En otras palabras, el listado de árbitros disponibles para este tipo de disputas podría decirse que no es muy extenso, lo que ha propiciado la generación de conexiones entre estos árbitros, los abogados y consejeros de las partes y las propias instituciones, lo que pone en jaque la reputación del arbitraje. Cuestionamiento que puede salvarse gracias a la confianza en el arbitraje, puesto que se entiende que éstos son escogidos y designados por su valía, su expertisse y su capacidad para mantenerse neutral con respecto de la disputa y del procedimiento.

En el marco del arbitraje internacional, la independencia presenta una doble dimensión: por un lado, la exigencia de una autonomía en el ejercicio de su función, esto es, una independencia funcional donde no esté sometido a órdenes de otros órganos o incluso de la propia institución arbitral y, por otro lado, la prohibición de la existencia de vínculos con las partes. La separación formal y material entre el colectivo representado por abogados o asesores y el de los árbitros a través, por ejemplo, de Colegios Profesionales diferentes, podría ser una solución, pero plantea mayor incertidumbre en su materialización y, sobre todo, mermaría el número de árbitros por la menor rentabilidad relativa del arbitraje con respecto a la profesión legal, dificultando así la sostenibilidad del sistema.

Afirmado supra, no puede entenderse la neutralidad sin la imparcialidad, pues ésta es la esencia de aquélla. Así es, la delgada línea que las separa muestra que la neutralidad alude más a la equidistancia del tercero con respecto del objeto y partes del procedimiento, a la preferencia por una de ellas, relacionándose con aspectos tales como la sede del arbitraje, la ley aplicable al procedimiento e, incluso, la nacionalidad. Así es, en ocasiones las partes utilizan criterios subjetivos como la confianza e incluso la citada nacionalidad para nombrar un determinado árbitro, con la mera finalidad de obtener una decisión lo más favorable posible.

La nacionalidad del árbitro es, pues, un aspecto que no debería suponer conflicto alguno pero que, por el contrario, es objeto de debate y regulación. Nuestro ordenamiento jurídico no expresa obstáculo alguno a la hora de elegir un árbitro de igual o distinta nacionalidad que las partes. Sin embargo, mayor protagonismo cobra este elemento en el arbitraje internacional, donde puede convertirse en el medio para obtener una ventaja estratégica. Al respecto, la norma española señala la conveniencia de “nombrar un árbitro de nacionalidad distinta a la de las partes y, en su caso, a la de los árbitros ya designados, a la vista de las circunstancias concurrentes” (art. 15.6) para salvaguardar la necesaria neutralidad con las partes; mientras que en ordenamientos extranjeros como el inglés no encontramos alusión alguna a la nacionalidad o a la neutralidad del árbitro, si bien el reglamento de la LCIA contiene una disposición detallada sobre la nacionalidad de los árbitros, exigiendo, como regla general, que si las partes no comparten la misma nacionalidad, el árbitro único o el presidente del colegio arbitral deberá tener nacionalidad distinta a las mismas. Decisión no exenta de riesgo por la carencia y el desconocimiento de la idiosincrasia del sistema legal y contractual, así como de los usos y costumbres del comercio.

Como vemos, ambos principios se complementan entre sí, persiguiendo un objetivo común: la neutralidad e igualdad de partes y, por ende, la garantía de un debido proceso, esto es, la Justicia arbitral.

2. La acción del árbitro: el deber de revelación como mecanismo de prevención

La prohibición al árbitro de mantener con las partes una relación personal, profesional o comercial se proyecta pro futuro, es decir, el impedimento a los árbitros de relacionarse extraprocesalmente con las partes se mantiene hasta el momento de emisión del laudo. La existencia de cualquier tipo de relación sembraría dudas fundadas sobre la independencia e imparcialidad del árbitro. Por ello, “para evitar recusaciones por esos motivos sobrevenidos, el legislador impone el deber de que entre las partes y los árbitros se mantenga la distancia necesaria que requieren las garantías de neutralidad e independencia. Estamos, en efecto, ante una verdadera prohibición: la Ley prohíbe tales relaciones, y si éstas existieran en el momento de la designación podrían ser alegadas como motivo de recusación y, en su caso, dar lugar a la sustitución del árbitro”.

Se impone al árbitro, en consecuencia, un deber de revelación de cuantas circunstancias pudieran suponer una quiebra de la neutralidad e independencia. Deber de revelación conocido en el mundo anglosajón como duty of disclosure o duty of disclose, y consiste en una declaración unilateral del árbitro designado, asumida ex lege, de tales circunstancias. Este deber o duty se configura como un mecanismo preventivo para evitar futuras anulaciones del laudo por concurrir un conflicto de interés o una causa de parcialidad, amén de la fractura en la confianza de las partes en el procedimiento. La obligación refiere de “todas las circunstancias” que puedan generar sospechas sobre su independencia o imparcialidad. Ahora bien, debemos matizar la citada expresión, pues de ello no se desprende la obligación del árbitro de emitir una biografía exhaustiva y detallada, lo que sería una carga exacerbada, sino más bien identificar y concretar cuál o cuáles relaciones o conexiones de su vida podrían quebrar la neutralidad.

Supra hemos indicado que la garantía de independencia e imparcialidad es una obligación proyectada pro futuro, esto es, durante todas las actuaciones arbitrales y, al menos, hasta la emisión del laudo. Pues bien, esta proyección temporal también se aplica a este deber de revelación. En consecuencia, el momento procesal idóneo para la revelación de estas circunstancias es el de su nombramiento, pero ello no es óbice a que se pueda informar a las partes contendientes de cualquier circunstancia sobrevenida durante el arbitraje. Más bien al contrario, es una exigencia que denota la buena fe y la honorabilidad del árbitro en sus decisiones.

La revelación de los posibles conflictos de interés que puedan existir es una obligación que recae en la persona del árbitro, si bien ordenamientos como el nuestro también facultan, de manera acertada, a las partes para solicitar algún tipo de aclaración o información concreta. Y ello en tanto en cuanto “la ausencia de revelación de las circunstancias que pudieran comprometer la independencia proyecta, por sí sola, una sombra de sospecha sobre el árbitro suficiente para eliminar la confianza en la que se basó su designación”.

El arbitraje administrado se ha hecho eco de la necesidad de imponer esta tarea al árbitro designado, siendo interesante traer a colación el ejemplo del Reglamento de la CCI, cuyo art. 7 dispone que “[A]ntes de su nombramiento o confirmación, la persona propuesta como árbitro debe suscribir una declaración de independencia y dar a conocer por escrito a la Secretaría cualquier hechos o circunstancias susceptibles, desde el punto de vista de las partes, de poner en duda su independencia. (…) 3. El árbitro deberá dar a conocer inmediatamente y por escrito, tanto a la Secretaría como a las partes, cualquiera hechos o circunstancias de naturaleza similar que pudieren surgir durante el arbitraje (…)”. Criterios asumidos de forma pacífica por el resto de instituciones, lo que refleja que, al menos en lo que aquí concierne, hay un estándar uniforme.

Por el contrario, no hay un estándar uniforme y homogéneo en la normativa o en la reglamentación, ni a nivel nacional ni a nivel internacional. Por ello, es menester acudir a una suerte de códigos de buenas prácticas, cuya naturaleza es meramente informativa. Hablamos de las IBA Guidelines on Conflicts of Interest in International Arbitration (en adelante, IBA Guidelines) , aprobadas por la International Bar Association¸ en la versión de 23 de octubre de 2014, y el Code of Ethics for Arbitrators in Commercial Disputes, elaborado de forma conjunta por la American Bar Association y la American Arbitration Association, actualizado a fecha de julio de 2014.

Las IBA Guidelines son recomendaciones con una gran acogida, construidas sobre lo que se conoce como “test de una tercera persona razonable” o “prudente”, establecido en el art. 2b) de las IBA Guidelines, que apunta a la exigencia del árbitro de declinar su designación o finalizar su actuación como árbitro si concurren circunstancias que generan, en una persona con buen juicio o prudente, dudas razonables sobre su imparcialidad. Documento que contiene tres listados donde se detallan los posibles conflictos de interés: listado rojo, listado naranja y listado verde. Los colores elegidos no dejan lugar a la imaginación, pues dan una idea de la magnitud e importancia de los conflictos en ellos incluidos y de las consecuencias sobre la persona del árbitro.

El primer listado, el Listado Rojo, se divide a su vez en dos. Por una parte, tenemos el Listad Rojo Irrenunciable, que incluye conflictos de interés graves que generan dudas y sospechas que fundarían y motivarían una abstención y, llegado el caso, una recusación. Por otra parte, está el Listado Rojo Renunciable, que recoge conflictos de interés que revisten gravedad, pero menor que los del listado anterior.

El segundo listado, el Listado Naranja, contiene situaciones que pueden generar dudas, pero que podrían disiparse con una explicación lógica y detallada por el árbitro.
El último listado, el Listado Verde, recoge los supuestos que no implican conflicto de interés alguno, cuya revelación carece de relevancia y no es, por tanto, obligatoria.

La falta de independencia e imparcialidad en la figura del árbitro resultará en la anulación del laudo e, incluso, en la denegación de la ejecución del mismo. Ello perjudicará a las partes, pero también deslegitimará al arbitraje como mecanismo de solución de controversias. En este sentido, la revelación de estos posibles conflictos de interés y la consiguiente sustitución del árbitro presenta la clara ventaja de evitar recusaciones del árbitro, lo que agiliza el proceso e impide que se dilate más de lo necesario y, además se convierte en un estímulo en pro de la transparencia y la confianza en el procedimiento arbitral y, por ende, en su eficacia.

3. La acción de las partes: la recusación como mecanismo de control.

Una de las garantías de la neutralidad y objetividad de la función arbitral es la recusación, una suerte de control de la honorabilidad del árbitro. Mecanismo contemplado y regulado tanto normativa como reglamentariamente, a nivel nacional e internacional, cuya finalidad principal es la descalificación del árbitro, su separación y consiguiente impedimento para conocer de la causa arbitral. En ocasiones se torna necesaria una evaluación conjunta de las circunstancias alegadas y de los parámetros y coordenadas del caso en cuestión”, dado que puede darse el caso que “tales circunstancias, aisladamente consideradas, carezcan de la “virtualidad necesaria para sustentar la recusación” del árbitro.

En un alarde de conservar la eficacia del arbitraje y evitar así la proliferación de recusaciones cuyo propósito no sea otro que la dilatación del procedimiento como estrategia para lograr una cierta ventaja, se ha adoptado la decisión de que el trámite de recusación no tenga efectos suspensivos, salvo que las partes así lo prevean. MONTERO, por su parte, asegura que no suspender el arbitraje podría implicar que el árbitro, cuya neutralidad y objetividad se ha puesto en entredicho, continúe al frente del procedimiento.

Por regla general, el momento procesal idóneo para interponer la recusación llega tras la designación del árbitro o del órgano arbitral, alegando aquellas circunstancias que pueden quebrar los principios esenciales de todo procedimiento de tutela, pero también el posible desconocimiento de las mismas en el momento en que el árbitro o colegio arbitral fue constituido. En este sentido, resulta obvio que una parte puede recusar al árbitro por ella misma designado, reflejando la buena fe en su conducta y su deseo de que el arbitraje se desarrolle debidamente y con todas las garantías.

En todo caso, deben ejercerse las causas de recusación tan pronto como sean conocidas por la parte interesada. De esta forma se demuestra nuevamente la buena fe de las partes, quedando probada la conexión entre el conocimiento de la causal de recusación y la solicitud de la misma. Sensu contrario, formular la recusación en un momento posterior, incluso en la acción de anulación, es un claro supuesto de actuación contra los actos propios.

Manifestación reiterada por nuestro Tribunal Constitucional cuando afirma que puesto que “la facultad de recusar se encamina a impugnar la idoneidad constitucional del Juez como tercero imparcial y a apartarle del conocimiento de un asunto del que es, en principio, Juez ordinario predeterminado por la ley, es lícito que se imponga a la parte la carga de formular la recusación con premura y que, en consecuencia, se limite o excluya la posibilidad de la invocación tardía de la causa de recusación, singularmente cuando ésta se dirija, no ya a apartar al iudex suspectus del conocimiento del proceso, sino a anular lo ya decidido definitivamente por él. Precisamente por ello (…) requiere, por razones inmanentes al proceso mismo en el que se trata de hacer valer el derecho a la imparcialidad (…), un obrar diligente de la parte a la hora de plantear la recusación, so pena de verse impedida para hacer valer la causa de recusación”.

La(s) parte(s) no puede(n) aceptar la continuidad del árbitro ignorando voluntariamente la existencia de una posible parcialidad para después formular la recusación al final del procedimiento o como causa de anulación, pues ello contradice también el principio de buena fe. Es más, la doctrina de no ir contra los actos propios supone la pérdida del derecho a recusar en estos casos donde la(s) parte(s) acepta(n) la constitución del órgano arbitral a sabiendas de la parcialidad de uno o más de sus miembros. Pérdida, que no renuncia, dado que ello conllevaría a la renuncia de las partes de “algo consustancial con la heterocomposición, al admitir que el tercero no sea imparcial”.

III. LA RESPONSABILIDAD DEL ÁRBITRO: EL MEDIO PARA UN FIN.

El comportamiento honorable y respetuoso con los fines del arbitraje por parte del órgano arbitral debe reforzarse mediante la imposición de consecuencias jurídicas, no solo sobre el propio procedimiento, sino también sobre el árbitro.

El procedimiento puede ser cuestionado a través de la acción de anulación, mientras que el árbitro -sujeto que aquí interesa- puede ser responsabilizado por los fallos y errores cometidos en el desarrollo de sus funciones y que, en esencia, han entorpecido, dificultado o impedido el normal y garante desarrollo del arbitraje. En este sentido, los estándares internacionales, así como la normativa arbitral -internacional y nacional-, abogan por establecer un régimen sancionador y depurar responsabilidades en aquellos casos en los que la actuación del árbitro haya supuesto una ruptura del principio de neutralidad, en lo que se refiere tanto a la imparcialidad como a la independencia.

Cuestión pacífica a todos los niveles que, empero, no significa que hayamos construido una norma ética internacional. No obstante, la integración en la práctica arbitral de estos códigos éticos o protocolos de buenas prácticas que orientan la conducta de los árbitros contribuyen a garantizar la seguridad jurídica y la certeza de la actuación del árbitro cuando concurren determinadas circunstancias, esto es, se trata de fijar unos patrones de conducta que todo árbitro debe observar.

La responsabilidad del árbitro debe incluir todas las acciones y omisiones que se hayan llevado a cabo durante el arbitraje y en relación a él, pues entendemos que no es posible establecer ningún tipo de limitación temporal. El árbitro debe responder de sus acciones que hayan ocasionado perjuicios a las partes, con independencia de la finalización del arbitraje, siempre que dicha acción fuera realizada en el seno de un arbitraje y como consecuencia de su actuación como árbitro.

En efecto, aceptado el cargo como árbitro, este deberá cumplir fielmente con el encargo, incurriendo, si no lo hiciere, en responsabilidad por los daños y perjuicios que causare por mala fe, temeridad o dolo. Cuando un arbitraje estuviese encomendado a una institución, el perjudicado tendrá acción directa contra la misma, con independencia de las acciones de resarcimiento que asistan a aquélla contra los árbitros. En este sentido se ha pronunciado el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, señalando que “(…) se deben extremar las cautelas en el arbitraje institucional, lo que se traduce en el escrupuloso respeto al principio de igualdad, lo que es tanto como decir que la Corte arbitral ha de actuar con neutralidad respecto de las partes y con pleno desinterés respecto del thema decidendi”.

IV. REFLEXIÓN FINAL.

El protagonismo alcanzado por el arbitraje como mecanismo de solución de conflictos, especialmente en sectores como el comercio internacional o de inversiones, también ha precipitado la necesidad de un mayor control y observancia de las eventuales conexiones entre los árbitros y las partes, así como con sus respectivos abogados, con el propósito de mitigar de manera significativa cualquier conflicto de interés que impidiera desarrollar un procedimiento arbitral independiente e imparcial; exigencias a las que se une el requisito de neutralidad entendido como ajenidad.

La buena fe es la pieza clave del procedimiento, cuya principal consecuencia es, precisamente, el deber de revelación de posibles conflictos de interés con carácter preventivo, aunque también gocen las partes del derecho de recusación.

La honorabilidad del árbitro se une a la buena fe, ocupando también un lugar destacado, recogiéndose bajo su paraguas la ética arbitral, que se ha convertido en un fin en sí misma, no solo por sus implicaciones en el propio procedimiento, sino también sobre la figura del árbitro, lo que le impediría actuar de forma negligente.

No obstante, las controversias resultantes del nombramiento de los árbitros y configuración del órgano arbitral suponen una crisis de confianza en el sistema, lo que hace aún más patente la necesidad de una aplicación uniforme y homogénea de los principios de independencia e imparcialidad, especialmente en lo que concierne al deber de revelación de los árbitros.

El intenso crecimiento y expansión del arbitraje a más sectores económicos, así como la intervención de terceros ajenos al procedimiento como financiadores, son una preocupación por la falta de garantías de imparcialidad y de independencia, pero también de transparencia. En este sentido, se torna imprescindible una mayor exigencia en la honorabilidad del árbitro para detener y evitar cualquier problema futuro.

Acceder al título íntegro del artículo, con notas y bibliografía:

https://www.revista-rbd.com/wp-content/uploads/2021/01/8._Ana_Isabel_Blanco_pp._264-285.pdf

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