El respeto a la dignidad y otros derechos de nuestros mayores en los tiempos del Covid

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Autora: Pilar María Estellés Peralta, Profesora agregado doctor acreditado. Universidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”. Correo electrónico: pm.estelles@ucv.es

1. Las crisis del Covid-19 no es la primera ni será la última crisis sanitaria. Las sociedades se han enfrentado a numerosas formas de crisis a lo largo de la Historia, y la diferencia se halla en cómo se han abordado en los diferentes contextos. Al acercarnos a esta problemática, advertimos que algunas propuestas y soluciones a la resolución de esta crisis provocada por la Covid-19, resultan absolutamente destructivas, y además, han conllevado la lesión a la dignidad y otros derechos de un determinado sector de población, precisamente uno de los más vulnerables, los mayores. No lícito ni ético ni moral, excluir a los vulnerables, que son muchos, a los más mayores de esta sociedad, solo porque ya han sido, sin tener en cuenta lo que hoy son o mañana serán.

Estamos ante un momento en que se está produciendo un envejecimiento demográfico sin precedentes -de acuerdo con los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la población mundial está envejeciendo rápidamente: entre 2000 y 2050, la proporción de la población mundial con más de 60 años de edad se duplicará y pasará del 11% al 22% aproximadamente, y a su vez, el número de personas de 80 años o más se cuadruplicará en ese mismo período de tiempo-. Si además, la previsión es que la cifra siga aumentando, es decir, que tanto a nivel mundial como de nuestro país, se incremente el número de población de más edad y con una vida más longeva, lo que supondrá un gran impacto en la sociedad en general y, fundamentalmente, en el sistema sanitario y de los servicios sociales. El aumento de la esperanza de vida es un éxito pero también plantea toda una serie de retos; constituye, sin duda, una ventaja para el crecimiento de sociedades humanas social y éticamente más maduras e integradas por los conocimientos y aportaciones de los más mayores, sin embargo, frecuentemente, el envejecimiento se enfoca como un problema cuando, realmente, en sí mismo, es un importante logro. Como consecuencia de ello, algunas sociedades practican continúas vulneraciones de los derechos humanos de los colectivos de edad avanzada y plantean visiones sociales de la ancianidad que casan mal con el respeto a su dignidad y derechos; estas acciones ejercidas tanto por particulares como por los poderes públicos suponen una discriminación por razón de la edad y un atentado a los derechos de una creciente parte de la población humana e implican el maltrato, la marginación y la exclusión social, y en ocasiones, vital, de las personas de edad avanzada.

2. Pese a la existencia de instrumentos internacionales que reconocen la dignidad y otros derechos a todas las personas, entre las que se incluyen las personas mayores, como la Declaración Universal de Derechos Humanos, los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos Sociales y Culturales de 1966, o el Convenio Europeo de Derechos Humanos, así como otros instrumentos internacionales que pese a no tener el carácter vinculante de los tratados internacionales, gozan de un alto valor moral y político, como los Principios de las Naciones Unidas a favor de las personas de edad, aprobados por resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 16 de diciembre de 1991, los derechos humanos de este colectivo han sido gravemente vulnerados.

No existe al respecto ninguna regulación jurídica donde pueda asentarse tal vulneración de derechos puesto que en el ámbito de los derechos a la vida, la integridad física y moral, la salud, la libertad, etc., no existen regulaciones diferenciadas de las reglas generales para el ejercicio de sus derechos por las personas mayores, porque no existe un estado civil de persona mayor o anciana. Las personas de edad avanzada no gozan, por tanto, de una condición jurídica personal diferente, ni inferior o menos respetable que las demás personas más jóvenes, sino que gozan de la misma dignidad y derechos que el resto de seres humanos sean cuales sean sus rangos de edad. No obstante, lejos de disfrutar plenamente de estos derechos, que son plenos, las personas de edad avanzada han de hacer frente al creciente «edadismo» de las sociedades que supone la discriminación social de las personas basada en su edad; este edadismo se va extendiendo e impregnando todos los campos de la sociedad y de las estructuras sociales a las que nuestro país no ha sido ajeno. Así y pese a la numerosas normas reguladoras y protectoras de los derechos a la vida, la integridad física y moral, a la igualdad y a la salud de todos y pese a las recomendaciones especiales en esta concreta crisis sanitaria por parte de las Autoridades sanitarias, las medidas adoptadas por estas mismas autoridades no superan el análisis jurídico, moral y ético, a la vista objetiva de los hechos.

3. El Derecho español no ampara la lesión a los derechos a la vida y asistencia sanitaria que parecen haber sufrido muchos de nuestro mayores en esta crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19, por el contrario, nuestra vigente Constitución proclama la igualdad de todos sin discriminación por razón de la edad (art. 14); el derecho a la vida de todos (art.15); el derecho a la protección de la salud (art.43) y en su art. 50, el derecho a recibir servicios sociales que incidan en las necesidades de los mayores en materia de sanidad, vivienda, cultura y ocio. Asimismo, diversas leyes españolas han regulado otros derechos que afectan a los mayores en mayor o menor medida. Destaca el derecho a la atención en situación de dependencia regulado por la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia, cuyos destinatarios son las personas dependientes, no específicamente las personas mayores, sin embargo, el incremento de la longevidad ha dado lugar al incremento del número de mayores dependientes; el derecho a disfrutar de un entorno accesible o a recibir asistencia sociosanitaria en condiciones de igualdad que regula el art. 23 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud, que considera esta atención como el conjunto de cuidados destinados a aquellos enfermos, generalmente crónicos, que por sus especiales características pueden beneficiarse de la actuación simultánea y sinérgica de los servicios sanitarios y sociales para aumentar su autonomía, paliar sus limitaciones o sufrimientos y facilitar su reinserción social, entre otros.

La Exposición de Motivos del tan criticado Real Decreto-ley 16/2012, de 20 de abril, de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones proclamaba que la creación del Sistema Nacional de Salud ha sido uno de los grandes logros de nuestro Estado del bienestar y un ‘modelo de referencia mundial’, como lo describe la Exposición de Motivos mencionada; asimismo, el art. 3 del Real Decreto-ley 16/2012, de 20 de abril, de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones, garantizaba la asistencia sanitaria en España, con cargo a fondos públicos a aquellas personas que ostentasen la condición de asegurado que ostentan, entre otros muchos, los pensionistas del sistema de la Seguridad Social y los perceptores de cualquier otra prestación periódica de la Seguridad Social. Conviene reseñar que de acuerdo con el art. 3 ter., de la misma norma que regulaba la asistencia sanitaria en situaciones especiales, incluso los extranjeros no registrados ni autorizados como residentes en España, y que, por tanto, no habían contribuido nunca al Sistema Nacional de Salud español, recibirían asistencia sanitaria en los casos de urgencia por enfermedad grave o accidente, cualquiera que sea su causa, hasta la situación de alta médica. Con todo, una nueva norma se abrió paso en el panorama jurídico para mejorar la universalidad de las prestaciones sanitarias en nuestro país, así el Real Decreto-ley 7/2018, de 27 de julio, sobre el acceso universal al Sistema Nacional de Salud con la finalidad de atender en toda su extensión y con cargo a fondos públicos a personas adultas no registradas ni autorizadas a residir en España, amparándose en el cumplimiento de los tratados internacionales de carácter vinculante suscritos por España, en el mandato contenido en el artículo 43 de la Constitución Española, y en los principios de igualdad, solidaridad y justicia social. Esta última norma considera que hay valores que son irrenunciables para todo estado social y democrático de derecho que, como España, aspira a garantizar el bienestar de todas las personas desde un enfoque integrador; asimismo, afirma que en el ámbito de la normativa internacional, tanto supranacional como europea, el derecho a la protección de la salud se reconoce de manera expresa como un derecho inherente a todo ser humano, sobre el que no cabe introducción de elemento discriminatorio alguno, ni en general ni en particular; por ello, la norma obedece fundamentalmente a la necesidad de garantizar la universalidad de la asistencia, es decir, a garantizar el derecho a la protección de la salud y a la atención sanitaria, en las mismas condiciones, a todas las personas que se encuentren en el Estado español, sean o no nacionales. En consecuencia, en su art. 3.1 establece que son titulares del derecho a la protección de la salud y a la atención sanitaria todas las personas con nacionalidad española y las personas extranjeras que tengan establecida su residencia en el territorio español.

4. Sin embargo, todo lo antedicho contrasta con la efectiva gestión de la pandemia y el escaso acceso que determinados colectivos –personas de edad avanzada y/o dependientes- han tenido a los tratamientos hospitalarios y medicaciones adecuadas para la cura del Covid-19. Concretamente, respecto a las personas de edad avanzada que residían en las residencias de la tercera edad, resulta sorprendente la elaboración, publicación y aplicación de normas como la Orden SND/265/2020, de 19 de marzo, de adopción de medidas relativas a las residencias de personas mayores y centros socio-sanitarios, ante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, y la Orden SND/275/2020, de 23 de marzo, por la que se establecen medidas complementarias de carácter organizativo, así como de suministro de información en el ámbito de los centros de servicios sociales de carácter residencial en relación con la gestión de la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, así como el Documento técnico de Recomendaciones a residencias de mayores y centros socio-sanitarios establecido para el COVID-19 (Versión de 5 de marzo de 2020) del Ministerio Sanidad. Mediante estas órdenes y recomendaciones, y en el marco del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 y con el objetivo de proteger a la población más vulnerable de la infección por COVID-19, se establecen medidas organizativas para la atención sanitaria de los residentes afectados por el COVID-19 y de quienes conviven con ellos dado que, según afirman dichas normas, los mayores, las personas con discapacidad u otros usuarios de residencias y otros centros socio-sanitarios se encuentran en situación de vulnerabilidad ante la infección COVID-19 por varios motivos, como son entre otros, que habitualmente presentan edad avanzada; patología de base o comorbilidades. Convendría reflexionar jurídica y moralmente en todas estas normas dictadas para la gestión y tratamiento de los efectos de esta pandemia en personas mayores residentes en centros de la tercera edad, pues que dispongan el aislamiento de ancianos residentes con infección respiratoria aguda leve, sospechoso o con diagnostico COVID-19 confirmado y no se disponga que deban ser trasladados, prima facie, dado su mayor tasa de morbilidad ocasionada por esta enfermedad, a un centro de salud, de atención primaria u hospitalaria donde reciban la atención médico sanitaria necesaria y suficiente es, cuanto menos, preocupante y alarmante.

Curiosamente, en la misma línea de lo que estamos analizando, conviene reseñar el Informe del Ministerio de Sanidad sobre los aspectos éticos en situaciones de pandemia: el SARS-COV-2, de 3 de abril de 2020, que establece que los intereses generales de la salud pública y en general del bien común pueden enfrentarse a los intereses particulares y requerir restricciones de los derechos individuales en favor de los primeros, incluso aunque dichas restricciones puedan afectar con diversa intensidad a sus derechos fundamentales y libertades públicas, siempre que no comprometan el contenido esencial de los mismos, según ha declarado nuestro Tribunal Constitucional; que proteger los derechos fundamentales y las libertades públicas de cada uno de los ciudadanos es un deber que puede entrar en conflicto con el deber de proteger el mismo derecho de todos los demás ciudadanos y, por ello, en los casos concretos se hace necesario priorizar. Es decir, que el Estado a quien compete no sólo la obligación de abstenerse de lesionar el derecho fundamental (a la vida en este caso), le compete, asimismo, la obligación positiva de garantizar su eficacia a través de un adecuado sistema legal de protección, que alcanza más allá del ámbito civil (resarcimiento de la lesión), incluso, al ámbito penal, además del sanitario proveyéndose de los medios necesarios y suficientes y, en previsión de que no va a ser capaz de proteger la vida y la salud de sus ciudadanos, mediante el mencionado Informe de 3 de abril de 2020, dicta unos criterios para seleccionar a unos ciudadanos (a los que protegerá) y no atender a otros (a los que parece que no protegerá).

Contradictoriamente, establece que las medidas que se adopten estarán presididas por los principios de equidad, no discriminación, solidaridad, justicia, proporcionalidad y transparencia, entre otros., y asimismo, establece en el mencionado Informe, que debe garantizarse, en el marco del derecho constitucional a la protección de la salud (art. 43 de la Constitución Española), el acceso a determinados recursos asistenciales o a determinados tratamientos, en particular para aquellas personas potencialmente infectadas y que debe subrayarse la absoluta proscripción de empleo de criterios fundados en la discriminación por cualquier motivo con la finalidad de priorizar pacientes en dichos contextos; por tanto, excluir a pacientes del acceso a determinados recursos asistenciales o a determinados tratamientos, por ejemplo, por razón únicamente de una edad avanzada, resulta contrario, por discriminatorio, a los fundamentos mismos de nuestro Estado de Derecho (art. 14 de la Constitución española). En este sentido, los pacientes de mayor edad en caso de escasez extrema de recursos asistenciales deberán ser tratados en las mismas condiciones que el resto de la población, es decir, atendiendo a criterios clínicos de cada caso en particular, dado que aceptar tal discriminación comportaría una minusvaloración de determinadas vidas humanas por la etapa vital en la que se encuentran esas personas, lo que contradice los fundamentos de nuestro Estado de Derecho, en particular el reconocimiento de la igual dignidad intrínseca de todo ser humano por el hecho de serlo. Sin embargo, dada la demanda masiva existente y la escasez de recursos para atenderla, aunque pueda ser transitoria, comporta una reducción del disfrute efectivo de ese derecho y plantea la priorización de los individuos potencialmente más expuestos al contagio o ya infectados. Por consiguiente, si la rápida expansión de una enfermedad produce, como así ha sido, el desbordamiento de algunos servicios hospitalarios (o de medicamentos u otros productos médico-sanitarios –como los respiradores-) y la insuficiencia de recursos para atender a toda la población afectada, deberá establecerse un rango de prioridades. Y es aquí, en la determinación del rango de prioridades cuando toda la argumentación previa decae.

Admitir la colisión del derecho a la vida otorgando prioridad a unas vidas sobre otras implica alterar el carácter de derecho fundamental absoluto y transformarlo en relativo, en el sentido de que su tutela encuentra un cierto límite ocasionado por la tutela de un derecho también fundamental pero concurrente (la vida de otro). La situación no debe plantearse como si se tratase de una colisión de derechos entre los distintos pacientes, a la salud, y a la vida, en gran número de los casos. La cuestión es que los poderes públicos quedan obligados a asegurar al máximo la planificación de los recursos asistenciales (incluidos la asistencia vital, la necesidad de hospitalización para cuidado y evolución y también los recursos asistenciales extra hospitalarios), y que no resulta admisible la falta de asistencia a pacientes, sea cuales sea su condición y edad, por escasez de ciertos recursos sanitarios (materiales o de personal) debidos a falta de previsión. Porque si la actividad asistencial es una proyección del derecho constitucional (no fundamental) a la protección de la salud (art. 43 CE) que tenemos todos los españoles y los ciudadanos extranjeros residentes en el territorio nacional (art. 1.2 Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad), sí lo es la protección del derecho fundamental a la vida y a la dignidad de todos.

5. El tema es de tal gravedad a nivel moral, ético y jurídico que exige una profunda reflexión de la cuestión con el fin de sentar las bases que deberían informar el tratamiento jurídico de las acciones llevadas a cabo sobre este sector de la población, al que en el mejor de los casos, llegaremos todos más temprano que tarde. Los datos facilitados por el Ministerio de Sanidad español (de fecha 8 de mayo 2020) evidencian que 50.554 personas en edades comprendidas entre los 80 y los 90 años o más, son casos confirmados de COVID-19; de esos confirmados, tan sólo 23.491 han sido hospitalizados, y de éstos tan sólo 346 han ingresado en las UCIs y no precisamente por falta de incidencia grave de la enfermedad en estos pacientes pues fatalmente han fallecido, hasta la fecha, 10.781 pacientes confirmados de COVID-19. Las cifras son significativas y evidentes teniendo en cuenta el altísimo índice de letalidad en estas edades.

Deberíamos preguntarnos qué sociedad queremos construir y qué futuro debemos esperar si en el presente vulneramos los derechos y libertades de los hombres y mujeres de que han escrito la historia de nuestro país y han ayudado a levantarlo.

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