Autor: José Ramón de Verda y Beamonte, Catedrático de Derecho civil de la Universidad de Valencia. Correo electrónico: J.Ramon.de-Verda@uv.es
Resumen: El presente trabajo estudia la cuestión de la validez de los pactos patrimoniales en las uniones de hecho en el Derecho español.
Palabras clave: unión de hecho; pactos patrimoniales; libre desarrollo de la personalidad; comunidad de bienes; enriquecimiento injusto.
Abstract: This paper studies the matter of the validity of patrimonial agreements in common-law relationships in Spanish Law.
Key words: common-law relationship; patrimonial agreements; joint-ownership; free development of personality; unjust enrichment.
Sumario:
I. Constitución y unión de hecho: el alcance del derecho fundamental a la no discriminación respecto de la familia no matrimonial.
II. La dispersa e incierta regulación legal española de las uniones de hecho.
1. Panorama general.
2. Inconstitucionalidad de ciertas leyes autonómicas de uniones de hecho.
A) Problemas competenciales.
B) La necesidad de respetar el principio constitucional de libre desarrollo de la personalidad.
III. La libertad de pactos entre convivientes para regular los aspectos patrimoniales de la unión.
1. La constitución tácita de una comunidad sobre la vivienda en la que se reside.
A) Pagos realizados con cargo a cuentas conjuntas.
B) Pagos realizados con cargo cuentas de titularidad individual (posible existencia de fiducia).
C) Atribución voluntaria de carácter común, con independencia de la propiedad del dinero empleado para la adquisición de la vivienda.
D) Adquisición de vivienda por uno solo de los convivientes antes del inicio de la vida en común.
2. La constitución tácita de una sociedad irregular o de una comunidad de bienes en torno al ejercicio de una actividad profesional o empresarial.
A) Indicios probatorios.
B) Comunidad de bienes ‘versus’ sociedad irregular.
IV. Pactos relativos a instituciones o figuras legales conexas al matrimonio.
1. Imposibilidad de acogerse convencionalmente al régimen legal de gananciales.
2. Pactos sobre la aplicación de la pensión compensatoria del art. 97 CC.
3. Pactos relativos el uso de la vivienda familiar.
V. Estipulaciones sobre la contribución a los gastos generados por la atención ordinaria de la familia.
1. Validez y eficacia de las estipulaciones.
2. Posibilidad de que el acreedor pueda dirigirse directamente contra el conviviente no deudor.
VI. El alcance de la autonomía privada respecto al establecimiento o exclusión convencional de indemnizaciones.
1. Previsión contractual de pago de indemnizaciones al extinguirse la unión de hecho: libre desarrollo de la personalidad y prohibición de enriquecimiento injusto.
2. Pactos de renuncia anticipada a reclamar indemnizaciones.
A) Validez de los que excluyen las ligadas al mero hecho de la ruptura de la convivencia.
B) Invalidez de los que excluyen el pago de todo tipo de indemnización, cualquiera que sea su causa: contrariedad al principio de prohibición de enriquecimiento injusto (inaplicación de la doctrina jurisprudencial de la cláusula rebus sic stantibus).
Referencia: Actualidad Jurídica Iberoamericana Nº 11, agosto 2019, ISSN: 2386-4567, pp. 12-63.
I. CONSTITUCIÓN Y UNIÓN DE HECHO: EL ALCANCE DEL DERECHO FUNDAMENTAL A LA NO DISCRIMINACIÓN RESPECTO DE LA FAMILIA NO MATRIMONIAL.
El art. 39.1 de la Constitución Española (CE) establece que los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia. El precepto habla de “familia”, y no de “familia legítima” (o “matrimonial”), por lo que la protección que el precepto otorga a la familia no debe identificarse, necesariamente, con la que tiene origen en el matrimonio, el cual se regula en un precepto específico (art. 32 CE), y en capítulo diverso.
Esta es la posición mantenida por la jurisprudencia constitucional desde tiempos tempranos, con apoyo en el principio constitucional de libre desarrollo de la personalidad consagrado en el art. 10.1 CE, cuando afirma que “el concepto constitucional de familia (no) se reduce a la matrimonial”. Por lo tanto, dentro de la noción de familia contemplada en el art. 39.1 CE hay que situar las uniones no matrimoniales que tienen su origen en una decisión libre de los convivientes (que realizan, así, una determinada opción vital en el ejercicio de la libertad nupcial negativa) y en las que concurren las notas de unidad, estabilidad y afectividad.
Ahora bien, la inclusión de la familia de hecho en el genérico mandato de protección que la norma dirige a los poderes públicos, no prejuzga la cuestión del “grado” de dicha protección. Me parece, así, pertinente distinguir diversos grados de protección constitucional en el ámbito familiar: a) la Constitución garantiza la protección integral de los hijos y de las madres, sin que quepa discriminar a aquellos o a estas, por razón de su filiación o su estado civil, respectivamente; b) la Constitución no garantiza, en cambio, una protección uniforme para todo tipo de uniones entre personas situadas en posición de paridad (es decir, cónyuges o convivientes de hecho).
Como afirma reiterada jurisprudencia constitucional, “el matrimonio y la convivencia extramatrimonial no son realidades equivalentes. El matrimonio es una institución social garantizada por nuestra norma suprema, y el derecho a contraerlo es un derecho constitucional (art. 32.1), cuyo régimen jurídico corresponde a la ley por mandato constitucional”; por el contrario, la unión de hecho, “ni es una institución jurídicamente garantizada ni hay un derecho constitucional expreso a su establecimiento”.
Por lo tanto, la parificación de trato jurídico que, en algunos aspectos, establecen ciertas normas civiles, estatales o autonómicas es, en general, una pura opción del legislador, que, si bien puede encontrar cobertura en el principio constitucional de libre desarrollo de la personalidad (siempre, claro está, que no se imponga imperativamente a los integrantes de la unión de hecho), no es una exigencia constitucional desde el punto de vista del respeto al derecho fundamental a la no discriminación, por lo que no me parece pertinente justificarla en el art. 14 CE.
Dicho de otro modo: las personas que, en el ejercicio de su libertad nupcial, deciden no casarse no pueden esperar beneficiarse automáticamente de todas las consecuencias jurídicas que la ley atribuye a las personas que ejercitan el derecho constitucional a contraer matrimonio. A este respecto, hay que recordar la consolidada doctrina jurisprudencial, según la cual el antiguo art. 174 de la Ley General de la Seguridad Social, que, a diferencia de lo acontece en la actualidad (tras la reforma llevada a cabo por la Ley 40/2007, de 4 de diciembre), reconocía el derecho a percibir pensión de viudedad, exclusivamente, al cónyuge (no al conviviente) supérstite, no era contrario al principio constitucional de igualdad.
Hay, además, que tener en cuenta que, en la actualidad, tras las reformas llevadas a cabo por las Leyes 13/2005, de 1 de julio, y 15/2005, de 8 de julio, es posible el matrimonio entre personas del mismo sexo (la imposibilidad legal de contraerlo era, precisamente, uno de los argumentos más importantes en favor de la equiparación legal entre matrimonio y unión de hecho), como también disolverlo, sin causa alguna, más allá de la voluntad unilateral de cualquiera de los cónyuges de divorciarse, expresada, eso sí (como regla general), una vez transcurridos tres meses después de haberse casado (art. 81.2 CC) ; y ello, desde la consideración de que no existe ningún motivo para seguir estando vinculado, cuando se haya llegado a la convicción de que el propio matrimonio ya no es un cauce idóneo para el desarrollo de la propia personalidad de quien quiere divorciarse. Así mismo, hay que tener presente que el vigente art. 82 CC (en la redacción dada al precepto por la disposición final primera, 18, de la Ley 15/2015) permite el divorcio (y la separación) notarial (al margen, pues, de un proceso judicial), por mutuo acuerdo, siempre que los cónyuges no tengan hijos menores no emancipados o con capacidad modificada judicialmente que estén a su cargo.
II. LA DISPERSA E INCIERTA REGULACIÓN LEGAL ESPAÑOLA DE LAS UNIONES DE HECHO.
1. Panorama general.
En el Derecho civil común no existe una regulación orgánica de las uniones de hecho, sino, exclusivamente, algunas normas que, básicamente, las equiparan a los matrimonios en algunos aspectos concretos, siendo el caso paradigmático el art. 16.2 de la Ley de Arrendamientos Urbanos de 1994, en materia de subrogación en el arrendamiento urbano por muerte del conviviente del inquilino.
Sí existe, en cambio, un conjunto de normas civiles autonómicas que establecen una regulación detallada, pero diferente, de las uniones de hecho, lo que se traduce (desde mi punto de vista) en una indeseable dispersión normativa y en una inseguridad jurídica, máxime, cuando alguna de ellas, en clara contradicción con el art. 149.1, regla 8ª, determinan las reglas de solución de los conflictos interregionales cuando los convivientes tienen vecindades civiles diversas.
2. Inconstitucionalidad de ciertas leyes autonómicas de uniones de hecho.
Varias de estas legislaciones autonómicas plantean dudas acerca de su inconstitucionalidad (algunas de ellas ya despejadas jurisprudencialmente); y ello, en un doble sentido: a) desde el punto de vista competencial; y b) a la luz del respeto del principio de libre desarrollo de la personalidad.
A) Problema competencial.
Surgen, en efecto, problemas, desde el punto de vista de la competencia de las Comunidades Autónomas (las que carecen de Derecho civil propio) para regular aspectos estrictamente civiles de las uniones de hecho, que, en principio, según el art. 148.1, regla 8º, CE son de competencia exclusiva del Estado (“sin perjuicio de la conservación, modificación y desarrollo por las Comunidades Autónomas de los derechos civiles, forales o especiales, allí donde existan”).
Han sido, así, declarados inconstitucionales los arts. 4 y 5 de la Ley madrileña, de 19 de diciembre de 2001, sobre “uniones de hecho”, que regulaban los requisitos de validez y contenido de los pactos encaminados a regular las relaciones patrimoniales entre los convivientes, durante la vigencia de la unión de hecho y a su cese (así como el procedimiento de inscripción registral de dichos pactos). Dice, así, en un razonamiento que puede aplicarse a varias leyes autonómicas, cuya competencia en materia de Derecho civil es dudosa, que en los preceptos se “contempla un régimen normativo generador de obligaciones económicas derivadas de dicha situación de hecho que pertenece al ámbito de las relaciones jurídico-privadas de los miembros” de la misma; y, “atendiendo a la finalidad que persigue— dicho efecto se inserta de lleno en el ámbito de las relaciones personales y patrimoniales de los integrantes de la unión de hecho, teniendo, por tanto, una naturaleza propia de la materia regulada por el Derecho civil”. En definitiva, concluye que con dichos preceptos la Comunidad Autónoma “se sitúa extramuros de sus facultades legislativas y vulnera las competencias del Estado, tal como las mismas se establecen en el art. 149.1.8 CE, debiendo ser declarado, por ello, inconstitucional y nulo”.
Lo mismo ha acontecido con los preceptos de carácter civil de la Ley 5/2012, de 15 de octubre, de la Generalidad Valenciana, de uniones de hecho formalizadas, que han sido declarados inconstitucionales, por extralimitación competencial, al recaer sobre una materia respecto de la cual la Comunidad carece de capacidad para legislar, subsistiendo, pues, tan sólo, los preceptos (neutros desde un punto de vista competencial) que se limitan a definir la “unión de hecho formalizada” y prever su inscripción (art. 3), a determinar quiénes pueden formarla (art. 4) y a establecer sus causas de extinción (art. 5); y, así mismo, el art. 15, que regula efectos no civiles de la unión, meramente administrativos o sociales, equiparándola al matrimonio, por ejemplo, respecto de licencias, permisos, situaciones administrativas, provisión de puestos de trabajo y ayuda familiar.
B) La necesidad de respetar el principio constitucional de libre desarrollo de la personalidad.
Por otro lado, la duda respecto la constitucionalidad surde desde la perspectiva del principio constitucional de libre desarrollo de la personalidad, consagrado en el art. 10.1 CE, desde el momento en que, algunas de las legislaciones, imponen imperativamente a los convivientes (por el mero hecho de haber convido un periodo de tiempo o de haber tenido descendencia), una especie de estatuto jurídico semejante al matrimonio, prescindiendo de la voluntad de los mismos de someterse a las normas que lo integran.
Por ello, con indudable acierto, han sido declarado inconstitucionales diversos artículos de la Ley navarra, de 22 de junio de 2000, “para la igualdad jurídica de las parejas estables”, de los que resultaba la imposición, con carácter imperativo, de una serie de derechos y obligaciones de carácter civil a los integrantes de la unión de hecho, derivados del puro hecho de convivir maritalmente durante un período ininterrumpido mínimo de un plazo que no era necesario, cuando tuvieran descendencia. El TC, con buen criterio (que sirve para otras leyes autonómicas que se basan en el mismo criterio de imposición imperativa prescindiendo de la voluntad de los convivientes), afirma que “Elemento esencial de la constitución de la pareja de hecho es […] su conformación extramuros de la institución matrimonial por decisión propia de sus integrantes, adoptada en ejercicio de su libertad personal”. Prosigue: “La unión de hecho, en cuanto realidad social relevante, sí puede ser objeto de tratamiento y de consideración por el legislador respetando determinados límites […] el límite principal con el que se tropieza es la propia libertad de los integrantes de la pareja y su autonomía privada, por lo que una regulación detallada de los efectos, tanto personales como patrimoniales, que se pretendan atribuir a esa unión, puede colisionar con la citada libertad, si se impusieran a los integrantes de la pareja unos efectos que, precisamente, los sujetos quisieron excluir en virtud de su decisión libre y constitucionalmente amparada de no contraer matrimonio. Por ello, el régimen jurídico que el legislador puede establecer al efecto deberá ser eminentemente dispositivo y no imperativo, so pena de vulnerar la libertad consagrada en el art. 10.1 CE. De manera que únicamente podrán considerarse respetuosos de la libertad personal aquellos efectos jurídicos cuya operatividad se condiciona a su previa asunción por ambos miembros de la pareja”.
III. LA LIBERTAD DE PACTOS ENTRE CONVIVIENTES PARA REGULAR LOS ASPECTOS PATRIMONIALES DE LA UNIÓN.
Es evidente que los convivientes pueden, en el ejercicio de su autonomía privada, regular los aspectos económicos de su unión, tanto, durante su vigencia (el caso paradigmático es el de su contribución al pago de los gastos generados por la atención ordinaria de la familia, estipulando, por ejemplo que se hagan cargo de ellos, por mitad o en proporción a sus respectivos recursos económicos), como también, para el supuesto de su extinción (previendo, por ejemplo, la atribución por mitad a cada uno de ellos de las ganancias obtenidas por ambos mediante el ejercicio de una actividad económica o profesional).
La licitud de estos pactos, admitidos por las legislaciones autonómicas sobre uniones de hecho, no suscita en la actualidad ninguna duda a la luz de los principios constitucionales, ya que si, en ejercicio del libre desarrollo de la personalidad consagrado en el art. 10.1 CE, toda persona puede optar entre formar una familia fundada en el matrimonio o en la mera convivencia de hecho, y, si tanto la familia matrimonial como la extramatrimonial encuentran encaje en el art. 39 CE, lógicamente, se debe reconocer a los convivientes, la posibilidad de que, al amparo del art. 1255 CC, puedan establecer los pactos que tengan por conveniente para liquidar sus relaciones económicas tras la ruptura de la convivencia.
Así lo afirma el TC, el cual observa que “Consustancial a esa libertad de decisión, adoptada en el marco de la autonomía privada de los componentes de la pareja, es el poder de gobernarse libremente en la esfera jurídica de ese espacio propio, ordenando por sí mismos su ámbito privado, el conjunto de derechos, facultades y relaciones que ostenten, si bien dentro de ciertos límites impuestos por el orden social, ya que la autonomía privada no es una regla absoluta […] Pues bien, este respeto a la autonomía privada de quienes han decidido conformar una unión de hecho se traduce en el reconocimiento de que, en aras a su libertad individual, pueden desarrollar sus relaciones —antes, durante y al extinguirse esa unión -conforme a los pactos que consideren oportunos, sin más límites que los impuestos por la moral y el orden público constitucional; y esta libertad debe ser respetada por el ordenamiento jurídico en todo caso, salvo que su ejercicio concreto pudiera entrar en conflicto con valores constitucionales superiores que justificaran su constricción”.
Cabe, así, que los convivientes, conforme al principio de autonomía privada, expresado en art. 1255 CC (y respetando los límites establecidos en el precepto), constituyan una comunidad bienes (por ejemplo, sobre la vivienda en la que habitan), una sociedad para el ejercicio de una actividad económica compartida por ambos o, incluso, una sociedad universal de ganancias.
Sin embargo, lo cierto, es que en la práctica (al menos, en Derecho civil común) no suelen ser frecuentes los pactos expresos entre convivientes, lo que plantea el problema de determinar si tácitamente quisieron constituir una comunidad o sociedad.
1. La constitución tácita de una comunidad sobre la vivienda en la que se reside.
No son infrecuentes los casos en los que los tribunales entienden que los convivientes constituyeron tácitamente una comunidad de bienes sobre la casa en la que se ha desarrollado la vida familiar, a pesar de que dicha vivienda, aunque comprada durante el periodo de convivencia, figure a nombre de uno solo de ellos.
La jurisprudencia ha precisado, no obstante, que la mera convivencia de hecho, por prolongada que esta sea, no establece ninguna presunción de comunidad, por lo que para entenderla constituida considera necesario probar la existencia de una voluntad tácita o implícita de los convivientes, de hacer común la vivienda adquirida, la cual ha de deducirse de hechos concluyentes.
A) Pagos realizados con cargo a cuentas conjuntas.
Habitualmente, el principal dato ponderado para afirmar la existencia de la comunidad es la existencia de una cuenta corriente conjunta, en la que ambos convivientes han realizado ingresos y con cargo a la cual se ha pagado el precio de compra de la vivienda o las amortizaciones del préstamo concedido para su adquisición por una entidad bancaria.
Sin embargo, hay que advertir de que la mera existencia de una cuenta corriente bancaria conjunta no autoriza para deducir la existencia de una comunidad de bienes sobre la vivienda, incluso, aunque el precio de compra haya sido satisfecho con cargo a dicha cuenta, si consta que solo uno de los convivientes ha realizado ingresos en ella.
La precisión realizada se explica, porque, como ha sido reiteradamente dicho por la jurisprudencia, la existencia de una cuenta corriente bancaria conjunta en favor de varias personas (en este caso, a nombre de los convivientes), incluso con firma indistinta, no implica, que todas ellas sean cotitulares de los fondos depositados. Lo único que significa es que cualquiera de ellas puede disponer del saldo frente al banco (aspecto externo de la solidaridad), pero será titular de los mismos aquella a quien correspondiese la propiedad originaria del dinero ingresado (o a quien le pertenezca, según lo pactado por los cuentacorrentistas en sus relaciones internas).
B) Pagos realizados con cargo cuentas de titularidad individual (posible existencia de fiducia).
En sentido inverso, la circunstancia de que el precio de la vivienda o de que la amortización del préstamo concedido para su adquisición haya sido satisfecho con cargo a una cuenta de titularidad exclusiva del conviviente a cuyo nombre figura la vivienda es, en principio, un claro indicio de que la vivienda pertenece solamente a dicho conviviente y que, por lo tanto, no existe sobre ella una comunidad de bienes tácitamente constituida.
No obstante, el dato de que la cuenta corriente con cargo a la cual se paga el precio de la vivienda aparezca exclusivamente a nombre de uno solo de los convivientes, que aparece como único adquirente en la escritura de compraventa (negocio fiduciario), con el fin de reforzar la apariencia (no correspondiente a la realidad) de ser aquel titular exclusivo de la vivienda (por ejemplo, para evitar que sea embargada por deudas del otro o para que sea más fácil acceder a ella, si es de protección oficial), no es óbice para que pueda probarse que existe una comunidad de bienes sobre dicha vivienda, si logra demostrarse que el otro conviviente ha realizado ingresos periódicos en dicha cuenta.
C) Atribución voluntaria de carácter común, con independencia de la propiedad del dinero empleado para la adquisición de la vivienda.
Los indicios expuestos sirven para probar que una vivienda que figura a nombre de uno de los convivientes es, en realidad, de los dos, basándose en la circunstancia de que ambos aportaron dinero para adquirirla.
Pero puede darse el supuesto de viviendas que figuren a nombre de los dos convivientes, a pesar de haber sido compradas con dinero de uno solo de ellos, porque, no obstante ello, haya habido un propósito de adquirirla para ambos (por ejemplo, para compensar la dedicación a la familia de quien no ejerce un trabajo remunerado o por considerar que se está ante una adquisición fruto de un ahorro común).
Si este propósito existe (hay que partir de la presunción de la coincidencia entre la voluntad real y la declarada), el conviviente que pagó la vivienda no puede pretender que no hay comunidad de bienes sobre la misma, argumentando que el precio se pagó con fondos enteramente suyos, como tampoco reclamar al otro comunero el reembolso de la mitad del precio por él pagado, invocando el art. 1158.II CC, pues los convivientes, en el ejercicio del principio de autonomía privada, pueden pactar adquirir en común una vivienda, con independencia de a quién pertenezca el dinero empleado para pagar el precio (y, por lo tanto, sin derecho a reembolso, si el dinero es de uno solo de ellos, por ejemplo, el que percibe rendimientos del trabajo).
No obstante, la jurisprudencia admite el derecho de reembolso respecto de los pagos realizados por uno de los convivientes, después de la ruptura de la convivencia.
D) Adquisición de vivienda por uno solo de los convivientes antes del inicio de la vida en común.
Por último, hay que tener en cuenta que, si la vivienda ha sido adquirida por uno de los convivientes con anterioridad al inicio de la convivencia (y, por lo tanto, aparece como único propietario en la escritura de compraventa), la jurisprudencia es reacia a considerar constituida tácitamente una comunidad de bienes sobre ella, aunque, posteriormente, parte del precio aplazado haya sido satisfecho por el otro conviviente, reconociéndole, en tal caso, un derecho de reembolso, al extinguirse la unión de hecho.
Esta solución, a mi entender, es correcta, aunque debe matizarse, en el sentido de que es posible la existencia de una comunidad tácita, cuando la compra la realice uno solo de los convivientes, antes de iniciarse la convivencia, pero en vistas a instaurarla con el otro.
2. La constitución tácita de una sociedad irregular o de una comunidad de bienes en torno al ejercicio de una actividad profesional o empresarial.
Tampoco son infrecuentes las sentencias en que los Tribunales aprecian la voluntad tácita de los convivientes de constituir entre ellos una sociedad particular de ganancias (art. 1678 CC), que se regirá, en cuanto sociedad irregular, por las normas de la comunidad de bienes (art. 1669 CC), entre ellas, por el art. 393.II CC, conforme al cual las participaciones de los integrantes de la unión de hecho se presumen iguales.
A) Indicios probatorios.
En general, se entiende que concurre dicha voluntad cuando uno de los convivientes ha participado en la actividad empresarial o comercial del otro, durante un período de tiempo prolongado y de manera permanente; y, ante la dificultad de determinar la cuantía de las respectivas participaciones, suele liquidarse la sociedad atribuyendo a cada uno de ellos la mitad del patrimonio común.
Por el contrario, los Tribunales se muestran reacios a entender que ha quedado probada la voluntad tácita de constituir una sociedad, cuando la colaboración del reclamante en las actividades empresariales o comerciales del otro conviviente ha sido pasajera u ocasional, en particular, si consta que durante el tiempo en que se desarrolló la convivencia de hecho mantuvo una actividad laboral retribuida, propia e independiente de la desplegada por su compañero.
B) Comunidad de bienes ‘versus’ sociedad irregular.
Conviene precisar que la jurisprudencia más reciente tiende a considerar que los convivientes constituyeron, no una sociedad irregular, sino una comunidad de bienes, que tuvo como finalidad el desarrollo de una actividad profesional, comercial o empresarial en que los dos colaboraron, con el fin de atribuirles las ganancias obtenidas, mientras duró la convivencia. Quizás, porque esta calificación se ajusta mejor a la libertad que tienen los convivientes para poner fin al ejercicio conjunto de la actividad, tras la ruptura de la unión de hecho.
Se ha deducido, así, la existencia de una comunidad de bienes sobre los ingresos obtenidos por los convivientes en un negocio de venta de artesanía, basándose en la duración de la unión (diez años) y en la explotación comercial conjunta, “con todo un juego de cuentas bancarias en común”. Por el contrario, se entendió que no había habido voluntad de constituir tácitamente una comunidad sobre una clínica veterinaria, que constaba exclusivamente a nombre del varón demandado y en la que la mujer demandante había colaborado en tareas administrativas y de funcionamiento. El dato decisivo para decidir el litigio fue la existencia de un contrato de trabajo a favor de la demandada.
IV. PACTOS RELATIVOS A INSTITUCIONES O FIGURAS LEGALES CONEXAS AL MATRIMONIO.
Particular interés suscita la posibilidad de que los convivientes de hecho puedan pactar acogerse a instituciones o figuras legales que el Código civil prevé para el matrimonio, aunque, en realidad, si se observa la práctica, resulta que, normalmente, en los raros casos en que los convivientes pactan lo suelen hacer, precisamente, para excluir la aplicación de las mismas.
1. Imposibilidad de acogerse convencionalmente al régimen legal de gananciales.
En su momento suscitó gran polémica la posibilidad de que los convivientes pudieran acogerse al régimen económico matrimonial de la sociedad de gananciales, cuya regulación legal presupone, obviamente, la existencia de un matrimonio.
A mi parecer, los convivientes pueden pactar (con arreglo al principio de libertad de forma, consagrado en el art. 1278 CC) una comunidad que tenga por objeto las ganancias obtenidas por cualquiera de ellos durante la convivencia y su reparto por mitad, una vez extinguida aquélla, pero lo que no pueden hacer es pactar una sociedad de gananciales; y ello, porque las normas que la regulan no solo tienen efectos internos (entre los cónyuges), sino también externos (frente a terceros), determinando erga omnes la titularidad de los bienes que integran las respetivas masas patrimoniales, su sistema de administración y de disposición y el régimen de responsabilidad a que están sujetos, efectos, estos últimos, que solo se pueden producir por expresa previsión de la Ley, y no por meros actos de autonomía privada (ni de los cónyuges, ni de los convivientes).
La Dirección General de los Registros y del Notariado ha negado, así la inscripción de una escritura de aportación de un inmueble a una “sociedad de gananciales” constituida por dos convivientes en una escritura pública, inscrita en un Registro administrativo de uniones de hecho, afirmando que “no está regulada en las leyes una aplicación genérica y en bloque del estatuto ganancial al régimen de convivencia, incluso cuando haya sido objeto de un pacto expreso de remisión”; añade que “resulta difícil extender una organización jurídica basada en el carácter público del estatuto conyugal a unas relaciones personales, que desde el punto de vista jurídico –no así desde el social-, destacan precisamente por lo contrario”; y concluye “que carece de sentido aplicar a las uniones extramatrimoniales el régimen legal supletorio de la sociedad de gananciales, incluso mediante pacto expreso de los convivientes”.
No obstante, hay que decir que en la práctica, cada vez serán raros los pactos de este tipo, pues si los convivientes pactan, normalmente, lo harán para excluir la existencia de una comunidad de ganancias, dejando clara la separación de sus respectivos patrimonios y haciendo constar que a cada uno de ellos les corresponde la propiedad y administración exclusiva de los bienes que los integran y de los que posteriormente pudiera adquirir por cualquier título.
En cualquier caso, hay que resaltar que la jurisprudencia es constante al afirmar que, dado que el matrimonio y las uniones de hecho no son realidades equivalentes (no hay identidad de razón entre ellos), es improcedente aplicar analógicamente a estas últimas las normas de la sociedad de gananciales, en particular, el art. 1344 CC, conforme al cual los cónyuges hacen comunes las ganancias o beneficios obtenidos indistintamente por cualquiera de ellos, que les serán atribuidos por mitad al disolverse la sociedad.
En particular, los Tribunales han excluido repetidamente la aplicación analógica en las uniones de hecho del art. 1351 CC, que considera gananciales los premios obtenidos en el juego por cualquiera de los cónyuges. Así sucedió, por ejemplo, en un caso en el cual un conviviente reclamaba al otro el 50% del importe del “Cuponazo” de la ONCE. El Supremo excluyó la aplicación de dicho precepto, afirmando que para el éxito de su pretensión el demandante debería haber demostrado que había habido un pacto (expreso o tácito), entre ellos, dirigido a crear una comunidad de ganancias o una comunidad sobre el dinero obtenido con el premio, cosa que, a su juicio, no había resultado probada. Dio, así, por buena la valoración de la prueba efectuada por sentencia recurrida, la cual había constatado que el dinero del premio había sido ingresado en una cuenta exclusiva de la demanda, por lo que no podía deducirse que los convivientes hubieran decidido “compartir todas las ganancias en régimen de comunidad, sino que gozaron de una independencia económica, en función de los ingresos de que disponían, sin perjuicio de que decidieran comprar una vivienda por partes iguales y abrir unas cuentas corrientes en que algunos gastos comunes se pudieran cubrir”.
Por la misma razón antes apuntada (inexistencia de identidad de razón entre matrimonio y unión de hecho) tampoco la jurisprudencia considera que proceda aplicar analógicamente a las uniones de hecho las normas del régimen económico matrimonial de separación de bienes, en concreto, el art. 1438 CC, que atribuye al cónyuge que contribuyó al sostenimiento de las cargas del matrimonio, mediante su trabajo para la casa, el derecho a obtener una compensación económica en la cuantía que el Juez señale, al tiempo de la extinción del régimen de separación.
No me convence la tesis contraria, favorable a la aplicación analógica del art. 1438 CC a las uniones de hecho, basada en el argumento de que la compensación que dicho precepto contempla tiene como causa el empobrecimiento del cónyuge que se ha dedicado al trabajo doméstico. En mi opinión, no es correcto recurrir a dicho precepto, ya que este presupone la existencia de un régimen económico matrimonial (el de separación de bienes), que en el caso de la unión de hecho no existe, pues, por definición, no hay matrimonio; y ello, aunque también aquí haya una separación entre los respectivos patrimonios de los convivientes (salvo que hayan pactado algún tipo de comunidad). Pero ello es bien diferente de la existencia de un estricto régimen económico matrimonial de separación de bienes, que, entre otras cosas, supone la sujeción de los cónyuges a la normas del régimen económico matrimonial primario de los arts. 1315 y ss. CC, además de a las específicas, de los arts. 1435 y ss. CC.
Con el fin de reparar el perjuicio del conviviente empobrecido, me parece más pertinente, acudir, directamente, al principio general de prohibición de enriquecimiento injusto (que, como veremos, es lo que hacen los tribunales): desde un punto de vista práctico, el recurso a dicho principio hace, además, innecesario, la aplicación (aunque fuera analógica) del art. 1438 CC.
No obstante, desde un punto de vista teórico, sí que me parece posible que, del mismo modo, en que los convivientes pueden pactar, no una estricta sociedad de gananciales, sino una comunidad de ganancias, remitiendo su liquidación a las normas de aquélla, puedan también pactar que la liquidación de las relaciones económicas generadas por la convivencia se sujete al art. 1438 CC, si bien, como ya he dicho, a efectos prácticos, las consecuencias que resulten de la aplicación de dicho precepto no diferirán mucho de la aplicación del principio de prohibición del enriquecimiento injusto.
Máxime, cuando el Tribunal Supremo acabe de cambiar la interpretación del art. 1438 CC, según la cual la compensación por contribución a la cargas del matrimonio solo podía tener lugar, cuando quien la reclamara se hubiese dedicado, de manera exclusiva, al trabajo doméstico (aunque fuera con la colaboración ocasional del otro cónyuge o ayuda externa), quedando, por lo tanto, excluida en el caso de que lo hubiera compatibilizado con un trabajo fuera del hogar (en jornada completa o a tiempo parcial). Según la vigente doctrina jurisprudencial, “la colaboración en actividades profesionales o negocios familiares, en condiciones precarias” puede considerarse como trabajo para la casa, que da derecho a una compensación, pues con ella “se atiende principalmente al sostenimiento de las cargas del matrimonio de forma similar al trabajo en el hogar”. Concretamente, ha reconocido el derecho a cobrar la pensión a una mujer, que no solo había trabajado en la casa, sino también en el negocio familiar, propiedad de la suegra, con un salario moderado (600 euros mensuales), habiendo sido contratada como autónoma, lo que le privaba de indemnización en caso de despido.
2. Pactos sobre la aplicación de la pensión compensatoria del art. 97 CC.
Otro de los pactos que suscitan interés es el que pudiera tener por objeto la aplicación de la pensión compensatoria, que el art. 97 CC regula, exclusivamente, en los casos de separación y divorcio.
Antes que nada hay que recordar que, durante un tiempo, la jurisprudencia se mostró favorable a aplicar analógicamente a las uniones de hecho el art. 97 CC, concediendo la pensión por desequilibrio prevista en el precepto para el caso de separación o divorcio al conviviente perjudicado por la ruptura. Sin embargo, en la actualidad es doctrina jurisprudencial consolidada que no procede dicha aplicación analógica, dado que la unión de hecho y el matrimonio no son realidades equivalentes.
En efecto, el Pleno del Tribunal Supremo, con buen criterio, ha afirmado que “es preciso proclamar que la unión de hecho es una institución que nada tiene que ver con el matrimonio […] aunque las dos estén dentro del derecho de familia”; añadiendo: “Es más, hoy por hoy, con la existencia jurídica del matrimonio homosexual y el divorcio unilateral, se puede proclamar que la unión de hecho está formada por personas que no quieren, en absoluto, contraer matrimonio con sus consecuencias”. “Por ello -continúa diciendo- debe huirse de la aplicación por “analogía iuris” de normas propias del matrimonio, como son los arts. 97, 96 y 98 CC, ya que tal aplicación analógica comporta inevitablemente una penalización de la libre ruptura de la pareja, y más especialmente una penalización al miembro de la unión que no desea su continuidad. Apenas cabe imaginar nada más paradójico que imponer una compensación económica por la ruptura a quien precisamente nunca quiso acogerse al régimen jurídico que prevé dicha compensación para el caso de ruptura del matrimonio por separación o divorcio”.
Ahora bien, se puede profundizar en la cuestión de por qué el legislador civil estableció la pensión compensatoria por desequilibrio económico en caso de separación y divorcio, lo que obviamente, presupone la existencia de un matrimonio válido. A mi entender, la pensión compensatoria halla (o hallaba) explicación, en buena parte, en la idea de solidaridad post conyugal. La pensión que establece el art. 97 CC en favor del cónyuge divorciado no tiene su fundamento en la convivencia matrimonial, que, a diferencia de lo que acontece respecto de la indemnización del art. 98 CC, no es presupuesto de la aplicación de la norma (otra cosa es lo que en día digan los Tribunales), sino una mera circunstancia cuantificadora de la pensión (cfr. art. 97.6º CC).
El precepto presupone la existencia de un matrimonio, mediante el cual las cónyuges asumieron, entre otras obligaciones incluidas en el status de casado, la de socorrerse mutuamente (cfr. arts. 67 y 68 CC), obligación esta, que no cesa total y absolutamente, por la mera disolución del matrimonio por divorcio, sino que se modifica, transformándose en la de satisfacer la pensión compensatoria cuando se den los requisitos previstos en su párrafo primero (es indicativo que en la redacción del precepto debida a la Ley 30/1981, de 7 de julio, la pensión tuviera carácter vitalicio).
La situación es radicalmente distinta en el caso de las uniones de hecho, ya que no existe norma alguna de Derecho común que imponga a los convivientes el deber jurídico de socorrerse mutuamente por el mero hecho de vivir en común, y, de ahí, precisamente, que la atención desinteresada a la familia de uno de ellos pueda dar lugar a un enriquecimiento injusto del otro; pero la mera ruptura de la convivencia, que per se no genera obligaciones legales, no dar lugar a la obligación de pagar a una indemnización o pensión compensatoria.
Sin embargo, lo cierto es que el TS, desde hace unos años, viene realizado una relectura del art. 97 CC, que lo aleja de la originaria idea de solidaridad post conyugal, para aproximarlo a la idea de reparación de la pérdida de oportunidades. De acuerdo con la doctrina jurisprudencial actual, a través de la pensión se compensa, exclusivamente, el desequilibrio que tiene su origen en el empobrecimiento que sufre uno de los cónyuges por haberse dedicado durante el matrimonio al cuidado de la familia, de manera exclusiva o prioritaria, o por haber colaborado desinteresadamente en la actividad profesional o económica del otro, con la consiguiente pérdida de oportunidades y dificultad para poder volver a acceder a un empleo.
Dada esta nueva concepción de la pensión compensatoria, cabe preguntarse si tiene ya sentido limitarlo exclusivamente a los casos de separación y divorcio y si no convendría extenderla también legalmente a los casos de ruptura de la unión de hecho; y, desde luego, no me cabe ninguna duda de que los convivientes pueden estipular la obligación de pagar una pensión compensatoria por desequilibrio al tiempo de la extinción de la unión, remitiéndose, si, así lo desean al régimen legal de los arts. 97 y ss. CC.
3. Pactos relativos el uso de la vivienda familiar.
Cabe también reflexionar sobre la posibilidad de que los convivientes otorguen pactos relativos al uso de la vivienda familiar, tal y como, según se deduce del art. 96 CC, pueden hacer los cónyuges en el marco de un proceso judicial de separación, divorcio o nulidad (siempre sujetos al control judicial para verificar que no son dañosos para los hijos o gravemente perjudiciales para uno de ellos, art. 90.2 CC).
Con carácter previo hay que advertir de que la jurisprudencia, tras ciertas vacilaciones iniciales, se ha decantado claramente en contra de la aplicación analógica del art. 96.III CC a las uniones de hecho, afirmando que, a falta de hijos menores de edad, no es posible atribuir, al conviviente más necesitado de protección el uso de la vivienda familiar. Por el contrario, como es lógico, sí aplica analógicamente en las uniones de hecho el art. 96.I CC, pues, por imperativo constitucional, la posición de los hijos menores de edad es la misma, con independencia de su filiación, por lo que no cabe que reciban un tratamiento distinto, de manera que procederá la atribución (sin limitación temporal) del uso de la vivienda familiar al progenitor (no casado) con el convivan, mientras persista su minoría de edad.
Con apoyo en dicha doctrina jurisprudencial, me parece pertinente afirmar que cabría pactar que, no habiendo hijos menores comunes, el uso de la vivienda familiar se asignara en función de su propiedad, excluyendo, pues, que su uso pudiera sea atribuido al conviviente no propietario, aunque su interés fuera el más necesitado de protección.
En cambio, si hubiera hijos menores no sería válido el pacto que excluyera la asignación del uso al progenitor no titular de la vivienda a quien se le hubiera atribuido la custodia de los mismos, pues dicho pacto iría en contra del art. 39 CE, según el cual “Los padres deben prestar asistencia de todo orden a la hijos habidos dentro o fuera del matrimonio, durante su minoría de edad”; y lo mismo el que lo concediera, pero lo limitara a un periodo inferior de tiempo al que restase para que alcanzaran la mayoría de edad; a no ser –en ambos casos- que se previera la posibilidad cierta de realojar a los menores de manera permanente en otra vivienda apta para satisfacer de manera diga su necesidad de habitación.
Respecto al último extremo, hay que recordar que la jurisprudencia más reciente viene realizando una interpretación del art. 96.I CC en clave alimenticia, considerando que la esencia de la razón de ser de la disciplina en él consagrada es asegurar la satisfacción del derecho de alimentos de los hijos menores en una modalidad habitacional, por lo que, si es posible satisfacer la necesidad de habitación de los hijos (también menores) con una vivienda distinta a la familiar, el derecho de uso puede extinguirse (instándose un juicio de modificación de medidas) antes de que los hijos menores alcancen la mayoría de edad.
Planteémonos otra cuestión: ¿sería posible que los convivientes pactaran que, en el caso de extinción de la unión de hecho, tuviera lugar la asignación del derecho de uso de la vivienda familiar, conforme a lo dispuesto en el art. 96 CC?
Yo creo que dicho pacto sería posible, cuando la cosa fuera propiedad de uno de ellos o de ambos: se trataría de la constitución de un derecho de uso sujeto a condición suspensiva (la extinción de la unión de hecho), pero, existiendo hijos menores comunes, el pacto sería totalmente inútil, ya que, como he dicho, la jurisprudencia aplica el art. 96.I CC a las uniones de hecho. Por lo tanto, solo tendría algún sentido, cuando no los hubiera, en cuyo caso se plantearía el problema de su alcance respecto de terceros: ¿tendría dicho derecho de uso pactado la eficacia real propia del asignado judicialmente en virtud del art. 96.III CC?; ¿podría, como este, acceder al Registro de la Propiedad? Me parece que no, por lo que la solución más práctica sería constituir un derecho de usufructo ordinario, fijando su duración, bajo condición suspensiva en escritura pública e inscribirlo en el Registro de la Propiedad, con lo que el eventual usufructuario no se vería expuesto al riesgo de que su derecho real decayera frente un tercer hipotecario protegido por el art. 34 LH.
V. ESTIPULACIONES SOBRE LA CONTRIBUCIÓN A LOS GASTOS GENERADOS POR LA ATENCIÓN ORDINARIA DE LA FAMILIA.
Merece la pena examinar los pactos sobre contribución a los gastos de atención a la familia.
1. Validez y eficacia de las estipulaciones.
Es evidente la validez de los pactos de los convivientes encaminados a regular su contribución al pago de los gastos generados por la atención ordinaria de la familia (compras de muebles, ropa, electrodomésticos, alimentos), cuyo contenido puede ser muy variado: se puede, así, estipular (expresa o tácitamente) que ambos se hagan cargo de dichos gastos, por mitad o en proporción a sus respectivos recursos económicos; como también, que recaigan, exclusivamente, sobre uno de ellos, eximiendo de ellos al que se dedica al trabajo doméstico.
Ahora bien, este tipo de pactos tendrán efectos entre las partes, pues, evidentemente, no pueden alterar la responsabilidad patrimonial frente a terceros del conviviente que contraiga la deuda (art. 1911 CC), al que el acreedor podrá reclamar la integridad de la misma, sin perjuicio de que este pueda posteriormente dirigirse por vía de regreso contra el otro conviviente para reclamarle la parte que le corresponda en dicha deuda, de acuerdo con lo pactado entre ellos.
2. Posibilidad de que el acreedor pueda dirigirse directamente contra el conviviente no deudor.
Lo que plantea dificultades es la posibilidad de que el acreedor pueda dirigirse directamente contra el conviviente no deudor, posibilidad que no está prevista en el Derecho civil común.
No me parece que pueda aplicarse por analogía el art. 1319.II CC, que permite al acreedor dirigirse solidariamente contra los bienes del cónyuge deudor y los bienes comunes y, subsidiariamente, contra los bienes del cónyuge no deudor: estamos ante un precepto integrante del régimen económico matrimonial primario y ya hemos dicho que el matrimonio y la convivencia more uxorio no son realidades equivalentes.
Además, en la unión de hecho falta el presupuesto previo que explica la solución del art. 1319.II CC, esto es, la legitimación otorgada por ley a cualquiera de los cónyuges para “realizar los actos encaminados a atender las necesidades ordinarias de la familia, encomendadas a su cuidado, conforme al uso del lugar y a las circunstancias de la misma” (art. 1319.I CC), legitimación que se explica, porque a través de dichos actos se atienden gastos que son cargas del matrimonio, a cuyo levantamiento están legalmente afectos los bienes de ambos (art. 1318.1 CC), lo que, al menos en Derecho civil común, no sucede respecto de los bienes de los convivientes.
En la doctrina se han propuesto diversas soluciones en orden a permitir que el acreedor pueda dirigirse contra el conviviente con el que no contrató. De todas ellas, la que más me convence es la que, con tal fin, acude a la figura de la representación indirecta, presumiendo que quien contrajo la deuda, aunque actuara en propio nombre, tenía conferido un mandato tácito del otro conviviente para actuar por cuenta suya, con el fin satisfacer un interés que, en parte, le era propio: habría contratado, en definitiva, sobre cosas, que, al menos parcialmente, eran “propias del mandante”, lo que, en virtud del art. 1737.II CC, permitiría al acreedor dirigirse directamente contra este.
No me cabe duda de que la existencia de un pacto entre los convivientes, por el que ambos asumieran la obligación de contribuir a los gastos destinados a atender las necesidades ordinarias de la familia, contribuiría a reforzar la presunción de existencia de ese mandato tácito (como también la circunstancia de que habitualmente las deudas para satisfacer dichas necesidades fueran contraídas de manera indistinta por ambos o por uno de ellos, sin la oposición del otro).
De cualquier modo, cuando las circunstancias del caso concreto impidieran entender que ha existido un mandato tácito cabría siempre que el acreedor accionara contra el conviviente no deudor a través del principio de prohibición de enriquecimiento injusto.
VI. EL ALCANCE DE LA AUTONOMÍA PRIVADA RESPECTO AL ESTABLECIMIENTO O EXCLUSIÓN CONVENCIONAL DE INDEMNIZACIONES.
La creciente proyección del principio de autonomía privada en el ámbito familiar, en general, y en el de las uniones de hecho, en particular, ha llevado a la doctrina a plantarse la posibilidad de que los convivientes puedan acordar o excluir indemnizaciones en previsión de una futura ruptura de la convivencia.
1. Previsión contractual de pago de indemnizaciones al extinguirse la unión de hecho: libre desarrollo de la personalidad y prohibición de enriquecimiento injusto.
Hay que distinguir dos tipos de pactos: de un lado, los que fijan una indemnización a cargo de uno de los convivientes, por la mera circunstancia de la ruptura de la convivencia, haciendo abstracción de toda idea de compensación de los perjuicios sufridos por quien deba percibirla; y, de otro lado, los que establecen una indemnización con la finalidad de compensar el empobrecimiento que una de las partes ha sufrido durante la convivencia, como consecuencia de su dedicación al cuidado de la familia o de su colaboración no retribuida (o retribuida de manera insuficiente) en la actividad profesional o económica de la otra.
a) Es dudosa la validez del primer tipo de pactos desde la perspectiva del art. 10 CE, puesto que, al imponer una penalización económica de la ruptura, suponen un ataque a la libertad que tiene todo conviviente para poner fin a la unión de hecho, opción ésta, que encuentra cobertura en el principio constitucional de libre desarrollo de la personalidad, del mismo modo que la encuentra la opción de formar una familia no basada en el matrimonio.
b) En cambio, no hay ninguna duda respecto de la validez del segundo tipo de pactos, en la medida en que contengan una autorregulación razonable de los intereses de ambas partes, pues, con ellos se llegará a una solución semejante a la que resultaría de la aplicación del principio general de prohibición de enriquecimiento injusto, que es al que recurrirían los tribunales (si se dieran sus presupuestos) de no haberse estipulado aquéllos, pero con la ventaja de ser una solución querida y concretamente articulada por los convivientes.
Es, en efecto, habitual que la jurisprudencia recurra a dicho principio general, con el fin de proteger al perjudicado por la ruptura de la unión de hecho cuando los convivientes, expresa o tácitamente, no constituyeron una comunidad de bienes o una sociedad.
Se trata, casi siempre, de supuestos en que ha existido una larga convivencia de hecho, con dedicación exclusiva de la mujer a las tareas domésticas o colaboración en las actividades económicas de su compañero sin recibir ninguna retribución; y ello, con independencia de que la ruptura de la unión de hecho haya tenido lugar por voluntad unilateral del varón o por el hecho de su muerte, lo que es perfectamente lógico, ya que no se trata aquí de sancionar a quien rompe la vida en común, sino de compensar económicamente al conviviente perjudicado por el enriquecimiento sin causa de su compañero.
Es, por ello, que se condenó al varón, que voluntariamente había roto la convivencia more uxorio, que había durado seis años, a pagar a la mujer abandonada la cantidad de catorce millones de pesetas (algo más, de 84.000 euros), al entender que esta última había sufrido un empobrecimiento, derivado de su dedicación desinteresada a las relaciones sociales de su compañero y a su atención doméstica, con el consiguiente enriquecimiento injustificado de este.
También se reconoció a la mujer abandonada el derecho a percibir una indemnización compensatoria de quince millones de pesetas (algo más de 90.000 euros), por ruptura de la convivencia more uxorio, mediante la aplicación del principio general de prohibición de enriquecimiento injusto, teniendo en cuenta que la mujer “había sacrificado veinte años de su vida para atender al demandado e hijos, descuidando su formación laboral y sus expectativas en orden a dispensar un mejor cuidado y atención a la familia”.
Con apoyo en el mismo principio, se condenó al varón, responsable de la ruptura de una convivencia more uxorio, de diecinueve años, de la que habían nacido dos hijos, al pago de una indemnización compensatoria, cuya cuantía quedó establecida en un tercio de los bienes adquiridos por el varón durante el periodo en que había durado la unión de hecho.
Se precisó que, mediante el reconocimiento de la indemnización, “no se acepta la igualdad o asimilación (de la unión de hecho) al matrimonio, sino que trata de proteger a la parte que ha quedado perjudicada por razón de la convivencia y se pretende evitar el perjuicio injusto para el más débil”.
Igualmente, se reconoció a la mujer, integrante de una unión de hecho, disuelta por muerte del varón, el derecho a obtener una indemnización equivalente al veinticinco por ciento del valor de los bienes adquiridos por aquel durante el tiempo en que había durado la convivencia more uxorio con los ingresos obtenidos con su trabajo y por la explotación de una farmacia de la que era titular. Se evidenció que la mujer se había dedicado, en exclusiva, durante cincuenta y tres años al cuidado de su compañero y del hogar familiar, “prestándole total ayuda moral y material, lo que repercutió positiva y significativamente en la formación del patrimonio de aquél, al tiempo que acarreó un desentendimiento de su propio patrimonio, pues tal dedicación no solo no le supuso ninguna retribución o compensación económica, sino que le impidió obtener beneficios privativos mediante el desarrollo de otra actividad en provecho propio”.
Como regla general, puede, pues, afirmarse que se empobrece quien durante un prolongado período de tiempo se dedica, en exclusiva o de modo prioritario, a la atención del hogar o colabora en la empresa o negocio de su compañero sin recibir ninguna compensación por ello. El empobrecimiento resulta, no solo de la no percepción de una retribución por el ejercicio de estas actividades, sino también de las dificultades que tiene para acceder a un empleo la persona que siempre se ha dedicado a las labores domésticas (pensemos en mujeres de avanzada edad, de escasa cualificación profesional, que nunca han trabajado fuera de casa), o también de las dificultades que encuentra para reincorporarse al mercado de trabajo quien lo ha abandonado durante un prolongado período de tiempo; empobrecimiento, que todavía es más claro cuando la mujer ha dejado un trabajo retribuido al tiempo de iniciarse la convivencia. La jurisprudencia no considera que existe empobrecimiento susceptible de ser resarcido cuando la mayor dedicación al hogar de uno de los convivientes no le ha impedido desempeñar una actividad retribuida.
En cualquier caso, hay que excluir la aplicación del principio general de prohibición del enriquecimiento injusto cuando quien lo pretende no ha recibido propiamente una retribución por sus labores domésticas equiparable a un salario, pero sí otras compensaciones económicas, que impiden considerar que la situación en la que se ha desarrollado la convivencia de hecho y su posterior ruptura le ha producido un empobrecimiento.
Se denegó, así, la pretensión de la reclamante, de que el varón le satisficiera una indemnización por enriquecimiento injusto, valorando el hecho de que, mientras persistió la unión de hecho, el demandado había asumido la práctica totalidad de los gastos comunes, así como los generados por la atención de los dos hijos de la mujer, que vivían con ellos, domiciliando su nómina en la cuenta corriente de la demandante, y pagando, además, las amortizaciones del crédito hipotecario concedido para la adquisición de la vivienda, que era de propiedad exclusiva de aquélla. Se desestimó igualmente la indemnización por enriquecimiento injusto solicitada por la conviviente, como consecuencia de la ruptura de la convivencia, argumentando que el varón demandado había transmitido gratuitamente a la actora, bajo la apariencia de un falso contrato de compraventa, carente de precio real, participaciones en la sociedad explotadora de un restaurante, ascendiendo las participaciones cedidas a casi la mitad del capital social.
2. Pactos de renuncia anticipada a reclamar indemnizaciones.
Otra de las cuestiones que ha preocupado a la doctrina es la relativa a la validez de los pactos de renuncia anticipada a percibir indemnizaciones en el caso de cese de la convivencia.
A) Validez de los que excluyen las ligadas al mero hecho de la ruptura de la convivencia.
En mi opinión, son perfectamente válidos los pactos de renuncia a percibir una indemnización por la mera ruptura de la convivencia, aunque su utilidad parezca escasa, ya que cada conviviente tiene libertad para poner fin a la unión de hecho, sin que legalmente deba satisfacer ninguna reparación por ello: es más, creo que una norma que impusiera una indemnización de este tipo (como también la aplicación de una regla general, como el art. 1902 CC, con el mimo fin), muy probablemente, sería inconstitucional, por ser contraria al libre desarrollo de la personalidad; por lo tanto, a través de estos pactos se estaría renunciando a un derecho que no se tiene.
Un sector de la doctrina enumera una serie de supuestos en los que tendría lugar una indemnización ex art. 1902 CC, no por la ruptura de la convivencia, en sí, sino por las circunstancias en las que la misma tuviera lugar, por ejemplo, en los casos de publicidad o violencia de la ruptura o cuando la mujer abandonada estuviese embarazada.
Yo soy poco proclive a la aplicación del art. 1902 CC en estos supuestos, como también lo es la jurisprudencia, que, no obstante, ha aplicado la responsabilidad civil extracontractual para proteger al desfavorecido por el cese de la convivencia more uxorio, en un caso en que la ruptura de la convivencia había sido acompañada del incumplimiento sin causa de una previa promesa cierta de matrimonio.
En efecto, una conocida sentencia del Tribunal Supremo fundamentó, así, en el art. 1902 CC la condena del varón a pagar la cantidad de tres millones de pesetas, en concepto de daños y perjuicios, a su compañera, la cual había puesto fin al contrato de arrendamiento de la vivienda donde residía y en la que recibía huéspedes, para iniciar una convivencia more uxorio durante tres años con el condenado, ante la confianza, que este le había suscitado de que se casaría con ella, a través de una promesa de matrimonio, que no cumplió. En este caso concurría la particularidad de que la unión de hecho había sido iniciada, mediando una previa promesa de matrimonio del varón que posteriormente rompió la convivencia. En segunda instancia la condena del varón había sido fundamentada en el art. 43 CC, solución ésta, que desautorizó el Supremo, lo que me parece correcto, ya que el daño derivado de haber puesto fin al contrato de arrendamiento de la vivienda de la mujer abandonada no es un “gasto hecho” o una “obligación contraída” en consideración al matrimonio proyectado, por lo que no puede ser indemnizado a través del referido precepto.
No estoy de acuerdo en la aplicación que hizo del art. 1902 CC para fundamentar el fallo condenatorio, porque, a mi juicio, este artículo no juega en el caso de ruptura de la promesa de matrimonio, cuyos efectos económicos se rigen, exclusivamente, por el art. 43 CC, cuyo tenor es claro, al exponer que el incumplimiento sin causa de la promesa cierta de matrimonio, “sólo producirá la obligación de resarcir a la otra parte de los gastos hechos y de las obligaciones contraídas en consideración al matrimonio proyectado”.
El precepto es una fórmula de transacción, entre el principio de tutela de la confianza y el principio de libertad nupcial, que, evidentemente, quedaría desvirtuado, si la negativa a cumplir la promesa produjera consecuencias patrimoniales tan gravosas para el promitente, que este se viera constreñido a contraer matrimonio para escapar al pago de una indemnización cuantiosa. Ello explica la limitación del importe máximo de la indemnización a los conceptos que la propia norma determina (gastos hechos y obligaciones contraídas en atención al matrimonio), cerrando la posibilidad de que el promisario pueda pedir el resarcimiento de otros daños. Creo, además, que la inaplicación del art. 1902 CC en los casos de ruptura de la promesa de matrimonio deriva del principio specialia generalibus derogant, ya que, a mi entender, el art. 43 CC es una norma especial que establece un supuesto específico de responsabilidad prenegocial (que una clase de responsabilidad civil extracontractual), por lo que excluye la aplicación de la norma general (el art. 1902 CC).
A mi juicio, el recurso a la responsabilidad civil extracontractual al objeto de proteger al conviviente que queda perjudicado por el cese de la unión de hecho es, como regla general improcedente, si el cese de dicha unión no implica, al mismo tiempo, incumplimiento sin causa de una previa promesa cierta de matrimonio. Evidentemente, de no mediar promesa de matrimonio, es clara la imposibilidad de aplicar el art. 43 CC, pero, a mi entender, tampoco procede, en principio, la aplicación del art. 1902 CC para condenar al conviviente que rompe la unión de hecho al pago de una indemnización de daños y perjuicios por los daños que esa ruptura ocasione al otro conviviente.
La ruptura de la convivencia more uxorio es un acto de libertad de quienes la forman, del mismo modo que lo es su constitución. Si, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, el principio de libre desarrollo de la personalidad impide exige respetar la radical libertad del ser humano para casarse o permanecer soltero, me parece que, por aplicación del mismo principio constitucional, no debe merecer ningún reproche culpabilístico quien decide poner fin a la unión de hecho, cuando entiende que dicha unión ya no es un cauce adecuado para el desarrollo de su personalidad, por lo que no se entiende como puede ser obligado a pagar una indemnización de daños y perjuicios, por esta sola causa.
Comparto, pues, la posición expresada en una emblemática sentencia del Pleno del Tribunal Supremo, en la que se afirma que “no cabe excluir radicalmente la aplicabilidad del art. 1902 CC, pero siempre exigiendo la plena concurrencia de todos sus requisitos, y, naturalmente, rechazando que la simple decisión de ruptura, aun sin causa alguna, constituye culpa o negligencia determinante de un deber de indemnizar, pues en tal caso se estaría creando algo muy parecido a la indisolubilidad de la unión de hecho o a su disolubilidad solamente previo pago”.
En particular, hay que excluir totalmente la posibilidad de que el conviviente abandonado pueda pedir la indemnización de un hipotético daño moral resultante de la mera ruptura unilateral de la convivencia more uxorio a través del art. 1902 CC.
Es, pues, de alabar la solución a la que llegó una sentencia de instancia, que no estimó la pretensión de la mujer abandonada, de que se condenara al varón al pago de una indemnización de daños y perjuicios, entre otros conceptos, por el daño moral resultante del “abandono brusco de la situación estable y duradera de futuro en el ámbito emocional” de ella y del hijo de ambos. La Audiencia no acogió esta pretensión, por considerar que no había quedado acreditado “un perjuicio moral derivado de la ruptura sentimental, aspecto que, además de resultar difícilmente justificable y sobre todo evaluable, pronto tuvo remedio en uno, porque se casó al mes siguiente, y en la mujer porque lo hizo al año siguiente”. En el caso litigioso la unión de hecho había durado cinco años y los convivientes tenían un hijo en común.
B) Invalidez de los que excluyen el pago de todo tipo de indemnización, cualquiera que sea su causa: contrariedad al principio de prohibición de enriquecimiento injusto (inaplicación de la doctrina jurisprudencial de la cláusula ‘rebus sic stantibus’).
En mi opinión, son nulos los pactos de renuncia anticipada a exigir cualquier tipo de indemnización en el caso de cesación de la convivencia; y ello, por ser contrarios al orden público, del que obviamente forma parte el principio general de enriquecimiento injusto, en cuya virtud (según consolidada doctrina jurisprudencial) debe reconocerse la posibilidad de obtener una compensación al conviviente que, sin retribución alguna (o escasa), se hubiera dedicado al trabajo doméstico o hubiese colaborado en la actividad económica o profesional del otro; a no ser que dichos pactos formaran parte de una razonable composición de intereses, en la que se previesen otro tipo de compensaciones en favor del perjudicado, por ejemplo, una atribución de bienes (durante la convivencia o al cesar ésta) o la que resultaría de haberse pactado que se hicieran comunes las ganancias obtenidas por ejercicio de la actividad en la que colaboró.
Podría argumentarse que esta posición va en contra de la actual corriente de privatización de la familia y que cabría pensar en otra solución más acorde con el principio de autonomía privada. ¿No podrían, quizás, considerarse válidos los pactos de renuncia anticipada a exigir compensaciones futuras, pero sujetar su eficacia a la apreciación judicial, a través la doctrina de la cláusula rebus sic stantibus? De ser así, el juez podría no aplicar el pacto, cuando al cesar la convivencia existiera un cambio extraordinario de circunstancias que no hubieran podido preverse al tiempo de su otorgamiento.
Pero, ¿cuáles serían, entonces, tales circunstancias sobrevenidas? ¿Cabría incluir entre ellas, por ejemplo, el supuesto de que uno de los convivientes se hubiera dedicado al cuidado de unos hijos comunes? Tengo mis dudas de que en este caso se cumpliera el requisito (imprescindible para aplicar la doctrina de cláusula rebus sic stantibus) de estar ante una circunstancia sobrevendida absolutamente imprevisible al tiempo de la celebración del contrato. ¿Y qué decir del supuesto en que uno de los convivientes hubiera colaborado desinteresadamente en la actividad económica del otro desde el inicio de la convivencia y hasta la finalización de la misma?; ¿podría considerarse qué ha habido aquí un cambio sobrevenido de circunstancias? Parece que no, como no se considere que lo sea el haberse llegado a una edad avanzada sin haberse realizado un trabajo remunerado, pero que uno va a envejecer es algo absolutamente previsible y nada extraordinario.
Probablemente, en no pocos casos, por razones de justicia material, habría que forzar la aplicación de la doctrina jurisprudencial de la cláusula rebus sic stantibus, considerando el juzgador que habría habido un cambio extraordinario de circunstancias absolutamente imprevisible siempre que uno de los convivientes se hubiera enriquecido injustamente a costa del otro.
Pero entonces, ¿para qué serviría el pacto de renuncia anticipada a exigir compensaciones? Desde luego, para dar certeza a los convivientes sobre sus respectivas situaciones patrimoniales en el caso de cesación de la convivencia, ya hemos visto que no, pues cabría siempre discutir la existencia de una alteración sobrevenida de circunstancias; y, para evitar intervenciones judiciales, tampoco. Estaríamos, en definitiva, ante un pacto con una eficacia claudicante, supeditada a que no se constatase judicialmente la existencia de un enriquecimiento injusto. Sólo sería eficaz, si no lo hubiere habido, pero, en este caso, el pacto sería totalmente inútil, porque implicaría la renuncia a una indemnización que no se tiene derecho a reclamar (la mera ruptura de la convivencia, por sí misma, no da derecho a exigir ninguna indemnización).