Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia

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Autor: Manuel Ortiz Fernández, Profesor Ayudante de Derecho Civil de la Universidad Miguel Hernández de Elche. Correo electrónico: m.ortizf@umh.es

1. Recientemente se ha aprobado la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia («BOE» núm. 72, de 25 de marzo de 2021, páginas 34037 a 34049).

Esta norma tiene como finalidad, tal y como reconoce en su Preámbulo, “dar una respuesta jurídica, sistemática, equilibrada y garantista, a una demanda sostenida de la sociedad actual como es la eutanasia”. A este respecto, conviene tener en cuenta que su objeto es regular la denominada, en ocasiones, “eutanasia activa directa”, en contraposición a otro tipo de técnicas que no implican la ejecución de un “acto deliberado de dar fin a la vida de una persona” (como la “eutanasia activa indirecta”, la “eutanasia pasiva” o los cuidados paliativos). Además, como destaca la Disposición adicional primera, la muerte como consecuencia de la prestación de ayuda para morir “tendrá la consideración legal de muerte natural a todos los efectos, independientemente de la codificación realizada en la misma”.

Por todo lo anterior, la disposición comentada conlleva la legalización de la eutanasia e incorpora estas prácticas como una verdadera prestación-derecho, incluyéndola en la cartera común de servicios del Sistema Nacional de Salud (con financiación pública).

Asimismo, no se debe obviar que el sujeto activo de estas actividades, esto es, el que ejecuta dicho “acto deliberado” es un profesional sanitario lo que, sin duda, supone una contradicción de su propio código deontológico, su “lex artis” y su juramento hipocrático.

Por este motivo, es necesario que, por imperio de la ley, dichas conductas reciban amparo y acomodo en nuestro ordenamiento, pues, de otro modo, serían calificadas como una vulneración de la ley del oficio y en última instancia, como un delito. Sea como fuere, la norma reconoce el derecho de objeción de los médicos (art. 16), de tal forma que se crea un “registro de profesionales sanitarios objetores de conciencia”.

2. Por lo que respecta a los requisitos, vienen establecidos en el Capítulo II (arts. 4 a 7) y se centran, fundamentalmente, en dos problemáticas. De un lado, se pretende que únicamente puedan ejercitar este derecho aquellas personas que dispongan de capacidad suficiente y que se trate de una decisión libre, voluntaria y consciente. De otro lado, se requiere que la situación clínica del paciente sea de cierta entidad y que, desde un punto de vista médico, se trate de enfermedades que, o bien no disponen de un tratamiento efectivo para evitar la muerte, o bien generan un padecimiento insoportable sin posibilidad de mejoría apreciable.

En cuanto al primer grupo de cuestiones se refieren diversos apartados del articulado citado. En este sentido, la norma exige que se trate de pacientes mayores de edad que sean capaces y conscientes en el momento de la solicitud. Sobre el particular, pueden plantearse varias disquisiciones. En primer lugar, se puede considerar, a priori, que está excepcionando el régimen previsto en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, al excluir a los menores de edad pues, con carácter general, esta última fija la edad para ejercitar el consentimiento informado en los dieciséis años. No obstante, dicha conclusión varía si atendemos al artículo 9.4 párrafo segundo de la precitada Ley 41/2002, ya que impide que presten consentimiento los menores de edad cuando se trate de “una actuación de grave riesgo para la vida o salud”.

En segundo lugar, cabe plantear si también se está negando dicha posibilidad a las personas con la capacidad judicialmente modificada en tanto en cuanto no poseen la plena capacidad de obrar. Pues bien, lo cierto es que no queda claro este extremo, máxime si atendemos al artículo 4.3 párrafo segundo de la Ley Orgánica objeto de análisis que impone la necesidad de que “se adopten las medidas pertinentes para proporcionar acceso a las personas con discapacidad al apoyo que pueden necesitar en el ejercicio de los derechos que tienen reconocidos en el ordenamiento jurídico”. Sea como fuere, del articulado parece desprenderse que la opción escogida por el legislador es impedir que este colectivo pueda beneficiarse de la prestación. En este sentido, en la Disposición adicional cuarta únicamente se alude a las personas sordas, con discapacidad auditiva y sordociegas (deficiencias físicas), por lo que, a sensu contrario, se puede señalar que las personas con discapacidad intelectual y, en última instancia, las que hayan sido sometidas a un procedimiento judicial de modificación de capacidad no dispondrán de dicha facultad. A mayor abundamiento, el legislador contempla un tratamiento equivalente para la incapacidad de hecho, en la que tendrá que recurrir, en su caso, al documento de instrucciones previas. En cualquier caso, este sistema puede no ser respetuoso con las futuras exigencias contenidas en el Proyecto de Ley por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica (121/000027) y con el modelo de apoyo que propone, si es finalmente aprobado.

Por otro lado, señala la Ley Orgánica que se debe asegurar que se trata de una “decisión autónoma” (art. 4.2) y que se reciba una información adecuada para que se trate de una voluntad “individual, madura y genuina, sin intromisiones, injerencias o influencias indebidas” (art. 4.3). En definitiva, el legislador ha “blindado” el consentimiento informado en la prestación de ayuda para morir, de tal suerte que el profesional ha de observar ciertas cautelas con carácter previo a su ejecución. En esta misma línea y en aras de acreditar estas disquisiciones, determina que tanto la información que se ha de prestar como el propio consentimiento se lleven a cabo por escrito. Asimismo, se prevén una serie de medidas que inciden en esta línea (como la necesidad de que se presenten dos solicitudes, de que transcurra un periodo de tiempo mínimo, etc.) que serán posteriormente comentadas en el ámbito del procedimiento.

En otro orden de cosas, el segundo grupo de problemas al que nos referíamos se centra en las condiciones médicas de los pacientes. En palabras de la norma, los usuarios han de sufrir una “enfermedad grave e incurable” o un “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”. A este respecto, como se ha indicado, ha de tratarse de una situación que, en términos generales, sea excesivamente gravosa para el usuario y que, de algún modo, afecte al propio desarrollo de la persona en unos términos aceptables desde el punto de vista de la dignidad.

3. En cuanto al procedimiento para realización de la prestación de ayuda para morir (Capítulo III, arts. 8 a 12), conviene tener en cuenta que la norma pretende que se trate de una decisión personal y reflexiva, fruto de un ejercicio mental que se lleve a cabo en un entorno idóneo y sin injerencias indebidas. En este sentido, como se ha tenido ocasión de señalar, el paciente ha de presentar dos solicitudes (por escrito), debiendo transcurrir entre ambas, al menos, quince días naturales (salvo situaciones excepcionales). Así, el profesional ha de llevar a cabo un proceso deliberativo para que el usuario del centro pueda conocer la información necesaria y formar una voluntad libre y voluntaria. Tras ello, interviene un segundo sanitario (médico consultor) que tendrá que analizar la situación concreta de la persona y manifestarse acerca de la procedencia de dicha prestación. Una vez finalizado lo anterior, comienza la verificación por parte de la Comisión de Garantía y Evaluación. El presidente de esta institución nombrará a dos de sus miembros (un médico y un jurista) para que determinen si, a su juicio, “concurren los requisitos y condiciones establecidos para el correcto ejercicio del derecho a solicitar y recibir la prestación de ayuda para morir”. En cualquier caso, siempre que se deniegue la prestación (ya sea por el médico responsable, por el consultor o por los miembros nombrados por el presidente de la Comisión de Garantía y Evaluación), cabe reclamación ante la precitada Comisión y, en última instancia, ante la jurisdicción contencioso-administrativa.

Por lo que respecta a la realización de la prestación, se prevén dos modalidades, a saber, la administración directa de una sustancia al paciente por parte del profesional y la prescripción de dicha sustancia para que sea el primero quien se la auto administre.

4. En este punto, hemos de preguntarnos acerca de la naturaleza jurídica de la eutanasia.

Si se observa con detenimiento, en realidad, supone una manifestación del consentimiento informado que, no obstante, por sus especiales características e implicaciones, merece una regulación y atención diferenciada. El paciente está decidiendo, libre y voluntariamente, acerca de una intervención o una práctica sanitaria, pero, en este caso, la finalidad es precisamente contraria a la predicable del resto de escenarios posibles, ya que se busca poner fin a la vida. Por este motivo, como hemos visto, el régimen aplicable es más exhaustivo, impone unos deberes más severos a los profesionales (de información y consentimiento) y requiere de un contexto en el que se aseguren unas condiciones óptimas (sin presiones ni influencias externas). La prestación de ayuda para morir representa un nuevo ámbito de protección de los derechos de los pacientes e integra una facultad a su estatuto. Todo ello, puede provocar que nos planteemos si estamos ante una nueva “edad” de la medicina, pues conlleva el reconocimiento de unos campos de actuación que, hasta este momento, se encontraban restringidos para los usuarios. Desde esta perspectiva, si el consentimiento informado fue objeto de una evolución y desarrollo paulatinos y progresivos y que su plasmación legal supuso un hito, quizás, actualmente, estamos ante un segundo estadio. Así, nos encontramos ante otro logro necesario para alcanzar el fin último: el respeto de la dignidad de las personas y de su autonomía de la voluntad y, en particular, de la tutela de los derechos de los pacientes en el ámbito sanitario.

Por otro lado, podría plantearse si se trata de un verdadero derecho fundamental “extra constitutionem”, de nueva generación, con un sector específico de actuación. Máxime porque, en esta ocasión y a diferencia de lo que ocurrió con la Ley 41/2002, el legislador ha tenido a bien otorgar el rango de ley orgánica a la futura norma. Al margen de las críticas que pueden efectuarse con respecto a la decisión de establecer una ley ordinaria para el consentimiento informado (en general), nos está poniendo sobre aviso acerca de la especial consideración que merece la eutanasia. Sin embargo, desde nuestra perspectiva, al igual que el consentimiento informado ordinario, nos encontramos ante un derecho de configuración legal. Ello no quiere decir que se agote aquí, ya que, muy al contrario, se encuentra íntimamente ligado a ciertos derechos constitucionales y representa una garantía de los mismos, de tal suerte que una conculcación del primero puede acarrear, a su vez, la vulneración de los segundos. Sea como fuere, no puede confundirse la eutanasia con los citados derechos, ya que tienen campos de intervención diferentes. Por lo que respecta a la vinculación de la eutanasia con las facultades y derechos recogidos en nuestra Constitución Española, la relación más directa se ubica en el derecho a la vida y a la integridad física (art. 15 CE). Se equivoca, a nuestro parecer, el legislador cuando contrapone este último a otras facultades constitucionalmente protegidas, pues precisamente el libre desarrollo de la personalidad implica que las personas han de poder gobernar su existencia como estimen oportuno, lo que conlleva, como no puede ser de otro modo, decidir el momento en el que quieren ponerle término. En cualquier caso, tendremos que esperar a que el Tribunal Constitucional se manifieste sobre estas cuestiones para conocer la categorización de este derecho.

5. De todo lo anterior, podemos extraer una serie de ideas. En primer lugar, tras una primera aproximación, debemos señalar que se trata de una norma novedosa, revolucionaria y, en términos generales, adecuada. En este sentido, siguiendo la línea marcada por las comunidades autónomas que incorporaron normativas referidas a la “muerte digna” (aunque con un ámbito de aplicación más reducido por sus competencias), el legislador estatal incide y desarrolla tales cuestiones. No obstante, sin negar el avance que supone en el sector sanitario, consideramos que la conclusión que se extrae depende de la perspectiva desde la cual se observa. Desde el prisma jurídico existen argumentos en contra de esta medida y encontramos ciertos inconvenientes que han de salvarse. Por su parte, desde el punto de vista ético o moral, quizás la reflexión varía notablemente. En este sentido, no parece tener justificación negar a un sujeto la posibilidad de terminar con una vida de sufrimiento y padecimientos contantes. Además, no se obliga a que aquellos profesionales que entiendan tal práctica como contraria a sus valores la lleven a cabo, ya que se prevé la objeción de conciencia.

En segundo lugar, conviene poner de relieve que, en realidad, los excesivos lapsos temporales que se contemplan y la burocratización de este derecho bien pueden derivar en un vaciado de contenido del mismo. En ciertos escenarios el legislador ha sido consciente de este extremo y, de algún modo, ha previsto ciertas excepciones (como la contemplada en el artículo 5.1 letra c) párrafo segundo). Sin embargo, ello no es óbice para que el transcurso del tiempo y la gran cantidad de requisitos puedan provocar que, en la práctica, los pacientes no obtengan un tratamiento respetuoso con sus preferencias.

En tercer lugar, entendemos que algunos aspectos no se han regulado de forma totalmente correcta y completa y que la norma incorpora ciertas deficiencias que deberían soslayarse.

A modo de ejemplo, en el ámbito de los plazos, lo cierto es que la gran mayoría de los apartados aluden al tipo de días (naturales o hábiles) y que incluso se ha añadido este extremo en muchos puntos que no se preveían en la inicial Proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia (122/000020). Sin embargo, continúan existiendo ciertos plazos en los que no se hace constar esta cuestión y que no queda claro, por tanto, cuál aplicar (vid. arts. 7.3 y 10.1).

En cuarto y último lugar, se plantean algunos debates a los que tendría que ofrecerse una respuesta. A este respecto, no se puede obviar que esta realidad nos obliga a repensar la lex artis sanitaria y las obligaciones que integran la misma. Los médicos, al margen de la objeción de conciencia, tendrán el deber de practicar unas actuaciones que, a priori, pueden resultar contrarias a su juramento hipocrático y a la deontología de la profesión. La modificación comportada no es baladí, como lo demuestra el hecho de que ha sido necesario reformar ciertos preceptos del Código Penal para despenalizar ciertas conductas que, hasta el momento, estaban tipificadas.

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