Responsabilidad civil por daños derivados del contagio del Covid-19 en establecimiento comercial abierto al público

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Autor: Fernando Peña López, Profesor Titular Derecho Civil, Universidad de A Coruña. Correo electrónico: fernando.pena@udc.es

1. El objeto primario del presente trabajo es analizar las condiciones que deberían concurrir para que se declarase la responsabilidad civil del titular de un establecimiento comercial abierto al público, en el caso de que uno de sus clientes interpusiese una demanda contra él, pretendiendo la reparación de los daños sufridos por haber contraído el COVID-19 en el establecimiento. Los hechos básicos del supuesto analizado son, por lo tanto, la visita de un potencial cliente a un establecimiento comercial durante la pandemia (por ejemplo, en alguna de las etapas de la desescalada en la que nos encontramos ahora mismo en España), el descubrimiento posterior, por parte del visitante, de que ha contraído el COVID-19, y la presentación de una demanda argumentando que el contagio se produjo en el establecimiento comercial del empresario o profesional demandado.

No analizaré, por lo tanto, ni la eventual responsabilidad que podría tener el mismo empresario o profesional en el supuesto de que quien se contagie sea uno de los trabajadores contratados por él, ni tampoco la que se podría generar respecto de los proveedores, prestadores de servicios u otros terceros empresarios que cooperen, de un modo u otro, en la actividad del establecimiento. Se trata también de supuestos de hecho abstractos interesantes, pero he preferido centrarme en los clientes del empresario. Esta elección, obviamente, nos sitúa en el marco de una relación de consumo, dado que todos los clientes (o potenciales clientes) que acceden al establecimiento comercial tienen la condición de consumidores en el sentido del art. 3 del Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias (en adelante, TRLGDCU).

El hecho de que nos encontremos ante una relación de consumo conduce a que debamos preguntarnos, como cuestión previa básica, acerca de si resultan aplicables al caso que nos ocupa las reglas generales de responsabilidad del Código Civil (arts. 1902 CC y ss.), o si lo son alguno de los regímenes de responsabilidad establecidos en el libro III del TRLGDCU (cuya rúbrica es “responsabilidad civil por bienes o servicios defectuosos”). En este sentido, pese a que la respuesta parezca, en principio, sencilla: por aplicación de la regla lex specialis derogat lege generale habrá que aplicar las normas de consumo y no la legislación civil general, lo cierto es que no lo es tanto. Y no lo es porque: a) para llegar a esa conclusión, alguno de los regímenes del libro III TRLGDCU tendría que ser capaz de abarcar al supuesto que nos interesa, y b) porque antes de excluir a ninguna regulación es preciso comprobar que las dos que se están considerando son excluyentes.

a) Comenzando por la segunda de las comprobaciones que acabo de plantear (a saber: si la aplicabilidad de los regímenes del libro III TRLGDCU excluye la de los del CC), lo cierto es que, desde el inicio, el legislador español –y también el europeo que creo las reglas sobre responsabilidad de productos- nunca han querido que los regímenes especiales de responsabilidad civil por daños al consumidor, excluyesen necesariamente a los de responsabilidad civil general. Tanto en la antigua Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, como en la Ley 22/1994, de 6 de julio, de responsabilidad civil por los daños causados por productos defectuosos, que el gobierno refundió en el libro III TRLGDCU, se permitía al consumidor optar por ejercitar las acciones de responsabilidad civil general, en caso de que así lo prefiriese. Dado que el gobierno que refundió esas dos leyes aprobadas por las Cortes Generales, carece de competencia para modificar las normas que las componen, debe interpretarse que esta facultad de optar del consumidor sigue vigente [cfr., PARRA LUCÁN, M.A.: “Comentario del art. 128 TRLGDCU”, en BERCOVITZ (dir.): Comentario del Texto Refundido de la Ley General para la defensa de los consumidores y usuarios y otras leyes complementarias, ed. Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2009, punto V (BIB 2009\3440)]. En conclusión, los regímenes del TRLGDCU y los del CC no son excluyentes.

b) En cuanto a la primera de las premisas para determinar la relación entre los regímenes del TRLDCU y los del CC (acerca de si existe en el TRLGDCU algún régimen que abarque la eventual responsabilidad por contagio que analizamos), a mi modo de ver, esta sí merece una respuesta positiva. De todos modos, no se trata de una respuesta evidente. Es preciso dar alguna explicación para justificarla. Esta necesidad se deriva de que los regímenes de responsabilidad del libro III TRLGDCU están pensados para reaccionar frente a los daños que se producen como consecuencia, por un lado (el de responsabilidad por productos defectuosos), de la tenencia o uso de los productos entregados por los empresarios y, por otro lado (los de responsabilidad por servicios defectuosos), de la prestación de los servicios contratados por los consumidores. Sin embargo, el caso abstracto de contagio que nos interesa no encaja bien del todo en ninguno de estos dos ámbitos fundamentales de regulación de los regímenes del TRLGDCU.

No encaja nada bien en la responsabilidad por productos del TRLGDCU, porque el único supuesto imaginable en el que la infección puede producirse por la tenencia o uso de un producto (infección por contacto del cuerpo del cliente con un bien infestado de virus) difícilmente será un caso subsumible en el capítulo I del título II del libro III TRLGDCU (en el que se regula la responsabilidad por productos). El régimen de responsabilidad contenido en ese capítulo regula la responsabilidad del productor, no la del titular de la tienda o establecimiento abierto al público. Se trata de una responsabilidad por defectos originarios del producto y que, por consiguiente, queda excluida cuando: “es posible presumir que el defecto no existía en el momento en que se puso en circulación el producto” (art. 140.b TRLGDCU). Así pues, sólo en el extraño caso de que “quepa presumir” que el producto ya estaba infectado por el virus cuando el productor lo puso en circulación, podría ser aplicado este régimen.

En lo que se refiere a los regímenes de responsabilidad por servicios defectuosos (arts. 147 y 148 TRLGDCU), ambos están pensados para reaccionar frente a la prestación de servicios contratados por el consumidor. Por consiguiente, serán sin duda aplicables en todos aquellos casos en los que el cliente afirma haber contraído el virus mientras el empresario o sus dependientes le prestaban el servicio contratado dentro del propio establecimiento (mientras el peluquero le arreglaba su barba, o mientras el dentista le practicaba el empaste). Más dudas, sin embargo, podrían suscitar aquellos casos en los que el contagio que afirma haber padecido el consumidor no tiene que ver con la prestación de un servicio contratado por él y prestado dentro del establecimiento, sino con las propias condiciones del local comercial del empresario. Me refiero, por ejemplo, a aquellos casos en los que el cliente mantiene que el contagio se produjo en un local repleto de clientes, sin mantener la más mínima distancia entre ellos, al que había acudido para comprar algún producto. Por mi parte, entiendo que a todos estos supuestos de contagio debido a las condiciones del establecimiento comercial, se les puede aplicar, también sin problema, alguno de los regímenes de responsabilidad por servicios defectuosos. El mismo hecho de tener un establecimiento abierto al público supone, en mi opinión, que el empresario está ofreciendo a cualquier consumidor que acceda al local un servicio de atención personal en condiciones de seguridad y salubridad. Se trata de una mera consecuencia del deber general de seguridad de los bienes y servicios del art. 11 TRLGDCU. En el momento en el que el consumidor accede al local, acepta tácitamente ese ofrecimiento del empresario, y surge para aquél una obligación de hacer (una obligación de prestar un servicio), cuyo contenido incluye la garantía de que la visita a local “en condiciones de uso normales o razonablemente previsibles, incluida su duración”, no supone “riesgo alguno para la salud o seguridad de las personas, o únicamente los riesgos mínimos compatibles con el uso del bien o servicio y considerados admisibles dentro de un nivel elevado de protección de la salud y seguridad de las personas” (art. 11.2 TRLGDCU). La defectuosa prestación de este servicio de atención en condiciones de seguridad es, a mi modo de ver, perfectamente incardinable en los regímenes de responsabilidad por servicios defectuosos del texto refundido.

Una vez que los he considerado aplicables al caso de contagio que nos interesa, todavía falta por precisar cuál de los dos regímenes de responsabilidad por servicios defectuosos del TRLGDCU (arts. 147 y 148 TRLGDCU) sería el relevante. En concreto si lo sería el “régimen general” del art. 147, o el “régimen especial” del 148, al cual la doctrina siempre ha considerado un régimen de responsabilidad objetiva. En este sentido, no hay una respuesta única. Habrá que estar a las características del servicio a cuya prestación el consumidor atribuya el contagio. En concreto, la aplicación del régimen especial de responsabilidad objetiva depende de que pueda probarse que dicho servicio, por su propia naturaleza, exige “controles sistemáticos de calidad” y la “garantía de determinados niveles de eficacia y seguridad objetivamente determinados”. Como ilustración de lo que estas exigencias implican, el 148.2 TRLGDCU contiene una lista de servicios que quedan ex lege sometidos a este régimen de responsabilidad objetiva. Se trata de los: “servicios sanitarios, los de reparación y mantenimiento de electrodomésticos, ascensores y vehículos de motor, servicios de rehabilitación y reparación de viviendas, servicios de revisión, instalación o similares de gas y electricidad y los relativos a medios de transporte”. Como puede apreciar el lector, salvo el caso de los servicios sanitarios, ninguno de los que están en la lista tiene especial interés para el supuesto que nos ocupa. Excepto el mencionado y los servicios de transporte (que no se ejecutan en el establecimiento mercantil y que merecerían un análisis específico), todos los listados son servicios que se prestan actuando sobre un objeto al que, por definición, no se le puede contagiar el virus. En cuanto a los servicios sanitarios, baste decir que la jurisprudencia española, desde siempre, ha hecho todo lo que ha podido por evitar la aplicación a los mismos de regímenes de responsabilidad objetiva (entre ellos, éste del art. 148 TRLGDCU) –un objetivo razonable, todo hay que decirlo-, para lo cual no ha tenido inconveniente en doblegar y retorcer la letra de la ley todo lo que le ha parecido necesario [uno de los últimos ejemplos de esta tendencia, respecto del art. 148 TRLGDCU, ha sido la STS 18 julio 2019 (Roj 2019, 2763) sobre responsabilidad por infecciones nosocomiales].

En definitiva, y sin perjuicio de que en alguna ocasión, pudiéramos encontrarnos con que podría resultar de aplicación el art. 148 TRLGDCU (piénsese por ejemplo, en la prestación de servicios de odontología o de podología, calificables, sin duda, como servicios sanitarios), la mayor parte de las veces será el régimen del art. 147 el relevante para resolver los supuestos de contagio del COVID-19 por prestación defectuosa de servicios.

2. Solventada la cuestión previa, consistente en determinar el régimen jurídico de responsabilidad civil aplicable al contagio del COVID-19, con la conclusión de que el cliente afectado tendría la posibilidad de elegir entre los regímenes de responsabilidad civil general del CC (normalmente, los de los arts. 1902 CC y 1903) y los regímenes de responsabilidad por servicios defectuosos del TRLGDCU (normalmente el del art. 147), es el momento de explicar qué requisitos deberían cumplirse, en los unos y en el otro, para que prosperase la eventual acción ejercitada por el cliente contagiado. En este sentido, la diferencia fundamental entre estos tres regímenes se encuentra en que, en los dos primeros –al menos en principio- correspondería al cliente la prueba de la culpa o negligencia del empresario (o del dependiente del empresario, si lo que aplicamos es el art. 1903 CC). En el art. 147 del TRLGDCU, sin embargo, una vez probado que el daño se ha causado por el empresario prestador del servicio, a él le corresponde probar que ha cumplido “las exigencias y requisitos reglamentariamente establecidos y los demás cuidados y diligencias que exige la naturaleza del servicio”. Se trata, por lo tanto, de un régimen de culpa presunta, frente al régimen común del art. 1902 CC en el que el demandante es el que tiene que acreditar la culpa como hecho constitutivo de su pretensión [aunque este no es el objeto del presente trabajo, es necesario al menos apuntar que, a pesar de lo dicho, en ocasiones, el Tribunal Supremo invierte la carga de la prueba de la culpa, también en el ámbito del art. 1902 CC, y que en la jurisprudencia actual esta “inversión” está reservada sólo para actividades generadoras -por naturaleza- de un riesgo o peligro especial, “superior a los estándares medios”, [cfr. PEÑA LÓPEZ, F.: “Comentario del art. 1902 CC” en BERCOVITZ (dir.), Comentarios al Código Civil, Tirant lo Blanch, Valencia, 2011, T.IX, pp. 12759].

Al margen de la diferencia en cuanto a quién debe probar la culpa, así como de la necesidad de alegar que el daño se ha producido prestando un servicio en el marco de una relación de consumo si se opta por el art. 147 TRLGDCU, el resto de condiciones que deben darse para que el demandante tenga éxito son las mismas: además de la culpa (o de la no culpa), debe probarse que: a) el demandante ha sufrido un daño y b) que ese daño se encuentra en relación de causa-efecto con una acción u omisión del empresario. De estas tres condiciones básicas: culpa, causalidad y daño, la tercera, en el caso de contagio del COVID-19, estará constituida, obviamente por los daños físicos, patrimoniales y morales derivados del hecho de padecer la enfermedad (ya sea que ésta produzca la muerte del cliente, lesiones permanentes o sólo lesiones temporales). En cualquier caso, en España, todos estos daños y perjuicios es seguro que se valorarán conforme al sistema de valoración de daños personales de Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos a motor (en adelante, TRLRCSCVM). Este sistema, previsto en principio sólo para daños derivados de accidente de tráfico, hace mucho tiempo que se emplea “con carácter orientativo” (en la práctica, esta cualificación apenas significa nada) por parte del TS para valorar cualquier daño personal. En realidad, la mención de este “carácter orientativo” tiene como única consecuencia la posibilidad para el demandante de probar que alguno de los perjuicios producidos por el hecho dañoso no está bien valorado en el sistema del TRLRCSCVM (llamado coloquialmente, “el baremo”), y obtener una cantidad adicional por ello, que se sumará a la indemnización resultante de aplicar dicho sistema [cfr., v.gr., STS 8 abril 2016 (Roj 2016, 1420), que resuelve la vertiente española del caso del hundimiento del buque Costa Concordia]. Más allá de lo que se acaba de señalar, lo más interesante, en mi opinión, del supuesto que nos hemos planteado para hacer este análisis, tiene que ver con la relación de causalidad y con la culpa o negligencia.

3. El primero de los dos presupuestos de la responsabilidad que me faltan por analizar es la causalidad. Desde mi punto de vista, el más complejo de todos los que componen la responsabilidad civil. En el derecho español, como en cualquier otro derecho de nuestro entorno, el demandante debe probar que el daño que demanda (el derivado de haber contraído el COVID-19) es el efecto de una acción u omisión del demandado. En el supuesto objeto de análisis, el hecho a tener en cuenta será la prestación del servicio defectuoso por parte del empresario: bien del servicio de atención personal al cliente en condiciones de seguridad, dentro de los establecimientos abiertos al público (en la tienda donde se adquiere la camisa o la lámpara), bien del servicio en particular que el consumidor haya contratado y que se le presta en el propio establecimiento (el corte de pelo, la extracción de la muela, el masaje hidrotermal o la comida en el restaurante). Una vez acreditada esta circunstancia, será preciso además, comprobar que esa causalidad física o empírica (el hecho de que el cliente se ha contagiado en el local comercial) es, además, relevante jurídicamente. Este segundo componente de la causalidad, que en otros países recibe el nombre de causalidad jurídica o causalidad próxima, en España está constituido por llamada imputación objetiva.

En el caso del contagio, los problemas se centran en el primer componente de la causalidad: la prueba empírica de que el COVID-19 se ha contraído en el establecimiento del empresario demandado. Naturalmente, para conseguir una declaración de responsabilidad del empresario no es suficiente con la prueba de que el cliente se ha infectado con el COVID-19 y de que, además, ha acudido al establecimiento del empresario o profesional demandado. Es necesario probar que lo segundo es el antecedente causal de lo primero. Ello implica, en primer término, acreditar una secuencia temporal entre un hecho y el otro (el cliente debe haber estado en el establecimiento antes del contagio). Este simple suceder de los dos hechos en el tiempo ya no resulta fácil, en relación con un virus, como el SARS-CoV-2, cuyo período de incubación oscila entre los cinco y los quince días [cfr., v.gr., LAUER, GRANTZ et al.: “The Incubation Period of Coronavirus Disease 2019 (COVID-19). From Publicy Reported Confirmed Cases: Estimation and Application”, en Annals of Internal Medicine, consultado 5 mayo 2020 (accesible en www.annals.org)]. Pero, si esto ya es complicado, todavía es más difícil probar que el contagio se produjo precisamente allí, en el local del empresario, y no en cualquier otro lugar (de camino al establecimiento, a la vuelta, o al acudir al trabajo al día siguiente).

Obviamente, probar con certeza dónde, cómo y cuándo se produjo la entrada de un virus nanoscópico como el SARS-CoV-2 en el cuerpo del cliente es del todo imposible. Todo lo más que podremos llegar a acreditar es que el hecho de contagiarse en el establecimiento del empresario es más o menos probable. Algo que no parece lo mismo que probar la causalidad. Sin embargo, lo cierto es que la imposibilidad de obtener la certeza en el ámbito probatorio no es infrecuente ni extraña en el mundo de la responsabilidad civil (ni, por extensión, en el mundo del derecho en general). Todo lo contrario, es algo cotidiano con lo que el ordenamiento jurídico y el derecho de la responsabilidad civil tienen que convivir necesariamente. Probar qué o cómo sucedieron ciertos hechos en el pasado es una actividad que exige, por definición, trabajar con probabilidades, y no con certezas [sobre esta cuestión, recomiendo la lectura del libro MEDINA ALCOZ, L.: La responsabilidad proporcional como solución a la incertidumbre causal, ed. Civitas, Madrid, 2019].

Desde siempre, a esta realidad probabilística, en la que necesariamente debe operar el derecho, se la ha sometido a un tipo especial de normas a las que suele denominarse estándares probatorios. Estos estándares probatorios son normas de naturaleza procedimental que establecen qué intensidad o grado debe tener la probabilidad de un suceso para que se entienda acreditada su realidad. Se trata de normas cuyo ejemplo más conocido es la norma, típica del derecho anglosajón, que ordena probar la comisión de un delito “más allá de toda duda razonable”, y que equivale aproximadamente a nuestra presunción de inocencia. En la práctica, esta norma implica que es necesario acreditar una probabilidad muy alta de ocurrencia, para que se considere probado, un hecho delictivo (se suele cifrar en un 85-90%). Otra norma de este tipo, muy común en el derecho español, es la que ordena presentar un “principio de prueba” para que se produzcan determinados efectos procesales. Es lo que sucede, por ejemplo, con la exigencia de presentar “un principio de prueba” para que se admita la demanda de paternidad. En el lenguaje de las probabilidades, esta exigencia supone que el que quiere interponer la demanda de reclamación de paternidad debe probar que existe un cierto grado de probabilidad de que, efectivamente, sea hijo de quién afirma serlo (un grado que podríamos cifrar quizá en un 20-25%).

En definitiva, para conocer cómo debemos solventar el problema de la incertidumbre acerca del contagio del COVID-19 en el establecimiento del empresario, es necesario determinar el estándar probatorio aplicable a una cuestión de derecho de daños como la que analizamos. En este sentido, si estuviera escribiendo sobre derecho inglés o americano, la respuesta sería rápida y sencilla: en un supuesto de derecho de daños, el estándar probatorio aplicable es el general del “mayor grado de probabilidad” (on a balance of probabilities). Este estándar establece que, para entender acreditado que el COVID-19 se contrajo en el establecimiento del empresario, el demandante debe ser capaz de probar que existen más probabilidades de que así fuese, que de lo contrario. Obviamente, corresponderá al juez determinar si la prueba aportada al proceso satisface ese nivel de probabilidad. Para ello será importante acreditar hechos como que el cliente apenas había salido de su domicilio, que siempre llevaba elementos de protección y cumplía con las normas de seguridad, el nivel de desprotección e incumplimiento que existía en el establecimiento comercial, la existencia de otros casos detectados por haber visitado el mismo establecimiento, así como los datos disponibles sobre transmisión comunitaria del virus en el lugar de residencia del cliente, entre otras muchas circunstancias. De lo que se trata es de convencer al juez de que lo más probable es que el demandante se contagiase donde él afirma haberlo hecho, aunque puedan existir dudas razonables de que así ha sido [puede consultarse, por ejemplo, VELDSMAN, J.: “One size does not fit all”, en De Rebus, december 32/2013, accesible en http://www.saflii.org/za/journals/DEREBUS/2013/247.html, sobre un caso de derecho sudafricano de responsabilidad por contagio, en el que se aplica esta estándar básico del derecho anglosajón].

¿Es este mismo criterio de la mayor probabilidad aplicable al derecho español? A mi modo de ver sí. Aunque nunca se ha expresado por la jurisprudencia de la forma consciente y clara en la que se hace en el derecho anglosajón, es el único criterio que respeta el principio de igualdad de partes que rige el proceso civil español. Inclinarlo hacia arriba o hacia abajo, sería igual que beneficiar a una de ellas –demandante o demandado-, que necesitarían menos “intensidad probatoria” que la otra para que se entendiese probado un suceso que les interesa (vid. MEDINA ALCOZ, op. loc. cit). En realidad, pienso que es este criterio el que está aplicando el Tribunal Supremo cuando utiliza, de forma poco rigurosa técnicamente, la teoría de la causalidad adecuada para probar la causalidad física (entendiendo acreditada la causalidad por el hecho de que parece razonable, conforme a las reglas de criterio humano, entender que existe relación de causa efecto en el caso de que se trate). Es más, en un supuesto de derecho de consumo como el que nos ocupa, en el que el consumidor es la parte débil de una relación asimétrica, exigir un mayor grado de probabilidad que el 51% para entender acreditado el contagio, nos conduciría necesariamente a beneficiar a la parte que se considera fuerte o predominante en la relación de consumo (el empresario, el cual, con una probabilidad de no contagio de menos del 49% no sería declarado responsable). Siendo así, como ya he dicho, en el asunto que nos interesa, lo único que se le debe exigir al demandante en materia de causalidad es convencer al juez de que es más probable que se contagiase en el establecimiento del empresario, que lo contrario.

Probada esta circunstancia, ¿existe algún criterio de imputación objetiva que podría permitir excluir la responsabilidad del empresario? En otros casos de contagio de enfermedades, como catarros comunes, gripes, el sarampión, etc., entiendo que jugaría un papel destacado el criterio de los riesgos generales de la vida. Es bastante probable que, si alguien demandase a otra persona, exigiéndole responsabilidad por haberle contagiado, por ejemplo, la varicela (muy virulenta en los humanos adultos), el demandado pudiese alegar con éxito la falta de imputación objetiva porque contraer este tipo de enfermedades comunes, constituye uno de esos riesgos a los que todos estamos sometidos por el simple hecho de vivir en sociedad. Sin embargo, no parece que este criterio de imputación objetiva pueda servir al mismo fin exonerador en relación con la pandemia provocada por el SARS-CoV-2, al menos en el caso de que en el establecimiento no se cumpliesen rigurosamente los protocolos de seguridad anti COVID-19. Como he expuesto en otra ocasión (PEÑA LÓPEZ, F.: Dogma y realidad del derecho de daños: culpa, causalidad e imputación objetiva en el derecho español y en los PETL, ed. Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2011), el límite de lo que está permitido y no permitido por el criterio de los riesgos generales de la vida suele estar determinado por el deber de diligencia exigible al demandado. Si éste lo ha vulnerado, el riesgo creado por la actuación del pretendido dañador habrá dejado de ser uno de esos riesgos generales que todos tenemos que asumir, al haberlo intensificado la propia negligencia del demandado.

4. Para concluir, quedan por analizar los problemas que puede plantear el último presupuesto que debe probar el demandante para conseguir la declaración de responsabilidad por contagio del COVID-19: la culpa o negligencia. En este sentido, no es complicado definir, en abstracto, el contenido del deber de diligencia del empresario o profesional en relación con el modo en que debe prestar servicios a sus clientes. De hecho, en España, como supongo que sucede en todo el planeta, llevamos meses debatiendo y discutiendo, política y socialmente, acerca de la necesidad o conveniencia de adoptar unas u otras medidas de precaución y cuidado para evitar la propagación de la enfermedad.

Desde el comienzo de la pandemia, distintas autoridades públicas españolas en sus diversos ámbitos de competencia (pero sobre todo el gobierno central) han venido dictando normas, reglas y emitiendo recomendaciones acerca de cómo deben comportarse los empresarios de los distintos ramos de actividad y los ciudadanos en general. Estas normas de distinto rango (cuya claridad en cuanto a su contenido y ámbito de aplicación a veces deja que desear), así como las recomendaciones que las acompañan, son las que conforman los diversos deberes de diligencia exigibles a los empresarios y profesionales. Con ellas, cada empresario debería conformar un protocolo de actuación cuyo cumplimiento, llegado el momento, sería la demostración de que satisfizo su deber de diligencia y que, por lo tanto, el contagio –aunque pudiera ser que tuviese lugar en su establecimiento- no se produjo por su culpa o negligencia.

Como suele suceder en muchos otros casos de responsabilidad civil, en un asunto sobre contagio del COVID-19 en un establecimiento comercial, no es posible la probabilidad causal con un simple informe pericial (en el supuesto que nos interesa es posible, a diferencia de lo que sucede, v.gr. en los casos de daños causados por radiaciones excesivas de una antena, llamar a un científico para que elabore un informe sobre la incidencia de la antena en la enfermedad del demandado). Por el contrario, no nos quedará más remedio que acreditar las probabilidades del contagio a través de las circunstancias que rodean al supuesto hecho dañoso. Debido a este motivo, la prueba de la diligencia y la de la causalidad, en un caso real de contagio del COVID-19, aparecerán entremezcladas. En efecto, si el cliente prueba que el servicio se le prestó sin mascarilla, sin que se mantuviesen las distancias con otros clientes y sin ofrecerle el líquido desinfectante de rigor, no sólo estará probando que el empresario actuó con culpa, sino además que la probabilidades de que se contagiase en ese preciso lugar son más elevadas.

En sentido contrario, pero incidiendo también en dos elementos distintos del régimen de responsabilidad, jugará la prueba de que fue el cliente el que se negó o no respetó los protocolos de seguridad del establecimiento. Por una parte, reducirá la probabilidad causal de que el daño se deba a la prestación del servicio (recuérdese que la responsabilidad se produce porque el empresario causa el daño, no porque el cliente contrae la enfermedad en el local), haciendo más difícil que el juez considere acreditada la relación de causalidad; y, por otra parte, servirá como fundamento para alegar la culpa exclusiva –o, por lo menos, concurrente en caso de infracción del deber de diligencia por ambas partes- de la víctima.

La primera conducirá a la exoneración del empresario, por entenderse que fue la propia víctima la “responsable” (en sentido impropio) del daño causado; y en el segundo a un reparto de responsabilidades entre ambas partes, reduciéndose la indemnización a cargo del empresario en proporción a la culpa que el juez atribuya al cliente.

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