El estado de las acciones de separación y divorcio, treinta y ocho años después.

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Por Adrián Arrébola Blanco.

Muchos creyeron ver el fin de la familia en el reconocimiento de la acción de divorcio a todas las personas unidas en matrimonio, no desprovistos de razón, en absoluto, a la vista de los cambios socioculturales que venían experimentándose a comienzos de los ochenta. Nuestros parlamentarios, así, temerosos ante el advenimiento de semejante catástrofe, hicieron que su ejercicio quedara condicionado por el transcurso de uno, dos o cinco años ininterrumpidos desde que se hubiese producido el cese efectivo de la convivencia entre los consortes, como si se tratara de un periodo de reflexión tendente a lograr su reconciliación. Sin embargo, el recurso a la separación como paso previo e ineludible para acceder al divorcio no lograría convertirse en una medida capaz de frenar o contener la transformación que por entonces estaba produciéndose en el seno de la sociedad española; según demuestra la naturaleza de las reformas que fueron operadas años más tarde, y que han permanecido prácticamente inalteradas hasta la actualidad.

La última de las reformas realizadas a este respecto ha tenido por finalidad la de desjudicializar tanto la separación como el divorcio para que los interesados en su tramitación no tengan que dirigirse necesariamente a la autoridad judicial que en su caso resulte competente, ni soportar la dilación de una situación no deseada por ellos durante el transcurso de un proceso matrimonial, siéndoles reconocida así la posibilidad de hacerlo en su lugar mediante notario o secretario judicial. Para tal fin deberán aquéllos formular un convenio regulador que prevea los efectos derivados de la separación o el divorcio, junto a la voluntad inequívoca de separarse o divorciarse, respectivamente. Sin embargo, detrás de estas medidas legislativas de corte progresista, y coherentes con el conjunto de derechos y libertades personales que ha de imperar en estos asuntos, quizá se esconda una intención muy diferente de la que aparentemente quepa atribuir a la “mens legislatoris”.

Piénsese que, mientras la separación y el divorcio únicamente podían ser decretados hasta el momento por parte de la autoridad judicial competente, y cualquiera que fuera la forma en que se hubiese celebrado el matrimonio de los interesados; ahora no podrán serlo, salvo cuando además existan hijos menores no emancipados o con la capacidad judicialmente modificada que dependan de ambos consortes, en calidad de progenitores. De este modo, el ejercicio de las acciones de separación y divorcio queda reservado a quienes acompañen sus demandas de las certificaciones registrales correspondientes, respecto de la inscripción del nacimiento de los hijos que dependan de ellos y de sus respectivos consortes y, en su caso, también, de las resoluciones judiciales en cuya virtud se hubiera modificado la capacidad de aquéllos, si se diese la circunstancia de que tuvieran edades superiores a los dieciocho años o hubiesen sido previamente emancipados conforme a la legislación civil.

Este resultado debe conciliarse con el hecho de que aquellos sujetos que no dispongan de hijos menores no emancipados ni con la capacidad modificada judicialmente, a cargo de ellos mismos y de sus respectivos consortes, estén jurídicamente legitimados para separarse o divorciarse mediante notario o secretario judicial por no entrar en conflicto interés especial alguno que requiera la intervención de la autoridad judicial, sea por la simple carencia de hijos comunes o por tener éstos su capacidad inalterada judicialmente, además de haber alcanzado ya la edad de dieciocho años o estar emancipado de sus progenitores por cualquier otra vía que permita el legislador. Sin embargo, no debe ignorarse a su vez que para ello necesitarán estar de acuerdo para consentir mutuamente la separación o el divorcio en ciernes, y que no siempre será posible alcanzar este consenso.

La interpretación que necesariamente se extrae de esta reforma legislativa respecto de la separación y el divorcio es la de que el acceso a una y a otro por parte de uno solo de los consortes depende enteramente de la voluntad del otro, salvo que ambos tengan a su cargo hijos menores no emancipados o con la capacidad judicialmente modificada, para así poder dirigirse con este propósito a la autoridad judicial competente. En estas circunstancias apenas se encuentra sin embargo entre el cuarenta y seis y el cuarenta y ocho por ciento de los matrimonios separados y divorciados durante los últimos seis años, según los datos recogidos en las notas de prensa del Instituto Nacional de Estadística. Partiendo de esta realidad surge forzosamente el interrogante acerca del verdadero propósito de los responsables de esta reforma legislativa ¿realmente perseguían facilitar el acceso a la separación y al divorcio o, por el contrario, aprovecharon la oportunidad para propiciar una interpretación capaz de recuperar los valores más tradicionales de la familia matrimonial?

La respuesta a esta pregunta dependerá de que el régimen jurídico actual de la separación y del divorcio sea objeto de una interpretación exegética o teleológica: la primera de ellas conducirá sin duda a que el acceso a la separación y el divorcio quede reservado a quienes dispongan del consentimiento de su respectivo consorte para separarse o divorciarse o de que, faltando este consenso, al menos tengan a su cargo hijos menores no emancipados o con la capacidad modificada judicialmente; mientras que, la segunda, sorteará estas limitaciones para permitir que los interesados en separarse o divorciarse de sus consortes puedan acceder tanto a la separación como al divorcio en cualquier circunstancia, dispongan o no del beneplácito de sus consortes, y tengan o no hijos menores no emancipados o con la capacidad judicialmente modificada. Sin embargo, ni una ni otra están exentas de obstáculos a los que enfrentarse para su defensa.

La interpretación exegética, efectuada según el sentido propio de las palabras empleadas por el legislador, supondría que apenas un porcentaje de los ciudadanos españoles que dispusieran del estado civil de casado tuviesen jurídicamente reconocido un margen de libertad más amplio respecto de su persona, en función de que gozaran o no a su vez del consentimiento de sus respectivos consortes o bien tuviesen a cargo de su matrimonio hijos comunes a ambos que fueran menores no emancipados o hubieran experimentado una modificación judicial de su capacidad, en la medida en que no todos tendrían derecho a separarse o divorciarse conforme a la legislación civil vigente. Sin embargo, difícilmente será ésta una interpretación sostenible después de haber sido suprimida la jerarquización familiar que antaño determinaba la subordinación de uno de los consortes a la autoridad del otro, y menos aún a la vista de la igualdad de todos los ciudadanos españoles ante la ley que establecieron nuestros constituyentes sin que pueda prevalecer entre ellos discriminación alguna por condiciones o circunstancias personales tales como la tenencia de hijos con estas características, a pesar de la literalidad de la ley.

La interpretación teleológica, operada también sobre el sentido propio de las palabras que emplea el legislador, pero atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de las normas que conforman, tendría por resultado el de legitimar a todos los ciudadanos españoles que dispusiesen del estado civil de casado para acceder a la separación o al divorcio respecto de su matrimonio, ya cuenten o no con consentimiento por parte de sus respectivos consortes, y ya tengan o no a cargo de ambos tanto hijos menores no emancipados como con la capacidad judicialmente modificada, al partirse de que el propósito perseguido por la reforma legislativa operada no ha sido el de condicionar el ejercicio de todas las acciones de separación y de divorcio sino solo la de aquellos matrimonios que tengan hijos en estas circunstancias, aunque literalmente pueda extraerse lo contrario. De hecho, cabría señalar en este mismo sentido la supervivencia de determinadas referencias legales que aún contemplan la posibilidad de que no concurran hijos menores no emancipados ni con la capacidad modificada judicialmente en los procesos de separación y de divorcio de sus progenitores, tras haber adquirido vigencia semejante reforma legislativa.

Esta última es la interpretación que en todo caso habría de prevalecer aquí sobre la literalidad de la ley, aunque las referencias procesales anteriormente señaladas pudieran entenderse derogadas en virtud del principio lex posterior derogat priori, porque de lo contrario no tendría sentido que una supuesta defensa de los valores más tradicionales de la familia se apoyara exclusivamente en la indisolubilidad de los matrimonios con hijos menores no emancipados o con la capacidad judicialmente modificada -cuando son precisamente éstos y no otros los que demandarían una mayor protección a estos efectos-, a falta de mutuo consentimiento por parte de los consortes para separarse o divorciarse mediante convenio regulador formulado ante notario o secretario judicial. De hecho, ésta sería la interpretación que primase también en caso de que en el futuro entrara en vigor un nuevo código de leyes civiles que sustituyese al actualmente vigente, a través de la postura que a este respecto adopta la propuesta de la Asociación de Profesores de Derecho Civil.

Entender lo contrario, única y exclusivamente, en base a la literalidad de la ley, supondría reintroducir un sistema de separación y divorcio que quedó obsoleto hace mucho tiempo y que fue corregido legislativamente para aumentar el ámbito de libertad de los consortes respecto del ejercicio de estas acciones, al derogarse la causalidad en que se apoyaba. Por lo tanto, si no quiere incurrirse en una interpretación anacrónica con respecto a la realidad social contemporánea, de acuerdo con la cual deben interpretarse las normas jurídicas por parte de nuestros jueces y tribunales, solo puede concluirse que la última reforma operada sobre la separación y el divorcio adolece de graves deficiencias de técnica legislativa. En este sentido, y mientras no se proceda a su completa subsanación, apenas queda apelar al buen juicio de los órganos jurisdiccionales para que compartan la interpretación sugerida.

Adrián Arrébola Blanco, Investigador Predoctoral en Formación, Universidad Complutense de Madrid.

Nota: Este trabajo ha sido realizado con la financiación recibida de las ayudas para contratos predoctorales de personal investigador en formación de la Universidad Complutense de Madrid, convocadas por resolución rectoral de 17 de mayo de 2016 (BOUC n.º 10, año XIII, de 17 de mayo de 2016).

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