La doctrina de don Federico de Castro sobre la cuestión foral y el Derecho civil aragonés.

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Autor: José Luis Moreu Ballonga (España): Catedrático jubilado de Derecho civil en la Universidad de Zaragoza.

Resumen: Se inicia el trabajo con algunas afirmaciones del autor estudiado sobre la historia del Derecho civil español que coinciden, a grandes rasgos, con la doctrina de los mejores historiadores, incluso recientes, de ese Derecho. Se explica luego la defensa, más matizada de lo que se suele pensar, de la unificación del Derecho civil que hizo el profesor De Castro.

Después hace el autor del trabajo algunas consideraciones sobre la ideología del profesor De Castro. También se explica el sentido que tuvieron las conclusiones del Congreso de Jurisconsultos Aragoneses de 1880-1881 y el Apéndice Foral de 1925. Finalmente, se recuerda el Congreso sobre los derechos forales de Zaragoza de 1946 y los lúcidos pronósticos, ya olvidados hoy por casi todos, que formuló De Castro sobre la ejecución deseable de las ideas o conclusiones de ese Congreso de 1946.

Palabras clave: Codificación del Derecho civil español; Codificación del Derecho civil aragonés; De Castro como historiador; Ideología del autor estudiado; El Congreso de Zaragoza de 1946.

Abstract: This paper begins with some statements of Don Federico de Castro on the history of Spanish Civil Law that broadly coincide with the doctrine of the best civil legal historians, even the recent ones. The present work focuses on the nuanced defense of the unification of Civil Law made by Professor De Castro. Then the author of the paper provides an insight into De Castro’s ideology. The meaning of the conclusions of the Congress of Aragonese Jurisconsultations of 1880-1881 and the Foral Appendix of 1925 are also explained. Lastly, the author recalls the Congress on the Foral Rights of Zaragoza that took place in 1946.

The paper concludes with an evaluation of the lucid but almost unanimously forgotten forecasts offered by De Castro about the desirable implementation of the ideas or conclusions reached in the aforementioned 1946 Congress.

Key words: codification of Spanish civil law; codification of Aragonese civil law; De Castro as a historian; ideology of the analyzed author; Zaragoza Congress held in 1946.

Sumario:
I. Algunas afirmaciones de F. De Castro sobre la Historia del Derecho civil español y algunos hechos relevantes de la historia de Aragón.
1. Planteamiento general.
2. Los visigodos y la Edad Media.
3. La rígida sociedad estamental aragonesa bajo los Reyes Católicos y en la Edad Moderna.
4. El siglo XIX y la Codificación, con indulto provisional a los derechos forales.
II. La defensa por nuestro autor de la unificación del Derecho civil español.
III. Una polémica entre De Castro y Hernández Gil sobre la filosofía que inspiró al primero.
IV. Las conclusiones del congreso de jurisconsultos aragoneses de 1880-1881, despreciadas y ocultadas por el foralismo radical.
V. El muy aragonesista Apéndice Foral de 1925.
VI. La valoración favorable y desconfiada de F. De Castro sobre el Congreso de Zaragoza de 1946.
VII. Un certero diagnóstico de F. De Castro sobre el futuro de la unificación del Derecho civil.

Referencia: Actualidad Jurídica Iberoamericana Nº «14», «febrero 2021», ISSN: 2386-4567, pp. 84-167.

Revista indexada en SCOPUS, REDIB, ANVUR, LATINDEX, CIRC, MIAR.

I. ALGUNAS AFIRMACIONES DE F. DE CASTRO SOBRE LA HISTORIA DEL DERECHO CIVIL ESPAÑOL Y ALGUNOS HECHOS RELEVANTES DE LA HISTORIA DE ARAGÓN.

1. Planteamiento general.

Sin duda que recurriendo a una simplificación un punto provocativa, afirmo en el inicio de este trabajo que toda la historia del Derecho aragonés público y privado creo que representa un colosal esfuerzo de la antigua nobleza aragonesa y las oligarquías urbanas de aquel Reino, podríamos afirmar, por perpetuar y hasta eternizar los valores e instituciones medievales. Y sabemos que la distinción entre lo público y lo privado en la Edad Media o, incluso en los “siglos medios”, como se decía abarcando todo el Antiguo Régimen en el siglo XIX, era más difusa y difícil de comprender que hoy en día. Lo curioso es que esas antiguas fuerzas sociales dominantes y principales, con el clero, consiguieron construir un sistema político legal que, matices aparte, era como un duro y gran caparazón ultraconservador que consiguió mantener los valores e instituciones medievales aragoneses de Derecho público hasta muy avanzada la Edad Moderna (1707, con pocas leves atenuaciones antes de lo medieval, en 1591-1593), y “consiguió”, o dejó sentadas las bases para que, hasta hoy, estén vigentes en Aragón instituciones de Derecho civil genuinamente medievales y anacrónicas y, según creo, nocivas para los aragoneses. Los antiguos nobles aragoneses laicos merecen como pocos en Europa occidental, aunque parecen tener en esto serios competidores en la Europa oriental, por su tenaz rechazo de la justicia estatal y egoísmo de clase, el título de “señores de horca y cuchillo”. En 1881, tras la revolución burguesa, hubo una buena oportunidad para que el Derecho civil aragonés se redujera y renovara y perdiera su pesado lastre de anacronismos, pero aquella oportunidad se perdió; y en otras tres ocasiones sucesivas (1925; 1967; y 2011) volvió a suceder lo mismo, por desgracia. Estoy en una posición, por tanto, crítica con matices sobre el foralismo aragonés (algunas instituciones de su Derecho civil vigente me gustan y las preservaría) y, tras leer y releer mejor al profesor DE CASTRO (le tengo bastante citado en otros trabajos anteriores), en su explicación histórica del Derecho civil español en su conjunto, he llegado a pensar que es quien mejor me ha ayudado a entender, según las veo hoy, las claves jurídicas fundamentales de la evolución del Derecho aragonés privado, y aun público. Por eso me he atrevido a escribir el siguiente trabajo, difícil y arriesgado para mí y comprendo que un tanto atípico para un civilista, puesto que en algunas de sus partes, como la primera sobre el primer epígrafe, hay más historia que Derecho, y en todo el restante trabajo, aunque hay ya más Derecho civil, sigue habiendo mucha historia. El relato que esbozo sobre la historia del Derecho aragonés, eligiendo con intención algunos hechos o momentos históricos de especial relevancia para su Derecho público o privado, comprobará el lector que, para los últimos cinco siglos, difiere bastante del sintético relato que en 40 páginas ha escrito el profesor DELGADO ECHEVERRÍA en un Manual colectivo con cuatro ediciones, publicado entre 2006 y 2012. Disiento de DELGADO en que utilice la expresión “libertad civil” como algo existente ya en Aragón desde antes del siglo XIV, término que creo aparecido, en el sentido que él le da, en la Ilustración francesa; y veo inadecuado que califique a nuestro primer BORBÓN como FELIPE IV (y FELIPE V de Castilla). Disiento también de la opinión muy crítica que DELGADO, como yo discípulo del profesor LACRUZ BERDEJO, tiene, como veremos, sobre la obra del profesor DE CASTRO y su validez actual. Primer indicio de ello es que DELGADO no cita nunca a éste último en su trabajo mencionado ni en su breve bibliografía. En esto DELGADO se separa llamativamente del profesor LACRUZ, quien siempre sintió enorme respeto por DE CASTRO, y que al explicar los derechos forales en su manual (1982) discutió con él algunas de sus ideas en su breve síntesis de 36 páginas.

2. Los visigodos y la Edad Media.

Explicó DE CASTRO que el Fuero Juzgo (654?) consiguió refundir por primera vez la doble influencia germanista y romanista en una tentativa de realizar la unidad nacional. El Derecho visigodo había llegado a la Península ya muy romanizado y la concepción germánica medieval del Derecho tenía ya tanto más de católica que de germánica y sus reglas pudieron ser, por ello, punto de partida del Derecho nacional. Es sabido que los hispanorromanos, si cabe llamarlos así, constituían la inmensa mayoría de la población por entonces, y que los visigodos, digamos que en el poder, eran una pequeña minoría. Explicó DE CASTRO en el lugar indicado en nota diversas directrices del Fuero Juzgo que muestran bien la intensa cristianización de aquel importante cuerpo legal y hubiera podido añadir todavía que su ley 8ª, del título I, del Libro 2º, excluía expresamente la aplicación de las leyes de los romanos y “las demás extrañas”. Y la ley 13ª de ese título contiene el interesante principio de que los jueces deban ser nombrados por el Rey. Es curioso que en su obra magistral “Del espíritu de las leyes” (1748) MONTESQUIEU introdujera una reflexión según la cual los visigodos, en “España” (sic), intentaron unir a los godos y a los romanos e impedir, en lo posible, la aplicación del Derecho romano.

El Derecho español, afirmaba DE CASTRO, toma en el siglo XVI su forma definitiva al consolidarse como Derecho real. El Ordenamiento de Alcalá y las Leyes de Toro determinarán, en fin, la superior autoridad del Derecho real sobre el común, aunque hasta el siglo XVI esa idea no llega a penetrar del todo en los legistas. El “paso decisivo” para consolidar esta nueva fuerza del Derecho real es, entiende DE CASTRO, la Nueva Recopilación de 1567.

Posteriormente, aborda la incidencia del romanismo y el germanismo en los Derechos forales. En la Cataluña medieval señalaba DE CASTRO, entre otras muchas cosas, la fuerte influencia de las costumbres germánicas, primero, las de los godos y, con ellas, el Fuero Juzgo; y después y con el influjo político y la vecindad, las francas. Pese a ello, pronto fue muy fuerte la influencia del Derecho romano y hubo también influencia del Derecho feudal (el heredamiento). La doctrina jurídica catalana, al faltarle textos jurídicos propios, unitarios y completos, no pudo escapar a la presión extranjera, a los Derechos romano y canónico. Tendía, explicaba, a centrarse mucho en la jurisprudencia.

En el Aragón medieval, fueron en cambio decisivos, según DE CASTRO, y ha coincidido luego con ello la que parece mejor doctrina histórica posterior “el temor de los ricos hombres hacia el poder monárquico” y “la recia y hasta agresiva oposición de los nobles en contra del Derecho romano”. Frases muy certeras como vamos a ver. En el siglo XIV el Rey aragonés PEDRO IV, llamado el Ceremonioso, o a veces el Cruel, llegó a enfrentarse con las armas a la nobleza en la batalla de Épila de 1348, derrotándola, lo que produjo la supresión del llamado y significativo Privilegio de la Unión de 1287 (hubo dos documentos parecidos de la misma fecha), que contemplaba unas “libertades” de la nobleza muy radicales (casi impunidad ante la justicia del Rey para esos nobles u otros unionistas, que precisaban para ser detenidos sentencia del Justicia de Aragón y aprobación de las Cortes, p.e.; o exigencia de Cortes anuales, que además debían elegir el Consejo del Rey) y llegaba a contemplar, por ejemplo, ante ciertos incumplimientos del Rey, que este pudiera perder el dominio de castillos o llegar hasta, según LALINDE, el destronamiento; abusivo Privilegio que se había arrancado coactivamente en 1287 al Rey ALFONSO III. Se ha señalado con razón que en la Edad Media, dado que ni se podía intuir la separación de poderes que hoy conocemos, había un concepto muy amplio de justicia, que tendería a incluir una justicia gubernativa diversa de la estrictamente judicial, pero aun con esas nociones de entonces, los Reyes aragoneses intentaron instaurar la justicia con diversas medidas y normas y, en particular, la justicia impartida por la Audiencia del Rey, proceso en el que, también con la oposición de la nobleza sobre todo aragonesa en los inicios de tal institución, fueron importantes en su momento unas “Ordinacions” de 1344 dictadas también por PEDRO IV para consolidar, entre otras instituciones e instrumentos de la Corona, la Audiencia del Rey. También consolidó como fuero PEDRO IV el Privilegio General, concedido en 1283 por PEDRO III, Privilegio con matices modernizadores, y la figura del Justicia de Aragón. Conviene también recordar que en el Aragón del Antiguo Régimen siempre hubo siervos y esclavos. Con todo ello, y en pugna constante con PEDRO IV u otros reyes, por la gran fuerza de su guerrera nobleza, Aragón ha sido hasta el siglo XVIII el territorio foral español con menor influencia del Derecho romano o “ius commune”.

Hacia el siglo XV, explicaba DE CASTRO, en toda la Península los fueros eran de interpretación estricta y no admitían la analogía.

3. La rígida sociedad estamental aragonesa bajo los Reyes Católicos y en la Edad Moderna.

De los Reyes Católicos cabría recordar, entre otras muchas cosas, aunque no alude DE CASTRO a ello en el limitado resumen histórico de su trabajo sobre la “cuestión foral”, la expulsión de los judíos en 1492 y su implantación de la Inquisición, poderoso instrumento de coerción a favor de la uniformidad y centralización del Estado, dirigido, en principio, contra conversos judaicos, moriscos y herejes de diverso tipo. La expulsión de los judíos es un capítulo triste de la inicial gestación de la nación española y se produjo, para el territorio del Reino castellano, con el Edicto de 31 de marzo de 1492, documento que rezuma fanatismo e intolerancia hacia los judíos, comunidad que llevaba en la Península muchos siglos, algunos al parecer desde la llegada de los romanos, y documento que en gran medida se dirige contra todos los habitantes de los dominios de la Monarquía castellana (el Edicto o documento para Aragón fue un poco diferente), también a los cristianos, con la amenaza de duras penas para todo el que intentase ayudar u ocultase a los judíos, expulsados en plazo (tres meses, que se prorrogaron 40 días) y condiciones ignominiosas, para conseguir el propósito buscado de cristianización forzosa, infundiendo temor a gran parte de la población en general.

Suele aducirse como atenuante de la extrema intolerancia que inspiró la expulsión de los judíos en 1492 por los Reyes Católicos, que en aquellos tiempos medievales sucedieron fenómenos parecidos en otros países, lo que es cierto. Expulsiones de judíos se produjeron en Inglaterra en 1290; un siglo después en Francia, y en el siglo XV, como en España, también las impusieron algunos príncipes alemanes.

El cumplimiento del modo ordinario de legislar en Aragón hizo que se retrasara la imposición de la Inquisición hasta octubre de 1483, con una legalización final en unas Cortes de Tarazona de 1484. Uno de los argumentos que se utilizaron contra la nueva Inquisición en Teruel, que no fue tomado en cuenta, fue el de que esa ciudad y su entorno no eran provincia del Reino de Aragón. Tenemos aquí uno de los ejemplos sucedidos de legislación eficaz del Rey aragonés sin recurrir a cortes algunas que tuvieran competencia en el territorio destinatario de la norma. En los tres territorios de la Corona de Aragón hubo una cierta resistencia, no tampoco excesiva, a la nueva Inquisición.

En los inicios de la instauración de la Inquisición (1480 en Castilla y 1484 en Aragón) por los Reyes Católicos, tras la bula fundacional del Papa SIXTO IV (1478), judíos conversos ordenaron en Zaragoza el asesinato por sicarios del Inquisidor Pedro ARBUÉS, sucedido el 16 de septiembre de 1485, lo que desencadenó una dura represión entre los conversos zaragozanos, que ya se mantuvo además durante mucho tiempo y que piensan algunos historiadores que dificultó el mejor desarrollo en el Reino de una Administración y una burguesía eficientes, así como, desde luego, del desarrollo cultural en sentido amplio. La represión de la Inquisición en Zaragoza en relación con el asesinato del inquisidor Pedro ARBUÉS supuso la ejecución de 64 personas, muchas de ellas pertenecientes a la élite intelectual y administrativa zaragozana y a importantes familias de la ciudad. Para la persona contemporánea resultan hoy del todo rechazables en la Inquisición tanto la finalidad perseguida como los medios que utilizaba (delaciones anónimas; posible uso del tormento; no presunción de inocencia; sambenitos; ejecuciones públicas; confiscaciones de bienes; consecuencias graves y humillaciones para la familia del condenado; destrucción o mutilación de libros; etc.).

Cuando FERNANDO el Católico (FERNANDO II de Aragón) inicia su reinado, en el plano social, la alta nobleza aragonesa era una minoría muy pequeña, pero con gran influencia social, salvo en la gestión del concejo de Zaragoza que escapaba a su control, dado en parte a que esa nobleza estaba muy ruralizada y prefería todavía vivir en sus dominios señoriales que en la gran ciudad. Fue a lo largo de los siglos XVI y XVII que se fue poniendo de moda erigir buenas casas o castillos en Zaragoza e ir a vivir a la ciudad. Y ese desplazamiento de la alta nobleza a Zaragoza complicó la política municipal, que se impregnó de las rivalidades de los grandes nobles y terratenientes y de sus tensiones con los reyes. En el plano social, como sabemos, los señores laicos de vasallos aragoneses conservaban un residuo de jurisdicción criminal muy eficaz socialmente, que mantenía al campesino aragonés en una posición claramente peor que la del de Castilla, Cataluña o Sur de Francia. En el epígrafe dedicado a las Conclusiones del Congreso de 1880-1881 veremos, en particular, que en Castilla el Ordenamiento de Alcalá de 1348 (ley 24, título 32) consideró delito que un hijodalgo o noble matara a un plebeyo o campesino imponiendo penas considerables. En 1507, año en que hubo también epidemia de peste, se presentó a FERNANDO el Católico una ocasión para pronunciarse sobre estos opresivos y anacrónicos poderes de los señores o nobles aragoneses laicos con vasallos, en una Sentencia que se le pidió en la aldea de Celada sobre diversas rebeliones de vasallos que se habían dado en lugares como Ariza, Monclús y Ayerbe. El criterio del Rey aragonés se inclinó todavía, en esta Resolución o Sentencia, ante la fuerza de la nobleza aragonesa, a favor del poder señorial de maltratar o matar a los vasallos.

Recuerdo que según DE CASTRO en los siglos XVI y XVII el Derecho castellano se hace en toda la Península Derecho común desplazando al romano. Hereda de este su carácter supletorio y expansivo que el Derecho romano había tenido. Admite el autor mayores dudas, con todo, para Cataluña que para los demás territorios en cuanto a esto.

Cabe añadir que en Aragón la nobleza y el pactismo medieval estaban fuertes todavía a principios del siglo XVI, pero importantes conflictos sociales y políticos, y la importancia del bandolerismo, fueron debilitando esa concepción, que se ha señalado que estaba bastante debilitada hacia 1580, de modo que, cuando se produjeron al final de siglo los acontecimientos que condujeron a la decapitación del Justicia de Aragón, Juan de LANUZA, y de algunos otros nobles o señores rebeldes al Rey, que defendían en teoría los Fueros y su vigencia y valor político (1591), el considerable debilitamiento de los instrumentos políticos del pactismo, y entre ellos del Justicia de Aragón, que llevó a cabo FELIPE II en las Cortes de Tarazona de 1592, era un final históricamente lógico a un siglo de erosión de las concepciones políticas medievales tras enfrentarse reiteradamente a las concepciones más avanzadas de una monarquía que quería y necesitaba, a muy amplios fines, establecer un poder absoluto. Algunos historiadores creen que en tal momento el Rey pudo acaso derogar toda la estructura política de los Fueros aragoneses, pero el caso es que no lo hizo, aunque sí la reformó parcialmente. Me refiero en lo sucesivo a las Cortes de 1592, aunque sus acuerdos solo se declararon como fueros el 29 de febrero de 1593. El grado de esta parcial reforma del Derecho público aragonés en las Cortes de Tarazona de 1592 es discutido, por lo que conviene detenerse en su significado y trascendencia para el completo Derecho aragonés.

Es oportuno, al efecto, recordar algunos de los textos forales en los que se recogía la potestad de los señores de vasallos de maltratar o matar a sus vasallos. El derecho de los señores laicos de vasallos de, a su arbitrio, matar o “maltratar” a estos, y de quitarles sus bienes, sin que pudiera intervenir en eso el Rey, puede verse, p. e., en “De privilegio generali, Observantiarum Regni Aragonum”, de la Edición de los Fueros de SAVALL y PENÉN, Tomo II, Liber IX, p. 68, núm. 19. Y véase en el Tomo I de esa obra, p. 318, el fuero “De homicidio”, de Jaime I, Cortes de Huesca de 1247 (su redacción es parecida al texto ya citado en nota del Vidal Mayor), Libro IX, según el cual el Señor a quien mata a un vasallo suyo puede apresarlo y matarlo de hambre, sed y frío. Y el fuero “De poenis vassallorum rebelium”, en el libro IX de los Fueros, dictado por la Reina María, Lugarteniente, que establecía la pena de muerte para los vasallos que se rebelaran con armas contra su Señor, delito que debía denunciarse al Rey o a su lugarteniente o al Justicia de Aragón, pero añadía, y es lo que nos importa, que ello “salvando las prerrogativas de los señores que estos tienen en sus lugares y vasallos”. Vid. SAVALL y PENÉN, T. I, pp. 345-346. En el fuero “De delinquentibus dominorum”, del libro IX de los Fueros, dado por FERNANDO el Católico en las Cortes de Monzón de 1510 (SAVALL y PENÉN, T. I, p. 318) se establecía que, si se cometía un delito dentro del lugar del señorío, el Señor tenía jurisdicción criminal como para apresar al delincuente. Y en el fuero “De rebellione vassallorum”, dado por FELIPE II en las Cortes de Monzón y Binefar en 1585, se estableció de nuevo que los que se rebelaran con armas, o los que dejaran de ayudar a su Señor contra los rebeldes, podrían incurrir, y la justicia les podría imponer, pena de muerte natural “y otras que fueren bien vistas”. Y al final, se añadía también que el fuero no alcanzaba a los rebeldes Nobles, Caballeros o Hidalgos y que sus efectos eran “sin perjuicio de las prerrogativas de los señores de vasallos en sus lugares y vasallos” (SAVALL y PENÉN, T. I, p. 410). El Reino de Aragón prohibió el recurso judicial a la tortura (norma añadida por JAIME II en 1325, en Cortes de Zaragoza, al Privilegio General de 1283), pero ya se ve que esta norma, entonces admirable, no alcanzaba a todos. Y desde 1484 la Inquisición pudo torturar lo que quiso en Aragón.

COLÁS LATORRE y SALAS AUSENS, que estudiaron en un libro de 1982 los conflictos sociales relacionados con estas normas se extrañaron un tanto de que no hubiera habido más rebeliones simples o esporádicas de las que existen documentadas y localizadas en una sociedad tan injusta como la que había en Aragón en la Edad Media y en la Moderna.

No es cuestión de resumir sus conclusiones, aunque algunas son muy verosímiles, como por ejemplo, la de que muchos de los vasallos campesinos eran moriscos muy pobres y se podrían enfrentar, de sublevarse, aparte de a las draconianas normas antes recordadas, al odio de otros vasallos cristianos o incluso a la Inquisición. Sin embargo, constataron estos autores que sí hubo en Aragón rebeliones de vasallos muy importantes y duraderas y sangrientas en ciertos lugares, con motivación de conflictos políticos derivados de conflictos jurídicos no resueltos, o no bien resueltos, o resueltos pero con sentencias que fueron imposibles de ejecutar, o enfrentamientos entre nobles poderosos, o entre estos y otros nobles de segundo nivel, o con usurpadores de señoríos, y a veces en relación el conflicto con aspiraciones más o menos explícitas de la Corona de incorporar tales lugares disputados a sus dominios. Acaso el mejor ejemplo de lo que explico fue lo sucedido en el Condado de Ribagorza, en el Pirineo oriental aragonés, lindando con la frontera francesa y con el Principado de Cataluña, Condado que se supone se originó en la Reconquista y que debía tener un Señor del máximo rango como titular de una extensión enorme, que incluía 17 villas y 216 lugares, viviendo en ellos unos 4000 vecinos, entre los que había caballeros e infanzones. Había, no solo “villanos de parada” o “mezquinos” paupérrimos, sino vasallos de diversos niveles sociales, que eran feudatarios, con muchos privilegios, fueros y exenciones que disfrutaban desde tiempo muy antiguo. Las disputas por este Señorío de Ribagorza dieron lugar a un siglo de cruentos enfrentamientos con una especie de guerra civil final, odios enquistados, pasividad de la Corona, impotencia o culpable pasividad de la justicia ordinaria, e intervención de grupos de bandoleros catalanes y aragoneses como mercenarios y muy interesados en su botín, sitios y asaltos de pueblos, cientos de muertos, etc. Sí que hubo, pues, en esto rebelión contra su Señor de vasallos de menor rango con huestes privadas, pero también muchas cosas más.

El conflicto político de Ribagorza, que fue el más sangriento pero no el único de los varios habidos por aquel tiempo en Aragón, muestra también que el ambiente de violencia se contagió a las autoridades y que la violencia y la fuerza bruta barrió en la práctica en muchas ocasiones la aplicación de las normas vigentes.

Los hechos que culminaron con la ejecución de en torno a una veintena de personas en Zaragoza y Teruel (según el Marqués de PIDAL y los historiadores coetáneos de FELIPE II, algunas menos; según otros historiadores posteriores, cerca del centenar), algunas condenadas por la Inquisición, y entre ellas, acusado de traición y condenado sin juicio, el Justicia de Aragón, Juan de LANUZA, constituyen uno de los sucesos de que se han valido los autores de la Leyenda Negra para presentar a FELIPE II como un monarca despótico, cruel e intolerante en sus ideas religiosas y políticas. Aunque algo de eso hubiera, debe dejarse constancia de que entre los historiadores españoles actuales existe una actitud actualmente de revisar en lo que sea justo esa Leyenda Negra.

Recuerdo solo que FELIPE II perseguía a Antonio PÉREZ, antiguo servidor suyo acusado de asesinato, y que el Justicia y algunos nobles aragoneses quisieron, conforme a los Fueros aragoneses, mantenerlo en la cárcel de Manifestados y no entregarlo al Rey, que lo persiguió y apresó, entonces, mediante la Inquisición. Se llegó por ello a organizar un motín victorioso en Zaragoza, con cierto derramamiento de sangre, de los opositores al Rey, que les envalentonó, llegando algunos de los líderes del movimiento (D. Diego de HEREDIA, un noble de segunda fila, fue uno de los que, junto al propio Antonio PÉREZ mientras pudo, lideró el proceso y mostró más ambición), ya dueños de Zaragoza, según la versión del Marqués de PIDAL, a creerse capaces de sublevar a toda la Corona de Aragón contra el Rey, y a reunir en pocos días un ejército de 20.000 hombres, superior al que éste tenía instalado en Ágreda (Soria), de unos 12.000 hombres, comandados por el eficiente general D. Alonso de VARGAS. Estaban al parecer en la idea los sublevados, y esto sí era verosímil, de que si se levantaba en armas toda la Corona de Aragón, Francia les ayudaría militarmente. Antonio PÉREZ consiguió escapar y, huyendo a Francia, salvar la vida. Triunfó la política sobre el Derecho ya que el Rey faltó a su juramento de los Fueros aragoneses y los amotinados fundaron en estos, con argumentos poco serios, su resistencia armada a su Rey. Los amotinados contaban con la simpatía de la Iglesia y con el apoyo activo del bajo clero. Al final, se reunieron solo unos 2000 hombres y de ellos una parte, unos 400, llegaron a salir de Zaragoza en teoría a buscar el enfrentamiento abierto o negociación con el ejército castellano, y dirigidos por el Justicia y otros funcionarios y nobles. El Justicia acabó abandonando, con el Diputado D. Juan de LUNA, no sin antes haber sido hostigados e insultados por sus propios exaltados seguidores, a su tropa, para refugiarse en Épila. Y después de ellos su grupo se descompuso y deshizo, con lo que el ejército castellano, que había sido bien recibido por los pueblos aragoneses que iba atravesando, entró en Zaragoza sin oposición alguna. En tal momento se desvaneció, por las meras noticias que llegaban de Zaragoza, otro motín similar que había triunfado en Teruel, aunque con menor derramamiento de sangre. Fuera de Zaragoza y Teruel, la nobleza aragonesa y la casi totalidad de los señores de vasallos y los aragoneses en general no apoyaron a los rebeldes, y algunos de ellos, incluso nobles poderosos, se pronunciaron a favor del Rey. Este, destruido el alzamiento, otorgó un perdón general a los muchos implicados de segunda fila en la rebelión, y forzó que hiciera lo mismo la Inquisición, muy reticente a ello.

Algunos vieron aquí una “revolución” aragonesa, y otros (González ANTÓN), acaso con mejor criterio, solo “un pequeño movimiento aristocratizante sin arraigo popular”.

Y en este punto es donde retomo el discutido significado, respecto de los señores laicos de vasallos, de las Cortes de Tarazona de 1592, que se celebraron mientras permanecía en Aragón el ejército castellano del Rey, y a las que solo al final acudió FELIPE II, habiendo sido antes representado por enviados suyos.

Aunque las Cortes de Tarazona de 1592 no suprimieron los fueros de Aragón, es cierto que supusieron un debilitamiento de la estructura política del Reino, para intentar evitar, por parte del Rey, que hechos como los del año anterior pudieran repetirse. El Justicia, que era desde hacía bastante tiempo nombrado por las Cortes y era cargo vitalicio e inamovible, pasó a ser de libre designación y cese por el Rey. También se reformaron o suprimieron los medios que tenía esta institución para refrenar el poder tanto del Rey como de los nobles (prohibición del tormento; proceso de las Firmas y los de Manifestación y la “vía privilegiada”). Y se introdujo la censura de libros, medida cuya importancia debe relativizarse, dado que desde 1484 la Inquisición estaba muy activa y agresiva e imponía el terror entre los conversos y herejes (la Inquisición española había procesado y perseguía ya a Miguel SERVET, por ejemplo, mucho antes de que lo apresara y quemara en la hoguera CALVINO, el 27 de octubre de 1553). Medidas estas de 1592 que, aun a favor de la Monarquía absoluta y más moderna, tenían sin duda, en teoría, cierto sentido antiliberal.

No lo tenía, en cambio, la reforma de las Cortes para agilizarlas, dado que se inspiraban estas en un sistema en extremo inmovilista. Sistema muy reaccionario y que parecería alentar la pretensión imposible de eternizar la Edad Media, en la que tan bien les había ido a los nobles aragoneses. Venían actuando por unanimidad de cada uno de los cuatro brazos y del conjunto de las Cortes, lo que dificultaba mucho alcanzar acuerdos. Desde 1592 los brazos pudieron actuar por mayoría como regla general, lo que aumentaba en teoría el poder del Rey, pero también racionalizaba el sistema de legislar. Con todo, el siguiente fuero al de la modificación, que muchos olvidan, restauraba la tradicional exigencia de unanimidad de los brazos, en cuestiones que, como bien señalaría Melchor de MACANAZ más de un siglo después, debilitaban mucho aún el poder, casi excepción más que regla general, del Rey de legislar en Aragón. Todavía en 1592 la fuerza de la nobleza y de las oligarquías urbanas dejaron fuerte al pactismo tradicional.

En su Manual, DELGADO alude a una “decadencia foral”, resumiendo escuetamente las medidas de las Cortes de 1592, pero exagerando la importancia de las mismas y, puesto que no menciona ni explica que Aragón era una sociedad estamental, y qué fuera eso, no aclara que la decadencia que se produjo lo fue, en realidad, no para los aragoneses en general, sino para la nobleza y las oligarquías urbanas frente al Rey. Decadencia, lógica ya en ese siglo, por tanto, del feudalismo. Como voy a explicar a continuación, no hubo “decadencia” en absoluto, sino liberación de la opresión, para la gran masa campesina de vasallos de señores laicos, que pasaron de depender del poder omnímodo de sus señores, que no necesitaban recurrir a juicios para castigarlos, a quedar sometidos a la justicia ordinaria del Reino, que incluso exigía, a diferencia de la castellana, motivación de las sentencias. Esta importante reforma (que las normas estatales desplazaran hacia el difuso Derecho público la persecución de delitos graves) es un buen ejemplo, y civilizador, de lo que DÍEZ PICAZO y GULLÓN han denominado “ciclo de la privatización” (multisecular) del Derecho civil. No recuerda DELGADO que el Rey reprimió una insensata y cruenta rebelión de parte de la oligarquía. Y la política de los Austrias la califica de “desdichada” y antiaragonesa, así que su lector inculto pensará que las reformas legales de 1592 perjudicaron a todos los aragoneses.

Sobre la importante cuestión de la jurisdicción criminal de los señores laicos de vasallos, se dictaron los dos fueros que menciono, y transcribo en parte a continuación.

Ante todo, el fuero “De la pena de los sediciosos”, dictado por las Cortes de Tarazona de 1592 y FELIPE II (SAVALL y PENÉN, tomo 1º, p. 441), según el cual: “El apellidar libertad en este Reyno, e incitar á que se hiziese, sin poder, ni dever hazerlo, ha traído muchos inconvenientes, y daños notables, que han perturbado la paz y quietud pública; y han dado ocasión, para que se cometan muy graves, y enormes delictos. Desseando su Majestad evitar esto, y proveer de remedio, qual conviene: de voluntad de la Corte, y quatro braços de aquella, estatuye y ordena, que qualquiere persona de qualquier dignidad, estado, condición sea, que apellidare libertad, o induziere á otros, que la apelliden, aunque del haverlo hecho no se signa otro efecto: puedan ser castigados, y condenados hasta en pena de muerte natural inclusivamente, á arbitrio de juez. Y para que tan atroces y feos delictos no queden sin castigo, y más fácilmente se les pueda dar”….Y a continuación establecía que podían acusar a los delincuentes de esos delitos tanto el Procurador del Reino como cualquier persona del Reyno como “parte legítima”.

El otro fuero que considero muy relevante para la cuestión fue el titulado “Fuero de la facultad de los Oficiales Reales, para entrar en lugares de Señorío” de las mismas Cortes de 1592 (SAVALL y PENÉN, T. 1º, pp. 431-432). Según este fuero: “Su Majestad de voluntad de la Corte estatuye, y ordena, que en los Lugares, términos, y territorios de Señores deste Reyno, assi Eclesiasticos, como Seglares, y en Palacios, y casas privilegiadas, puedan en fragancia, o en execución de apellido legitimo, y foral, por qualquier Juez competente proveydo entrar a prender, y sacar qualesquiere malhechores, que en el Reyno, o fuera dél huvieren cometido delicto alguno de los expresados en el Fuero único, so la rubrica De la Via Privilegiada, hecho en las presentes Cortes”. Enumeraba una serie de oficiales y autoridades con esa competencia para detener en lugares de señorío delincuentes y que luego se debían entregar al Juez de la Ciudad, Villa o Lugar, donde se hubiera cometido el delito, o “el dicho apellido haurá sido proveydo” (o la dicha orden o mandato de detención …se haya instruido y dictado). Y todavía se ordenaba el castigo conforme a fuero de los que rehusaran u ofreciesen resistencia (incluidos, parece, los señores dueños, y no solo laicos, sino también eclesiásticos, de esos lugares) a los mencionados Oficiales o autoridades para la captura de los delincuentes perseguidos. El Señor del lugar podía también detener con sus oficiales y su gente al delincuente allí llegado y, a falta o en ausencia del Señor, sus oficiales podrían ser requeridos a colaborar por los Oficiales Reales y deberían hacerlo dentro del lugar en cuestión. En fin, el fuero sobre la “Vía Privilegiada” hacía una enumeración muy extensa de delitos graves, que sirve para comprender la mucha importancia de este segundo fuero recordado, radicalmente contrario a la tradición foral.

Pienso hoy, aunque hasta donde conozco solo he encontrado un autor que lo haya defendido brevemente y que cito a continuación, que estos dos fueros transcritos pretendieron destruir la esencia del poder tradicional en Aragón de los señores laicos de vasallos de maltratarlos o poder matarlos, en casos, sin juicio alguno. La opinión tradicional y mayoritaria es que esa transformación solo la produjeron los Decretos de Nueva Planta de FELIPE V, y más en concreto el de 29 de junio de 1707. Y desde luego, aunque algunos autores no son precisos en señalar esos Decretos como el fin histórico de estas normas tan importantes en la historia social y política de Aragón, hay que incluir en esa opinión mayoritaria a los que, habiendo estudiado o comentado las Cortes de Aragón de Tarazona de 1592, suponen que las mismas dejaron incólume la estructura estamental y medieval tradicional del Reino. El autor que conozco que ha explicado mejor, en mi opinión, el alcance de la reforma de 1592, aunque sin explicarla con el cuidado que a un jurista le sería acaso exigible, es Carlos LÓPEZ de HARO, en su libro sobre la historia de Aragón de 1926, libro menos citado de lo que merece. Transcribo su comentario, con retórica y metáfora un tanto literarias y con un punto, por ello, de ambigüedad, del fuero “De la pena de los sediciosos”: Ese fuero “arrancó de cuajo las libertades históricas del Reino, conservándose aún durante los Austrias hasta la venida de los Borbones algo de algunas, pero como se conservan en la retina, al cerrar los ojos, las últimas impresiones de la luz. No abolió los fueros FELIPE II pero quedaron convertidos en reliquias”.

Suscribo la explicación, que considero un poco exagerada, e intento motivarla con más precisión. Es muy ilustrativa la comparación entre el fuero “De rebellione vassallorum” dictado en Cortes de Monzón-Binefar en 1585 y el fuero “De la pena de los sediciosos”, de las Cortes de Tarazona de 1592, ambos con la presencia final de FELIPE II, pero el primero anterior a la crisis de 1591 y el segundo posterior, cuando ya el ejército del Rey ocupaba Zaragoza y la rebelión en Aragón había sido fácilmente neutralizada. El fuero de 1585 insiste por enésima vez en la dura sanción (habitual pena de muerte) a imponer por la justicia del Rey a los vasallos rebeldes, con concepto muy amplio (rebelión también por omisión), pero aludiendo expresamente a las “resistencias y alteraciones” en las que sus autores materiales suelen ser “los pobres y perdidos y sin raíces”, a veces difíciles de detener, aspirando el fuero a castigar también a los que no “se muestran” en la rebelión pero les “dan calor”, aunque al final, contradictoriamente con ello pero en coherencia con el peso de la nobleza aragonesa en aquella sociedad rígidamente estamental, se declara que los nobles, caballeros e hidalgos no se les aplica el fuero aunque se rebelen contra algún Señor y que se hace salvedad de los derechos tradicionales de los señores en sus lugares y vasallos. Este fuero era plenamente continuista y reaccionario y sabemos que su contenido no gustaría nada al Rey, en un momento en que en Aragón había recientes o todavía vivos varios conflictos enquistados de ese tipo con enfrentamientos armados. Llamaba el fuero a la justicia del Rey a reprimir, como siempre se había hecho, y en paralelo a los propios señores nobles y su gente armada, a pobres vasallos campesinos rebeldes o desobedientes frente a sus señores.

El fuero “De la pena de los sediciosos” de 1592 es totalmente distinto. Por de pronto, no aparece en el mismo la salvaguarda expresa del derecho tradicional de los señores de vasallos de poder maltratarlos o matarlos en ciertos casos al margen de la justicia del Rey.

Y es a esta, y no a los propios señores de vasallos, a la que expresamente se encomienda en todo caso la imposición de la pena de los sediciosos que hicieran o intentaran rebelión “apellidando” o reclamando libertad o intentando que otros la “apellidaren”. Y el fuero alcanza ahora a cualquier persona “de qualquier dignidad, estado, o condición sea”; y además cualquier persona del Reino, de cualquier condición, como “parte legítima”, podía denunciar esos “atroces y feos” delitos. Un año antes se habían llevado al cadalso a unos cuantos nobles y altos funcionarios y a un Justicia de Aragón, de modo que el fuero tenía que dejar claro que esa era la consecuencia del nuevo orden y del nuevo estado de cosas.

Los nobles ya no se excluían, como en el fuero de 1585, de la aplicabilidad del fuero sobre sedición sino que quedaban clarísimamente bajo su ámbito y supuesto de hecho y, además, ni siquiera se mencionaban los nobles, como habían venido haciendo todos los fueros anteriores sobre ello, como los destinatarios exclusivos o víctimas de tales delitos, aunque podían seguir siéndolo, desde luego, pero siendo víctimas como el mismo Rey, de quien todos eran vasallos o súbditos y contra quien también cabía “sedición” hecha por cualquier persona, y esto era lo esencial, noble o no (que se atacase al Rey por campesinos humildes en aquel tiempo sin participación de nobles o personas con huestes propias era casi impensable).

Es detalle curioso de la norma que afirmara ser delito el “apellidar” o buscar la “libertad”, genéricamente, siendo que iba ideológicamente contra los nobles, defensores solo de las “libertades”, en plural (privilegios o normas procesales de defensa del procesado en la cárcel de Manifestados, p. e.), pero muy temerosos y nada interesados en la libertad genérica. Aunque incluso en este detalle el precepto acaso acertaba, intuyendo que en las reclamaciones de los vasallos campesinos pobres estaba intuida esa libertad genérica, a la que el fuero todavía, en ese tiempo histórico, cerraba el paso. La Monarquía absoluta todavía defendía, aunque ahora solo desde la ley y la justicia estatal, y recurriendo si le convenía a la siniestra Inquisición, la sociedad estamental. Se imponía para eso el monopolio de la violencia reservado a la Monarquía, lo que caracteriza al Estado moderno.

La norma era clara, y representaba un progreso histórico indudable en el Derecho aragonés, cegando una de las fuentes tradicionales de la violencia político social, aunque mantenía todavía la necesidad de la instancia de parte en la justicia penal, otro rasgo primitivo del Derecho aragonés. Al igualar, en el trato del delito de rebelión contra el Rey, a todos los individuos de todos los estamentos, podemos ver como un cierto anticipo de la idea de igualdad genérica de las personas ante las leyes que luego alumbraría la Ilustración. Por lo demás, ya dos siglos y medio antes, el Ordenamiento de Alcalá de 1348, en la Ley 5ª de su Título 32, había establecido en Castilla que era traición cualquier atentado contra el “señorío del Rey”. Dentro de una extensa lista de casos de traición, ponía esta norma, en la que por cierto se alude una vez al fuero o costumbre de “Espanna”, como el más grave de ellos la traición contra el Rey o miembros de su familia, penada con la muerte y pérdida de todos los bienes. Una vez más vemos a Castilla históricamente muy por delante de Aragón.

Si en aquel tiempo histórico los juristas hubieran sido capaces de interpretar de forma sistemática los Fueros de Aragón, como hacemos hoy en día los juristas (arg. art. 3 del Código civil), se hubieran podido aplicar, me parece, a los que eran antes de 1592 vasallos de Señores, las “libertades” que el Privilegio General de Pedro III reconoció en 1283 no solo a los nobles sino a los simples ciudadanos y villanos (y la prohibición del tormento, desde 1325, añadida por JAIME II). Pero nadie ha estudiado, que yo sepa, acaso con la excepción parcial de Melchor de MACANAZ en su libro aquí citado, el tratamiento de este tema en la doctrina aragonesa de los siglos XVII y XVIII. La inercia de una costumbre de siglos pudo pesar en la práctica frente a la interpretación más literal y razonable de los dos claros fueros de 1592-1593 aquí explicados.

Y, como todos los fueros de reforma del Derecho aragonés redactados en el siglo XVI, el fuero “De la pena de los sediciosos” era norma escrita en un castellano mucho más evolucionado y pulcro que el romance primitivo y oscuro de los fueros antiguos.

En cuanto al fuero de 1592 de FELIPE II sobre “la facultad de los Oficiales Reales, para entrar en lugares de Señorío”, era norma complementaria de la importante reforma del fuero “De la pena de los sediciosos”, en la medida en que removía un obstáculo formidable a la eficacia de la justicia del Rey, también frente a los poderes tradicionales de los señores de vasallos, aquí tanto laicos como eclesiásticos, que podían antes prohibir a los agentes de la justicia del Rey entrar en los lugares o terrenos de señorío, y prohibiciones que habían permitido ser esos lugares de señorío en Aragón un refugio eficaz de peligrosos bandoleros o criminales, tanto aragoneses como de otras zonas de la Corona de Aragón o de otros países, como Francia. A veces, el estudio histórico demuestra que los señores de vasallos no solo refugiaron a los bandoleros sino que colaboraron con ellos o los utilizaron. Las ideas en esto antiseñoriales de FELIPE II o de sus juristas, sin duda hubo que imponerlas a los brazos de las Cortes de Tarazona de 1592, gracias a la muy especial y coercitiva coyuntura política. Esa coyuntura la aprovechó también el Rey para hacer aprobar la llamada “Unión y Concordia General del Reino”, que fue una especie de ley de orden público promulgada el 26 de febrero de 1594, y dirigida contra la delincuencia y violencia político social, que tenían en Aragón en el siglo XVI un altísimo nivel, tan grande o más que en la Edad Media.

El siglo siguiente se notó menor nivel de violencia y delincuencia.

El origen del Fuero de Teruel se suele fijar, como el de Albarracín, en su concesión por ALFONSO II, en 1171, momento en el que se adaptó en ambas ciudades el texto del Fuero de Sepúlveda, de espíritu más castellano. El Fuero de Teruel recibió una reforma bastante profunda y modernizadora, derogando todo lo contradictorio a la misma, por orden de FELIPE II, en 1564. La reforma legal había sido encargada por el Rey en sentido institucional al Vicecanciller Bernardo de BOLEA y, en cuanto elaboración técnica y redacción de las nuevas normas, a una Comisión de juristas dirigida desde el 30 de agosto de 1560 por el jurista zaragozano GIL de LUNA, que pudo presentar su trabajo en 1564 y que le fue aprobado por el citado Vicecanciller, en representación del Rey. Obsérvese, reforma legal hecha por el Rey, sin Cortes, fuera de la lógica aragonesa del pactismo. Esta reforma y sus razones están poco estudiados en la doctrina más reciente y algún estudioso ha señalado como curioso el hecho de que en 1598 se derogara el Fuero de Teruel, para integrarlo en el Derecho general del Reino de Aragón, Fuero que se había reformado hacía poco, en 1564, bastante a fondo y cuya versión reformada y mejorada se publicó por el propio GIL de LUNA en 1565.

Las ciudades de Teruel y de Albarracín habían quedado al margen de los Fueros y Observancias. Se ha indicado autorizadamente que los habitantes de esas zonas con fueros de “extremadura” vivieron en una sociedad menos rígidamente estamental. No había en principio privilegios infanzones y contaba menos el linaje que la riqueza de cada uno.

Nunca hubo allí un derecho de los Señores de maltratar o matar a sus vasallos. La dependencia de los habitantes respecto del Rey era mayor que en el resto de Aragón, puesto que éste nombraba al “Señor de la villa” y tenían gran desarrollo los concejos, que aparecen dominados por el Rey y por el Obispo. Aunque el concejo tenía bastante autonomía y un verdadero ejército en sus vecinos, que dirigidos por expertos militares o “adalides” organizaban a veces cabalgadas contra los musulmanes o contra otros concejos y señores. A las Cortes de Teruel de 1427, bajo ALFONSO V, y a las de Alcañiz de 1436, bajo el futuro JUAN II, les preocuparon, entre otros temas, proteger mejor o mejorar la posición jurídica de los infanzones. Parece que existía en aquellas tierras también bastante inseguridad jurídica sobre los derechos de las familias principales y sobre la delimitación de las propiedades rústicas.

En ese contexto surgió una fuerte conflictividad que ha explicado bien el Marqués de PIDAL en su obra repetidamente citada. Existía un Fuero de PEDRO IV que prohibía a las ciudades de Teruel y Albarracín acudir a los procesos que el Justicia de Aragón podía instruir para todos los restantes aragoneses, como las Firmas y Manifestaciones, y en estas ciudades se impuso como mayoritaria, sin embargo, la idea de que tenían derecho a esos recursos y a esa justicia general. FELIPE II, sostuvo primero la vigencia de los fueros de Sepúlveda y del Fuero de PEDRO IV, lo que era coherente dada la posición de ambos monarcas de desconfianza frente a la nobleza aragonesa, pero no logró convencer a los líderes de ese movimiento digamos que de acercamiento de ambas ciudades al régimen jurídico general aragonés. Debió ser mucha la tensión por este conflicto, conectado a otros y a rivalidades internas en Teruel, puesto que FELIPE II llegó a enviar en 1571 un ejército de 2000 hombres comandado por D. Francisco de ARAGÓN, Duque de Segorbe, para hacer respetar su autoridad. Algunos de los implicados de este movimiento de presiones al Rey se pasaron nueve años en la cárcel. En la crisis de 1591 antes recordada, ya se mencionó el motín inicialmente triunfante que se dio en Teruel, como eco del, más grave, sucedido en Zaragoza. Finalmente, el Rey debió llegar a la convicción de que era mejor ceder a las pretensiones predominantes en Teruel y Albarracín, secundadas además por parte de la nobleza zaragozana, y envió con amplios poderes negociadores a Teruel a D. Martín BATISTA LANUZA y a D. Agustín de VILLANUEVA, quienes pactaron el paso de dichas ciudades al régimen general de los Fueros y Observancias, previa clarificación jurídica de derechos y renuncia a los fueros de Sepúlveda-Teruel-Albarracín. El proceso culminó, aunque el Marqués de PIDAL omite citar la fecha, en 1597, y su ejecución correspondió ya a FELIPE III en enero de 1598.

Sabiendo que al menos en todo el siglo XVI se había producido en Teruel mucha inestabilidad y crispación política, aunque con menos violencia que en la producida por entonces en otras zonas de Aragón, cabe pensar que, tras la reforma antiseñorial de las Cortes de Tarazona de 1592, FELIPE II pudo pensar, más o menos asesorado por sus juristas, ya muy enfermo y poco antes de morir (lo que sucedió el 13 de septiembre de 1598), que la nueva versión de 1592-1593 de los Fueros y Observancias de Aragón, podada de sus contenidos medievales más anacrónicos y opresivos, convenía extenderla a Teruel y avanzar así en la uniformidad tanto de Aragón en su conjunto como, más vaga o discutiblemente desde luego, al reducirse el Derecho castellano, de la Monarquía española.

El Rey, en un acto unilateral y no “paccionado”, denominado “Acto de Asiento de Agregación” incorporó a Teruel y a Albarracín al régimen de los Fueros y Observancias. Así, el Rey no dejaba con todo de dar en el caso su brazo a torcer frente a la vieja pretensión de los oligarcas turolenses y sus aliados zaragozanos. La sociedad turolense, que ya no era por entonces de “extremadura”, se hizo así más rígidamente estamental, en beneficio de su nobleza, aunque no, parece, de los villanos o de su masa campesina más pobre.

Un dato de interés es también que por influjo o impulso de quien habría de ser el Rey FELIPE II, cuando era todavía Príncipe, se celebran Cortes en Monzón en 1547 y de allí sale la iniciativa de convertir la vieja colección cronológica de fueros, de manejo sumamente difícil, en una recopilación sistemática que se logrará en efecto en 1552, con nuevas Cortes en Monzón en ese año y el siguiente, por los trabajos de una Comisión de 21 juristas, y que se hace separando de esta nueva colección los fueros inútiles, o no usados, o inválidos, o derogados, tarea a la que LALINDE atribuye un “gran valor” por el progreso que proporciona en la certidumbre o seguridad jurídica sobre lo que está vigente. Una forma más moderna de “compilar” que la que otras veces se había usado.

Las actuaciones de FELIPE II (I de Aragón), en cuyo imperio no se ponía le sol, seleccionadas en lo anterior no fueron las únicas, ni mucho menos, que el Rey Prudente realizó respecto de la Corona de Aragón, y las he seleccionado por su trascendencia política y su carácter, en sentido histórico, modernizador e integrador de nuestra nación.

Simultáneamente a esas actuaciones, en las que el Rey se muestra celoso de su poder, pero paciente, frío y calculador, y mientras pudo contrario al feudalismo, como los otros monarcas europeos de su tiempo, aunque pragmático también cuando no pudo salirse con la suya, ordenó la elaboración, respecto de las leyes castellanas, cuya modernidad histórica política en aquel momento se ha justificado también aquí, de la Nueva Recopilación de las Leyes de Castilla de 1567. Esta Recopilación, como sabemos, mantenía expresamente la famosa Ley 1ª, Título 28, del Ordenamiento de Alcalá de 1348, en la que se declaraba vigente en tercer lugar de las fuentes castellanas a las Partidas, inspiradas en el “ius commune”, pero, a la vez actuando con inspiración nacionalista como dique contra el mismo “ius commune” no recogido en las Partidas.

Como advertí al principio, según DE CASTRO, el siglo XVI y esa Compilación de FELIPE II de 1567 supuso el “paso decisivo” para que los legistas de nuestro país interiorizaran que el Derecho castellano había pasado a ser el Derecho común en los diversos reinos del Estado, desplazando al Derecho romano o “común”. Según LALINDE (1976) en Aragón se invocaban ese siglo juntos los fueros y el Derecho común, pero con preferencia de los primeros. Lo menos que se puede decir es que la afirmación de nuestro gran civilista, quien en el Derecho real castellano aceptaba como enriquecedora la doctrina ideológica de la Contrarreforma, no está falta de coherencia histórica. Autorizadamente se ha señalado que FELIPE II asumió la política de sus antecesores de cara a la unidad peninsular, algo que CARLOS V no había llegado a formular con total claridad. Poco después de 1567, en Aragón, el jurista Bernardino de MONSORIU publicó en 1589 una Suma o Resumen de los Fueros y Observancias aragoneses, vertidos al castellano, y advertía en el Prólogo que su esfuerzo de muchos años lo hizo, dado que, fuera de las principales ciudades, había muchos que ejercían el oficio de justicias o jueces sin saber latín y que, incluso los que lo sabían, intimidados por el desorden y volumen tan grande de los libros de los Fueros, tenían pocas ganas de leerlos. Cabe imaginar la gran inseguridad jurídica que habría, por tanto, por entonces, en muchas zonas de Aragón. Manuel ALONSO MARTÍNEZ sostuvo en su famoso libro de 1884-1885 que era poco creíble que los súbditos de los territorios forales tuviera un gran afecto por sus derechos forales que, escritos en latín, no eran capaces ni de leer. El argumento tiene mucha fuerza en Aragón: incluso muchos juristas, al menos desde el siglo XVI hasta el Apéndice de 1925, no era capaces ni de leer la mayoría de los fueros ni las observancias.

Los derechos forales de Aragón, Cataluña y Mallorca, tras FELIPE V y sus Decretos de Nueva Planta, adquieren, según DE CASTRO, un nuevo valor. Debía entenderse que ya no provenían de una antigua soberanía ni eran paccionados, y que eran, por el contrario, normas que habían sido “de nuevo establecidas”. Esta valoración por DE CASTRO de FELIPE V como rey con obra modernizadora y positiva para el país es especialmente reseñable, dado que coincide, al parecer, con la mayoría de la actual y mejor historiografía, cuya opinión comparto, sin que deje de ser este Rey personaje bastante discutido, sobre todo desde actuales posiciones ideológicas nacionalistas o regionalistas. En los Fueros de la Compilación de Huesca de 1247 el prólogo o decreto de promulgación había establecido como Derecho supletorio de esos fueros allí contenidos “el sentido natural o la equidad”, lo que provocó bastantes dudas. Y la cuestión era importante porque en el Derecho de los Fueros y Observancias, aparte las deficiencias por el primitivismo idiomático, había enormes lagunas, oquedades y contradicciones, sobre todo en los temas más difíciles como el régimen económico matrimonial y el Derecho sucesorio (sucesión legal y legítima, p.e.).

En la última línea de su libro sobre los Fueros aragoneses de 1976 afirmaba LALINDE, con razón, que los principios del Derecho aragonés son “oscuros”. En un trabajo de 1988 señalaba LALINDE las diversas teorías sobre el Derecho supletorio de la doctrina clásica aragonesa, que recuerdo aquí despojadas de matices. Según el autor, por Derecho supletorio del aragonés, cabía entender, al menos, la “razón escrita”; el Derecho canónico y el Derecho romano; el Derecho natural; el Derecho consuetudinario francés; el Derecho visigodo; la equidad; y la equidad canónica. En su libro de 1976 LALINDE había propuesto como Derecho supletorio el “sentido común”, conectado a la costumbre.

En el siglo XVIII y tras la Guerra de Sucesión, el carácter supletorio del Derecho castellano como Derecho nacional y común de todos los Derechos forales, quedó claramente fijado desde FELIPE V. Pero esto necesita explicación. Luis FRANCO de VILLALBA, jurista bien relacionado con la gente del nuevo Rey, lo había afirmado para el Derecho aragonés mencionando una norma del Rey que no llegaba a citar. La doctrina foralista aragonesa discutió, desde entonces hasta la vigencia del Código civil de 1889, sobre cuál debiera ser el Derecho supletorio del aragonés, puesto que no encontraban ese precepto solo aludido y no citado, llegando a diversas conclusiones, muchas de ellas tomadas de las teorías que esa doctrina clásica aragonesa, resumida por LALINDE en 1988, había defendido durante cinco siglos antes de la llegada al trono de FELIPE V. Al final, con todo, pese a tantas teorías diversas, prevaleció en la práctica la opinión de FRANCO de VILLALBA.

Probablemente, aunque la norma que alude sin citarla FRANCO de VILLALBA no hubiera existido, se hubiera podido razonar y fundar el carácter de Derecho común del Derecho castellano en Aragón, como he explicado en nota, desde una lectura cuidadosa y sistemática de los dos Decretos de Nueva Planta allí citados.

El profesor DELGADO ECHEVERRÍA, uno de los dos líderes actuales del foralismo aragonés junto al notario José Luis MERINO HERNÁNDEZ, es muy crítico con FELIPE V, hasta atribuirle la actual dificultad de articulación política de los distintos elementos de la nación española, al haber intentado tal articulación desde la imposición de las leyes de Castilla, un reino, a otros reinos diferentes, como Aragón. El ver al Derecho castellano como Derecho común le parece que va “contra la verdad histórica”, que carece de “fundamento histórico” y que se basa en la confusión de lo “castellano” con lo “español”. Sin embargo, la norma que FRANCO de VILLALBA no citó con precisión, y luego, que yo sepa, tampoco ha citado en más de tres siglos casi ningún jurista o foralista aragonés, ni aun historiadores del Derecho (extraña la omisión incluso de LALINDE, con su gran autoridad, tanto en su monografía sobre los Fueros aragoneses de 1976, como en un buen trabajo de 1988), sí que la había citado y transcrito parcialmente DE CASTRO, en lúcida y coherente explicación de lo legislado por FELIPE V, en su trabajo de 1949 aquí tan citado sobre la “cuestión foral”.

La citaron también De los MOZOS (1977) y LACRUZ BERDEJO (1982) en sus manuales de Derecho civil, aunque mutilada en lo que aquí interesa y con explicación menos profunda que la de F. DE CASTRO.

El precepto es extenso y bien motivado y se contiene en el Auto Acordado del Consejo Pleno de FELIPE V de 4 de diciembre de 1713, recogido tanto en las ediciones posteriores a 1713 de la Nueva Recopilación de 1567 de FELIPE II, como, en una nota a pie de página, y allí algo resumido, en la Novísima Recopilación de las Leyes de España de 1805 de CARLOS IV. Ambas recopilaciones no lo son solo de leyes castellanas, sino de ellas y de otras españolas, como se ve claro, por ejemplo, con esta importante norma española que ha pasado desapercibida durante más de tres siglos a los estudiosos del Derecho aragonés.

Por cierto, 1713 es también el año en el que se fundó la Real Academia Española, en defensa del idioma castellano.

No cabe la transcripción total de esta extensa y razonada norma, que ni DE CASTRO aprovechó del todo, por razones de espacio, pero sí afirmaré que en la misma se llamaba dos veces a la correcta aplicación de las “leyes Patrias”, y que se iniciaba reconociendo la facultad interpretativa del Rey de las cuestiones que en las leyes del Reino aparecieran dudosas; y que explicaba en relación al conjunto de España que…” lo que es más intolerable, creen, que en los Tribunales Reales se deben dar más estimación a las (leyes) Civiles (romanas, quería decir) y Canónicas que a las de estos Reynos; siendo así que las Civiles no son ni deben llamarse leyes de España, sino sentencias de Sabios, que solo pueden seguirse en defecto de ley, y en cuanto se ayudan por el Derecho Natural, y confirman el Real que propiamente es el Derecho común, y no el de los Romanos, cuyas leyes ni las demás extrañas no deben ser usadas ni guardadas, según dice expresamente la (ley) 8, titulo I, Lib. 2 del Fuero Juzgo…”. De modo que cuando el Código español, en su segunda edición, incluyó en su artículo 1976, la expresión “Derecho civil común”, aunque para derogarlo incluso como supletorio (genéricamente, pero no para Aragón ni Baleares, por las excepciones del art.13 originario del CC), no hizo ninguna trampa, como ha pretendido a veces el foralismo, y en particular el profesor DELGADO, a los derechos civiles forales, sino que entroncaba el legislador de 1889, conforme con lo explicado por DE CASTRO, con lo que ya estaba sugerido en el Fuero Juzgo (654?), luego implícito también en la Nueva Recopilación de 1567 (Ley 3º, tit. 1º, libro 2º), y luego claro y explícito en el Auto Acordado de FELIPE V de 4 de diciembre de 1713, 176 años, fecundos y dolorosos años, casi todos ellos de reinado de los Borbones, antes de la promulgación del Código civil.

Obsérvese que la norma se dicta con gran generalidad para todos los reinos españoles, sin excluir a Navarra y País Vasco, que habían permanecido fieles en la Guerra a FELIPE V y habían conservado sus instituciones políticas, de momento, y probablemente sin excluir tampoco Valencia o al resto del territorio español, al que podría alcanzar la primera parte de la norma para cerrar el paso a la aplicación directa y preferente del Derecho romano o canónico respecto del Derecho real. Esta norma no expresa matiz ninguno de castigo político por falta de lealtad al Rey en la Guerra y tiene como un claro carácter constituyente del Estado nuevo en el momento crucial del cambio de Dinastía en la Monarquía. Como bien explicó DE CASTRO, las normas de la Corona de Aragón debieron desde la Nueva Planta entenderse como normas “de nuevo establecidas”, lo que suponía, como advirtió, que perdieron su carácter paccionado y, como el Rey se reservó el poder de cambiar sus leyes en el futuro cuando quisiera, también debían entenderse como leyes contra las que no podrían prevalecer las costumbres. Hubo pues como una castellanización retroactiva de las viejas normas aragonesas, que vieron cambiada, a mejor y más moderna, eficiente y vigorosa, su naturaleza normativa. Ya se ha aludido antes la gran significación en el ordenamiento castellano de la ley 1º, del título 28, del Ordenamiento de Alcalá de 1348, que hacia el final recogía el principio de que las leyes no se derogan por el desuso.

Además, una norma de FELIPE V dada en Madrid a 12 de junio de 1714 insistía con énfasis en que las leyes seguían vigentes a pesar del desuso, afirmando que los Reyes Católicos y él mismo así lo tenían establecido en repetidas ocasiones. Los ilustrados ASSO (este, aragonés) y DE MANUEL, que publicaron en 1774 una edición anotada del Ordenamiento de Alcalá, lo presentan en su Discurso Preliminar como “el monumento más precioso de la Legislación Española”. En ese Ordenamiento castellano de 1348 había un buen apoyo para la legislación de Nueva Planta de FELIPE V de 1707 a 1714, para, castellanizando y modernizando el conjunto de la vieja legislación española de todos los reinos, se introdujera un nuevo concepto de la monarquía moderna y de la titularidad de la soberanía de la nación concentrada ahora en el Rey, según la concepción teocrática de la época.

No es cierto, pues, como afirma DELGADO, que la existencia de un Derecho nacional “común” carezca de “fundamento histórico” ni vaya contra la “verdad histórica”. Y aunque a algunos historiadores les haya influido ese error, ALONSO MARTÍNEZ, o DE CASTRO, juristas de profunda cultura, p. e., es obvio que no confundieron “lo castellano” con lo “español”. No sería serio sugerirlo. Afirma DELGADO que, desde 1711 el problema del Derecho aragonés es, básicamente, un problema de fuentes del Derecho. Pues bien, si ello es así, lo primero exigible sería haberse enterado bien de todos los textos normativos relevantes.

En la explicación de su Manual, DELGADO califica como una “desdicha” que los Austrias, al menos desde FELIPE II y como aconsejó a FELIPE IV el Conde Duque de OLIVARES, y luego también los Borbones desde FELIPE V, se guiaran por la idea de imponer las leyes de Castilla en los territorios de la Corona de Aragón. Y no menciona nunca a MACANAZ. Pero lo cierto es que la imposición como supletorio de tales leyes por el Rey fue, en las apremiantes circunstancias históricas del momento, una solución cómoda y moderada (pudo, Rey legítimo con derecho sucesorio claro y vencedor en la Guerra, imponer, e impuso sin duda en Valencia definitivamente, la aplicación directa del Derecho castellano).

Y DELGADO, que yo sepa, nunca ha reconocido que, como otros pensamos, el Derecho aragonés histórico era en algunas cosas anacrónico al final de la Edad Media y más aún a principios de la Edad Moderna, y no se ha preocupado ni ocupado nunca del secular derecho de los señores de vasallos aragoneses laicos de maltratar o matar a sus vasallos, lo que primero los ilustrados y luego, ya desde el siglo XIX, todos los historiadores del Derecho más serios consideran un elemento caracterizador del histórico Reino aragonés, distinto en esto de Cataluña y Valencia o de Francia y otros países europeos.

Y no cita DELGADO en su Manual el Auto Acordado de FELIPE V de 4 diciembre de 1713, afirmando que, al estar en la Guerra de Sucesión “vencido el Reino”, se vio “forzado a admitir un Derecho supletorio producido fuera de Aragón”. Y ello como lamentando que no hubiese habido más oposición doctrinal y como si la cuestión hubiese sido solo doctrinal (sucedió, afirma, “al parecer, sin mayor disputa”: pues sí, sin ninguna disputa, pero aunque todos o muchos la desconocieran, había además una norma tajante y bien razonada del Rey de España y en Aragón al respecto).

Sin embargo, pese a esta forma tan regionalista y simplista de ver las cosas por DELGADO, es lo cierto que casi todos los Derechos europeos se beneficiaron, en ciertos momentos, al menos, de un Derecho supletorio como el “ius commune” “producido fuera de sus territorios”. Por fortuna, los Derechos mejores y más evolucionados pueden influir en los menos desarrollados. Así avanza la civilización. Y que FELIPE V, en un fenómeno general que DE CASTRO cree con argumentación coherente y verosímil que se había iniciado antes y ya desde el siglo XVI, sustituyera en 1713 como derecho supletorio de un Derecho aragonés de calidad modesta, y formulado en un latín degradado, que ya para el siglo XVI no entendían muchos juristas y menos la gente común aragonesa, el vago concepto de “sentido natural y la equidad” como Derecho supletorio, por, en tal concepto de derecho supletorio, el conjunto del buen y muy estudiado Derecho castellano vigente en el siglo XVIII, era un buen servicio del Rey a los aragoneses y a casi todos los españoles con derechos forales, a corto plazo, y a la vertebración de la nación española, a largo plazo.

Cegar las fuentes de los rancios derechos forales, aunque contuvieran instituciones valiosas y arraigadas, y ponerles como supletorio común el buen Derecho castellano era por entonces una forma prudente y lógica de poner rumbo a un futuro Derecho civil unificado.

La norma de FELIPE V de 4 de diciembre de 1713 constituyó un interesante paso de lo que DÍEZ PICAZO y GULLÓN han denominado el “ciclo de nacionalización” progresiva del Derecho civil junto a su “ciclo de privatización”. El texto de la norma de 1713 es como para explicar a los estudiantes la formación del concepto de Derecho civil español. La norma tiene un fuerte sentido de la afirmación nacional de Derecho real español, pero todavía denomina “leyes civiles” a las romanas. Faltaban unas pocas décadas para que surgiera el moderno concepto de Derecho civil español y la norma favorecería tal feliz alumbramiento, favorable a su vez a la vertebración de España.

Considero, además, poco riguroso históricamente calificar, como hace DELGADO, seguido en esto por muchos foralistas, a nuestro primer Borbón como FELIPE IV de Aragón y V de Castilla, dado que desde 1707 la Nueva Planta había suprimido sustancialmente, actuando FELIPE V ya como Rey de España, con una idea “francesa” y más moderna de nación como la que el Rey se había traído de Francia, todo el Derecho público de la Corona de Aragón y también del, entre otros, antiguo Reino aragonés. Así que FELIPE V fue Rey “de” España “en” Aragón, región española, y no tanto Rey “de” Aragón. Y lo mismo ocurre hoy, p. e., con FELIPE VI.

Respecto de la sociedad estamental europea en general se ha afirmado que el privilegio, inevitable e inalterable, la generó, siendo una sociedad de baja o nula movilidad, cuyos valores habían perdido vigencia como consecuencia de la aparición de los ejércitos profesionales y de la libertad de conciencia. La nobleza medieval aragonesa guerreó mucho y con éxito durante dos siglos, pero luego se hizo propietaria de extensas tierras y, a la larga, en parte, parasitaria, pudiendo acaso prolongar su rígida sociedad estamental más que en otros lugares, porque en Aragón no hubo apenas durante el Antiguo Régimen libertad de conciencia y porque la aparición del ejército profesional y permanente solo fue plena en el siglo XVIII. La superposición de los fueros con abundantes privilegios para hombres y mujeres infanzones o de nobleza militar, que LALINDE ha explicado se superpusieron y modificaron a veces los primitivos fueros “burgueses” con origen en el fuero de Jaca del siglo XI, se quedaron ya definitivamente, y pesaron como una losa, en el cuerpo legal de los Fueros y Observancias hasta su derogación en 1925.

Además, la doctrina jurídica aragonesa parece en el siglo XVI tan atrasada en ideas como su sistema legal. En cuanto a la calidad de la doctrina aragonesa de los siglos XVI y XVII, TOMAS y VALIENTE, con apoyo en Mariano ALONSO y LAMBÁN, sostuvo que bajó bastante respecto de la buena calidad de los juristas bajomedievales aragoneses. También el cargo de Justicia de Aragón ocupado a veces en los siglos XIV y XV por juristas destacados y creativos, como ha explicado GONZÁLEZ ANTÓN, había degenerado en el siglo XVI, mucho antes de 1591, en un cargo burocrático, sin brillo y heredable. Había caído en el olvido la brillante obra jurídica de VIDAL de CANELLAS del siglo XIII. Bastantes juristas del Aragón oficial, aunque algunos coaccionados, comprometieron su firma o voto sosteniendo con argumentos poco serios la legalidad de la insensata rebelión de 1591. Y Miguel del MOLINO, jurista destacado, en su famoso “Repertorio”, defendió el derecho de los señores de matar o maltratar a los vasallos. Jerónimo BLANCAS (¿?- 1590) apoyó a la nobleza aragonesa y su interesado “pactismo” y le ofreció una versión embellecida del mito de los Reyes y Fueros de Sobrarbe, sobre el que ya Jerónimo ZURITA (1512-1580), soberbio Cronista del Reino y Secretario de Felipe II, se mostró escéptico, y leyenda que hace mucho que no se cree ya ningún jurista ni historiador serio. Nadie parece que haya podido citar críticas ideológicas serias de juristas aragoneses bajo los primeros Austrias a su retrógrado sistema legal aragonés y por su carácter aún muy medieval y con cierto sesgo feudal primitivo. Ya he recordado antes que en la primera mitad del siglo XVI la Inquisición española había procesado y estaba persiguiendo al sabio aragonés Miguel SERVET, que vivió escondido en Francia y otros países mucho tiempo, y que hoy se considera por muchos un mártir de la libertad de conciencia. Su muerte conmovió y suscitó polémica en ciertos medios intelectuales del protestantismo, pero no, que se sepa y comprensiblemente, vigilante la Inquisición, en Aragón ni en España. Un principio básico y tradicional y típicamente oligárquico del Derecho aragonés era que los cargos públicos tenían que ser ocupados siempre por naturales aragoneses lo que fue muy perjudicial para la mayoría de los aragoneses y provocó uno de los varios conflictos graves con FELIPE II (pleito del virrey extranjero). Ya he explicado también cómo la oligarquía de Teruel presionó durante mucho tiempo para incluir ese territorio bajo la rigidez estamental de los Fueros y Observancias generales aragoneses, privando a los turolenses, al conseguir convencer a FELIPE II (viejo y enfermo) en 1598, de la sociedad más libre e igualitaria de la que mucho tiempo habían disfrutado (y de impronta castellana: Fuero de Sepúlveda). La nobleza aragonesa llegó a reclamar, aunque sin éxito, competencias inquisitoriales como las de perseguir a conversos y herejes. Se afirma que eran tiempos de “orgulloso forismo”, pero diría yo orgulloso e interesado forismo de la parte peor de la minoría oligárquica aragonesa, la de más cortas miras. Aquellos nobles y juristas vivían del recuerdo de las glorias guerreras de sus antepasados remotos y, tras la crisis de 1591, cuyo desenlace tuvo ribetes tragicómicos, el orgullo de nobles y juristas declinó bastante bruscamente. Algunos de ellos, comprometidos en los motines, se tuvieron que acoger al amplio perdón general que otorgó FELIPE II, tras neutralizar la rebelión nobiliaria.

Carece de sentido introducir aquí valoraciones de la política exterior de FELIPE II, pero en cuanto a su política respecto de la Corona de Aragón y de Aragón, más en particular, he mostrado anteriormente que el balance global es bastante positivo para este Monarca. Tuvo buenas razones aquel Rey para pensar, como algunos pensaron tres siglos después, que Aragón fue para él una región o país “semisalvaje”. Pero Juan de LANUZA, el Justicia decapitado en 1591, tiene hoy una gran estatua en el centro de Zaragoza, como una especie de símbolo o de héroe nacional aragonés.

Hubo que esperar a que los austracistas “perdieran”, respecto a España, la Guerra de Sucesión. Hubo que esperar a los ilustrados (Melchor de MACANAZ; Ignacio Jordán de ASSO; Miguel DE MANUEL) para que surgieran, más bien desde fuera de Aragón, críticas claras y realistas al atraso cultural, ideológico y social del Reino aragonés. Los tres ilustrados mencionados escribieron en castellano, contra la inercia secular dominante todavía en el siglo XVIII de los juristas españoles de escribir en latín sobre los asuntos jurídicos; y los tres se esforzaron para que en la Universidad se estudiase el Derecho real o nacional, y no solo el Derecho romano. Esta última cuestión resultó muy difícil de resolver en la práctica. Aunque la idea estaba ya en el Auto Acordado del Consejo de FELIPE V de 4 de diciembre de 1713, hubo mucha resistencia en las universidades, muy apegadas al Derecho romano, y se hizo necesario otro Auto Acordado del mismo Rey de 29 de mayo de 1741, y todavía posteriormente importantes reformas universitarias de CARLOS III para que el estudio del Derecho real se hiciese un hueco en los planes de estudio de las Facultades de Derecho. La importante aportación aquí de ASSO y DE MANUEL, fue la publicación, reinando todavía Carlos III, en 1771, de su buen Manual titulado Instituciones de Derecho civil de Castilla, que fue obra de éxito, como se ha afirmado, “rápido, general y duradero”. Las últimas ediciones se publicaron ya bajo el reinado de CARLOS IV. Una cierta continuación y ampliación de esta obra fue la publicación en castellano por Juan SALA de su obra de 1803 Ilustración del Derecho real de España, en la que el Derecho romano retrocedía claramente frente al avance del castellano y el Derecho real. Por cierto en la parte histórica introductoria de la citada obra de ASSO y DE MANUEL, se afirmaba tanto que el Derecho real era el verdadero Derecho supletorio o común en toda la monarquía, como que, en Aragón, salvo las diferencias jurídicas que el propio libro señalaba, no muy numerosas, en lo demás, “la práctica se conforma con el Derecho común”.

Hubo que esperar, aunque DE CASTRO no invoca esto, para que se notara cierta autocrítica y que se estaba iniciando el Siglo de las Luces. Que por entonces se dictaran las normas de Nueva Planta no es cuestión baladí. Paul HAZARD situó entre 1680 y 1715 la que denominó “crisis de la conciencia europea”, tras guerras de religión brutales que ensangrentaron Europa y conmovieron la opinión culta de muchos países, desacreditando bastante a todas las religiones. En el siglo XVIII lanza KANT su provocativa propuesta: “sapere aude” (atrévete a pensar), propuesta que muchos filósofos europeos habían ya practicado o seguido después y que, cambiando el pensamiento tradicional, influirían en las revoluciones norteamericana y francesa hacia el final de siglo y en algunas de las ideas clave de nuestra Constitución de 1812. La Ilustración sometió a una crítica implacable a la sociedad estamental, basada en el supuesto honor de los nobles y en la grandeza de la tarea de los clérigos, pero vinculando a ello los privilegios y el monopolio de las tareas de gobierno.

Frente a ello se opuso la igualdad y libertad de todos y la conveniencia del libre juego de las fuerzas económicas. Se ha advertido que fue nota característica de la Ilustración la distancia que había entre la doctrina, que anticipaba las realizaciones sociales de la Revolución –la igualdad de derechos, la extinción de los privilegios estamentales-, y la continuidad sin cambio de los privilegios estamentales y, en concreto, la vinculación de la propiedad. Aun así, el programa ilustrado ha mantenido su vigencia a través de los siglos siguientes. En que la ley fuera la primera fuente del Derecho coincidieron Derecho tradicional castellano e Ilustración.

Que aquí en España los Decretos de Nueva Planta destruyeran, desde 1707, el inmovilista caparazón legal del pactismo de la Corona de Aragón, protector de unas oligarquías egoístas y de sus valores medievales y feudales preocupó muy poco al conjunto de la sociedad. Esto, para Aragón, lo reconoció, sin entusiasmo, incluso el profesor DELGADO en 1988, al comentar el art. 1º de la Compilación aragonesa. Y es que debilitar el poder de esas oligarquías de los territorios de la Corona de Aragón fue bueno para las grandes mayorías sociales de allí y para la burguesía incipiente, especialmente para la catalana, que supo adaptase muy bien al régimen borbónico.

La valoración de los historiadores españoles favorables a FELIPE V debe entenderse ceñida a lo que impulsó o logró en España y prescindiendo, en principio, de la política exterior española que venía marcada, desde décadas atrás, por un claro declive de la influencia y poder de España ya desde la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y desde la Batalla de Rocroix (1643), que acabó con el prestigio militar de los Tercios españoles. Y declive en cierto modo continuado o confirmado por el propio resultado de la Guerra de Sucesión Española (1700-1715), que acabó en tablas y terminada en sus aspectos diplomáticos con los tratados de Utrecht (1713-1715), momento en el que la Francia centralizada era ya una gran potencia europea e Inglaterra se adueñó, tras su victoria en Trafalgar, de los mares, con lo que ponía las bases de su futuro imperio. Todo ello era geopolítica europea y no era sustancialmente imputable, desde luego, a nuestro primer Borbón.

Sobre FELIPE V planearon permanentemente los costes de una guerra larga de catorce años y el haberse encontrado una sociedad desigual (una gran parte muy atrasada) y difícil de gobernar. El Rey al principio se sentía más francés que español y le llevó su tiempo llegar a dominar el castellano. Los éxitos que hubo se debieron además, más que a las cualidades del Rey, sin ideas demasiado definidas, de carácter depresivo y que gobernó durante 46 años, a la implantación, conforme al espíritu de la Ilustración, de una cultura del mérito que le llevó a elegir a gobernantes eficaces y con sentido de Estado, a veces de origen modesto, que consiguieron someter a la Iglesia, con una política regalista; mejorar la Hacienda; la Administración y el Ejército; y poner bases para la mejora cultural, con la sombra de no haber suprimido la Inquisición (aunque se sabe que al menos al principio al Rey no le gustaba), la cual acabó persiguiendo a varios de los gobernantes ilustrados. El Rey fue apoyado por FRANCO de VILLALBA, el mejor jurista aragonés del siglo XVIII, y sobre todo por Melchor de MACANAZ, jurista nacido en Hellín, Catedrático de Derecho por Salamanca, muy culto y clarividente y que se mantuvo fiel al Rey toda su vida. El centralismo borbónico contribuyó decisivamente a articular España como un Estado nación. Con los Borbones y desde FELIPE V se aplicó una política centralizadora y contraria al tradicional sistema foral que venía de la Edad Media, política aquella que en el siglo XVIII se estaba imponiendo en el resto de Europa, y no solo en la occidental, sino en la oriental con el zar PEDRO el GRANDE en Rusia (1672-1725). Se ha afirmado con acierto que, con la Ilustración, España renunció a su misión anterior de hispanizar Europa, y que, al contrario, iba a ser Europa, por la mano de Francia, la que se encargase de europeizar a España.

Conviene hoy señalar que en 1707 FELIPE V derogó totalmente el Derecho público del viejo Reino aragonés, y solo en Aragón derogó, como notó LALINDE (1976), en el conjunto de Decretos de Nueva Planta y por fortuna, totalmente el Derecho penal. Del Derecho del Reino aragonés creo poco fundado afirmar, aunque algunos lo hacen y con argumentos de entidad, que era algo así como predemocrático y se llega a calificar el pactismo de “constitucional”. No sé si argumentos de ese tipo dan respetabilidad social a un pequeño partido político aragonés, que se dice de izquierdas y con muy pocos votos, pero que es partidario del derecho de autodeterminación y apuesta por embellecer, con ideas infundadas, simples y sentimentales, el pasado del Reino de Aragón.

4. El siglo XIX y la Codificación, con indulto provisional de los derechos forales.

La Novísima Recopilación de 1805, según DE CASTRO, acentuó la idea de que había un Derecho general del que sus normas, expresa o tácitamente, se declaraban aplicables a toda España. Había habido una tendencia general unificadora respecto a los órganos rectores del Estado, la Judicatura y la Administración en general y en todas las Universidades. La Novísima Recopilación era un Derecho común nacional y, cuando se usaban normas romanas habrían debido entenderse como mero ornato erudito o como costumbres locales. No obstaría a esta explicación de nuestro gran civilista, me parece, el que se haya podido sostener, autorizadamente, que en el Derecho castellano subyacía una cierta función de las Cortes marginal o residual, sustraída al poder legislativo del Rey, solo extinguida del todo con la disolución del Antiguo Régimen.

La resistencia a la Codificación, cuya aspiración que era en su tiempo y desde la Ilustración, según muchos, una idea y proyecto progresista, la critica nuestro autor, aunque de forma un tanto peculiar y tomando ciertas distancias respecto de las paralelas críticas de sus defensores más liberales y entusiastas.

Recuerda también, citando al catalán DURÁN y BAS, la influencia de la escuela histórica alemana y de SAVIGNY en contra de la Codificación. Pensaba DE CASTRO que esas ideas fueron asumidas por “grupos influyentes de universitarios de la época”. Y además sostuvo que, mitificados los fueros por esa idea del espíritu del pueblo, “se postula su intangibilidad por hombres de las más encontradas ideas políticas”.

Con estos ingredientes, sostenía DE CASTRO, convincentemente en mi opinión, que en el siglo XIX se propició un grave error doctrinal, que causó muchas contradicciones en la jurisprudencia, aportada con erudición apabullante por el gran civilista, error doctrinal que consistió en no entender que los Decretos de Nueva Planta de FELIPE V y otras normativas de este Rey que integraban o completaban la Nueva Planta habían sustituido los antiguos Derechos supletorios de los Derechos forales por el Derecho común castellano, y error doctrinal que llevó finalmente a un cierto renacimiento jurisprudencial, incluso tras el Código civil, de los derogados Derechos supletorios forales, con el consiguiente apartamiento de estos respecto del Derecho común castellano. Una de las claves de la regulación del Código civil sobre la cuestión foral era, para DE CASTRO, que el legislador de 1889, aunque no lo hicieran así otras leyes generales españolas de la época, aceptó tácitamente la doctrina errónea y minoritaria en la jurisprudencia de que existían aún entonces los derechos supletorios tradicionales previos a los Decretos y normativas de FELIPE V.

En efecto, aunque DE CASTRO no parece que proyectara su idea sobre una reflexión precisa respecto del artículo 12 originario del CC, señaló que existió un error doctrinal no exento de sesgo ideológico que se supone surgió en los territorios forales o algunos de ellos, suponiendo que los derechos forales mantenían en el siglo XIX y desde sus orígenes medievales sus propios derechos supletorios, y que contaminó a los autores del Derecho común, y se recogió en el originario artículo 12 del CC, y sigue todavía en el no expresamente derogado art. 13 CC, procedente de la reforma legal de 1973-1974. Ese error, que he comprobado y señalado que fue general durante tres siglos en la doctrina aragonesa, de haber ignorado la norma clave del Auto Acordado de Felipe V de 4 de diciembre de 1713, posiblemente habrá sido un error común también en las doctrinas de los restantes derechos forales. No se enteraron o no se quisieron enterar de la existencia de esa norma y al final, convenciendo al legislador español de 1889, llegó a producirse una regulación legal deficiente y reaccionaria o antiliberal de la “cuestión foral”, que volvía a abrir amplios resquicios, al parecer, a la Edad Media y al Derecho romano que FELIPE V había conseguido formalmente dejar atrás o reducir en la mayor medida posible, y volvía a dar oportunidades conforme a los antiguos cuerpos legales históricos (el aragonés, por ejemplo) a la resurrección de la costumbre contra ley en ciertos casos, todo lo que representó un serio retroceso respecto al Derecho vigente en España desde 1713 y un aumento de la inseguridad jurídica sobre todo en cuatro de los territorios con derechos forales (incluyendo aquí al Derecho especial del País Vasco, Derecho con “foralidad” territorialmente limitada). El artículo 12 originario CC. derogó, al parecer, el Auto acordado de 4 de diciembre de 1713, pudiendo afirmarse aquí, además, vista la clara letra y el espíritu del citado artículo 12 CC., que la derogación de una ley puede hacer recobrar vigencia a las que esta ley hubiera derogado, como hoy afirma el actual art. 2-2º CC, procedente de la reforma de 1973-1974, que modificó y completó el antiguo artículo 5 CC. originario.

Pero si el art. 12 originario pudo derogar el Auto Acordado de 1713, lo que parece claro es que no pudo hacerlo, además, con plena retroactividad, resucitando en todas las leyes españolas de territorios forales anteriores a 1713 sus significados medievales y estamentales, lo que, aparte de ir contra la irretroactividad de las leyes (art. 3 originario del CC.), hubiera parecido efecto excesivo de una retroactividad tácita, de norma como digo nacida de un claro error, y lo que hubiera debido plantear un problema constitucional, al ir claramente contra la soberanía nacional, en su versión liberal de la Constitución de 1876 (arg. arts. 18, 75 y, sobre todo, 14), y cuyo concepto profundo era heredero del de soberanía nacional de la monarquía absoluta, modificado en esencia, desde 1812 y con diversos matices, en el titular concreto de esa soberanía. Ya quedó explicado cómo el Auto Acordado de 4 de diciembre de 1713, era en realidad una de las piezas importantes de la Nueva Planta que instauró una nueva monarquía moderna. El error del antiguo art. 12 CC. creó confusión jurídica de mucho calado, por tanto.

A ruego del aragonés Joaquín GIL BERGES, jurista modesto pero buen conocedor en su tiempo de la práctica del Derecho civil aragonés, el legislador español de 1889 puso a favor de Aragón y de Baleares, pero como mera excepción, y no como la regla general sin excepciones que debió ser, de haberse mantenido, como era lógico, la norma de Felipe V de 1713, la supletoriedad directa en todo caso del CC., tras, o a falta de norma en, los respectivos derechos forales. Afortunadamente, el carácter supletorio del Derecho general español, también civil, está hoy recogido en el artículo 149-3º de la Constitución, que prohíbe sensatamente a los parlamentos autonómicos con competencia en derechos forales fijarles un Derecho supletorio diverso del general español. O si se prefiere afirmar así, el art. 149-3º CE derogó el inciso final del artículo 13, apartado 2º, CC., precepto este que reiteró sin lógica alguna en 1974, el “error” histórico del artículo 12 originario del CC. Lo que las compilaciones forales de la fase franquista (1959-1973) resolvieron por vía de ley estatal ordinaria, como es la supletoriedad para esos derechos del CC. y otras leyes del Derecho general español, figura hoy, pues, con respaldo constitucional.

Un autor solvente, Felipe SÁNCHEZ ROMÁN, incluso ignorando la existencia de la norma aquí recordada de Felipe V de 1713, explicaba en una monografía de 1890, recién publicado el CC., su decepción por el excesivo ámbito que se había reservado a los derechos forales, y calificaba los derechos supletorios de los mismos, como algo que debió suprimirse, en tanto que “Derechos anticuados y exóticos, de tan injustificada como deplorable subsistencia”.

Cuando termino este escrito (junio de 2020) cabe resumir la situación histórica de los derechos forales afirmando, por tanto, que en Aragón y Baleares su Derecho foral ha tenido ininterrumpidamente como derecho supletorio directo y común al Derecho castellano o real o, luego, al CC. y Derecho general español, al menos, desde 1713 hasta hoy (307 años). Y en segundo lugar, de optar por una interpretación irretroactiva del antiguo artículo 12 CC., cierto que acaso algo forzada, no habría sido indefendible afirmar que los restantes derechos forales han tenido como Derecho supletorio directo al Derecho castellano y real común ese mismo tiempo (307 años, al menos), pero descontando, debido a un claro error doctrinal aceptado por el legislador en 1889, unos periodos que van desde 70 años (Compilación de Vizcaya y Álava de 1959) a 84 años (Compilación navarra de 1973). O sea, según esto, lo que no conozco que nadie haya argumentado y defendido, el Derecho general castellano o español habría tenido supletoriedad directa en nuestros cuatro derechos forales distintos de Aragón y Baleares en una horquilla, al menos, de entre 237 años (Vizcaya y Álava, en sus territorios forales) y 223 años (Navarra), debiéndose esos intervalos de vigencia de derechos supletorios de los supletorios de cuatro derechos forales a un error legal de 1889. Un error legal que representó una quiebra o tropiezo serio en la lógica histórica gradual que suele conducir, como la sucedida en otros Estados-nación europeos, a la vertebración lógica y coherente de un Derecho civil estatal y nacional. No creo, en fin, que hubiera sido tampoco indefendible una interpretación correctora del antiguo art. 12 CC. que lo entendiese razonando que carecía de efecto legal el inciso del precepto que señalaba a la vigencia de unos diversos derechos supletorios de varios derechos forales declarados subsistentes, desde la consideración de que dichos derechos supletorios no existían ya, al haber sido derogados por el Auto Acordado de 1713.

Pero hoy, pese a la existencia del art. 149-3º CE., acaso por la vía de las fuentes del Derecho específicas de los derechos forales, lo que, antes de acogerse en la CE (art. 149-1-8º), fue en principio (1967) una (mala, creo, y arrastrando errores de Joaquín COSTA) idea aragonesa impuesta en su Compilación, y entre otros idea de mi querido maestro, el profesor LACRUZ BERDEJO, apoyado por CASTÁN TOBEÑAS desde la Comisión General de Codificación, por tal vía puedan querer reintroducirse, o enfatizarse en su interpretación, en el Derecho español más normas e ideas medievales o romanas, o sobre eficacia de la costumbre, de las que serían razonables y admisibles en nuestra Constitución (arts. 1-2º; 2; 9-3º; 14; etc.), lo que, de estar ocurriendo, y veremos al final de este trabajo que el panorama de disgregación del Derecho civil español es poco alentador, aconsejaría una reconsideración futura, en su caso por el Tribunal Constitucional, de los arts. 149-1-8º y 149-3º de la CE, a la luz del Auto acordado de FELIPE V de 4 de diciembre de 1713, muy trascendente norma histórica, tan general y lamentablemente olvidada por insuficiencia en nuestra doctrina de lecturas rigurosas de nuestros mejores clásicos, y de don Federico de CASTRO, muy en particular. Lo que los ciudadanos de todos los territorios españoles, incluidos los que tienen derechos forales, necesitan son, no fuentes del Derecho específicas, ni pretendidos principios generales de origen medieval, ni relatos victimistas sobre la supuesta opresión castellana a otras regiones, sino instituciones, de raíz histórica más o menos antigua, cuya “validez intrínseca”, como propuso DE CASTRO, sea defendible hoy y hacia el futuro. E instituciones civiles que tiendan a converger y a integrar la única nación española y, de ser posible, que tiendan a integrar a la larga un Derecho privado europeo con la guía de la Carta de Niza de 2000, hoy ya decididamente integrada en nuestro ordenamiento (arg. arts. 4 bis y 5 bis de la LOPJ). Es probable que los autores del art. 149-1-8º de la CE carecieran de cabal conocimiento de la inteligente y prudente obra legislativa, de signo innovador y modernizador, de nuestro primer Borbón.

II. LA DEFENSA POR NUESTRO AUTOR DE LA UNIFICACIÓN DEL DERECHO CIVIL ESPAÑOL.

Con 46 años y el mismo año 1949 en el que publicó el primer tomo de su gran obra “Derecho civil de España”, publicó DE CASTRO en el Anuario de Derecho civil su trabajo “La cuestión foral y el Derecho civil”, donde se hizo acaso la más completa y convincente defensa de la unificación del Derecho civil español de cuantas existan.

Partía el autor de la declaración de un profundo respeto a los Derechos forales, en tanto que afirmaba que encarnaban la tradición jurídica española como la encarnaba el castellano, y hasta declaraba de inicio creer que algunas de las instituciones forales podrían ser superiores a otras de las recogidas en el Código civil. Pedía para el problema “una solución de razón, no de pasión y de fuerza”. En la posible manipulación de ello por el separatismo veía el germen de un peligro para la unidad nacional.

Argumentó también el gran civilista el ejemplo extranjero, elogiando al Código Napoleón y a sus autores, e incluyendo la unificación, aunque tardía, de Alemania y de Suiza.

Argumentaba también el civilista que la unificación aumentaría la seguridad jurídica; que dificultaría el fraude de ley y permitiría eludir las complejas normas sobre conflictos de leyes, asunto que él había estudiado a fondo. Finalmente, veía la unificación como facilitadora de la ciencia jurídica española.

A continuación, criticaba DE CASTRO la atribución que otros hacen de desventajas a la posible unificación del Derecho civil español. Cabría recordar que nuestro civilista proponía no dejarse impresionar por el argumento de que los derechos forales se apoyan en costumbres seculares, dado que dichas costumbres “han nacido muchas veces de la opresión y explotación de las clases débiles por las más poderosas y que es inadecuada a la moderna vida ciudadana”. Y en la misma línea, proponía no confiar en el argumento del gran “arraigo” de los derechos forales, ya que, alegaba DE CASTRO, “el arraigo de lo foral es más fuerte en el campo y en los pequeños pueblos” pero es “mal soportado en los grandes núcleos urbanos”. Comprendió que para los liberales más radicales, pensando en los catalanes de los años treinta durante la Segunda República, los Derechos forales incluían “objetos de guardarropía medieval” más aptos para los museos que para un “pueblo moderno y progresivo”.

Todavía aducía el gran civilista otra media docena de argumentos, como el de que la Escuela histórica había criticado más la oportunidad de la codificación alemana que la idea misma de esa codificación; u oponiéndose a la idea de que Castilla hubiera tenido un sentido opresor en la formación de la identidad española. Finalmente, DE CASTRO se adhería, con los matices que veremos, a las conclusiones y razonamientos sustanciales del Congreso Nacional sobre los Derechos forales de Zaragoza de 1946.

III. UNA POLÉMICA ENTRE DE CASTRO Y HERNÁNDEZ GIL SOBRE LA FILOSOFÍA QUE INSPIRABA AL PRIMERO.

Sobre el profesor DE CASTRO se ha escrito mucho y, por ejemplo, cabe citar aquí la densa reseña biográfica escrita por el más destacado de sus discípulos, el profesor Luis DÍEZ PICAZO, para el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia. Señala DÍEZ PICAZO, entre otras muchas cosas, su fuerte nacionalismo español; su profunda adhesión al catolicismo de su tiempo; y la apabullante erudición, cultura, que le venía de una gran afición a la historia, y la gran profundidad en el análisis jurídico de todo lo mucho que el gran maestro de civilistas estudió. También afirma DÍEZ PICAZO que, contra lo que muchos piensan, el gran civilista no era un antiforalista, sino un jurista hispanista que aspiraba a la existencia de un sólido Derecho civil de España.

Lamentablemente, no desarrolla allí DÍEZ PICAZO esta última idea, ni tampoco en otro importante trabajo suyo de 1997, en el que explica lo que considera más esencial del pensamiento de su maestro. En particular, inicia su explicación el discípulo recordando la fe religiosa fervorosamente vivida por su maestro y su adhesión al iusnaturalismo de base tomista y escolástica, al que señala, con todo, que, según DE CASTRO, el Derecho natural, como la Moral, en sus primeros principios presentan una característica de variabilidad o flexibilidad. Otra idea fuerza del pensamiento del maestro sería su énfasis en la importancia de los principios generales, concebidos como convicciones de toda la comunidad nacional, y que, como hoy afirma el Código civil (art. 1-4º), informan todo el ordenamiento jurídico.

Además, tuvo importancia en la formación de su pensamiento la explicación de las ideas de equidad y de analogía por su conexión con los principios generales, lo que parece una explicación tanto clarificadora como potenciadora de ambas ideas jurídicas. En cuanto a la interpretación jurídica explica que DE CASTRO optó por la interpretación finalista o teleológica, con certeras críticas tanto de la teoría que pide la averiguación de la “voluntad subjetiva” de legislador como la que pide la de la “voluntad objetiva” de la ley. Además, siempre otorgó el maestro gran relieve a la persona y al Derecho de la persona, concepción que entiende DÍEZ PICAZO que terminó siendo predominante en la doctrina española, en particular frente a las concepciones de origen pandectista que ponen la base del Derecho civil o en la idea del derecho subjetivo o en la del negocio jurídico. Nos advierte el discípulo que fue su maestro el primero entre los españoles en otorgar importancia al principio de la dignidad de la persona, con una concepción humanista y cristiana de fondo que no aparece clara en la doctrina anterior. En fin, y sin aspirar a resumir ni mencionar todas las ideas y matices de la densa explicación de DÍEZ PICAZO, cabe afirmar que el autor, recordando que en tiempos en que DE CASTRO escribió su obra fundamental “no resultaba fácil hablar de libertad política”, transcribe un luminoso texto del maestro, en el que señala que las amenazas a la dignidad de la persona provienen del “gran capitalismo con sus organizaciones financieras e industriales, los sindicatos y el tentacular Estado de técnicos y funcionarios, en sus tremendas luchas por el predominio”.

La explicación de DÍEZ PICAZO me persuade de que su maestro acertó sustancialmente en todas las cuestiones clave de la teoría jurídica que en el trabajo se aluden y que sus doctrinas, como se ha afirmado por muchos, están interiorizadas y aceptadas hoy por la mayoría y hasta, en cierta medida, por el propio ordenamiento jurídico. Que sus doctrinas nos ayudan a entender el ordenamiento actual y siguen vivas y ofrecen un sustento firme para reflexionar en muchas de las cuestiones que nos siguen preocupando hoy a los civilistas. Este armazón conceptual de DE CASTRO tan sabiamente construido es, además, según creo, coherente con sus reflexiones sobre la “cuestión foral”, reflexiones que hoy seguimos necesitando especialmente, como intento razonar en el presente trabajo.

Sin llegar a negar nada, por supuesto, de lo que afirmó DÍEZ PICAZO, voy a intentar, con enfoque que querría personal y modesto, explicar algo aquí sobre la ideología de nuestro maestro de civilistas. Siempre me ha llamado la atención el porqué un gran jurista que creo que nunca condenó el régimen franquista, régimen esencialmente antiliberal sobre todo en sus cruentos inicios y muy adoctrinador en su antiliberalismo, fue quien acaso mejor defendió las razones para la unificación del Derecho civil español, que es un dogma típicamente liberal en nuestro país desde la Constitución de Cádiz de 1812 (art. 258). Y no cabe duda de que esas posiciones sobre el Derecho privado eran coherentes con su gran preocupación por la vertebración de la nación española, tema muy presente en algunos de sus trabajos y que, curiosamente, también compartió en realidad, además de con pensadores muy conservadores, con casi todos los grandes intelectuales liberales españoles de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Y en un tema tan importante como las fuentes del Derecho, DE CASTRO defendió con todo el énfasis, aunque con argumentos más históricos que filosóficos y algo peculiares, la supremacía de la ley sobre la costumbre, y que la jurisprudencia no fuera fuente del Derecho, que entiendo que son ideas clave en nuestro liberalismo jurídico y, más en general, en la nueva sociedad que alumbró la revolución burguesa en la Europa continental. Con palabras de DÍEZ PICAZO, “concebía el Derecho civil como una colaboración con la obra constructiva del Estado”. Surge así casi espontáneamente la pregunta de hasta qué punto era DE CASTRO un liberal, pregunta que cabría afirmar que intentó contestar Antonio HERNÁNDEZ GIL en 1973 entiendo que tratando de demostrar que DE CASTRO era más liberal de lo que parecía o de lo que muchos pensaban.

Las reflexiones de HERNÁNDEZ GIL en 63 páginas sobre el pensamiento esencial de DE CASTRO recibieron una respuesta muy crítica del propio autor examinado, en un trabajo en el que acusaba a HERNÁNDEZ GIL de haber entendido mal y deformado todo lo que él había dicho y escrito repetidamente en su Derecho civil de España de 1949. En este contundente trabajo DE CASTRO le critica a HERNÁNDEZ GIL que se fuera apartando del iusnaturalismo; y que le calificara a él como partidario del sincretismo metodológico; y como pluralista. Defiende DE CASTRO sus ideas filosóficas y jurídicas, que he intentado antes resumir siguiendo a su discípulo DÍEZ PICAZO. No llega a criticar el régimen liberal de partidos, pero sí la clase de política liberal que limita lo jurídico al legalismo.

Y es cierto que las bienintencionadas interpretaciones de HERNÁNDEZ GIL sobre DE CASTRO se ven como muy discutibles si se atiende a la explicación sintética y, según él mismo reconoce, con apreciable modestia, “apresurada”, que da al inicio de su Derecho civil de España de todas las doctrinas y filosofías modernas con las que se muestra bastante crítico, incluyendo a personas de la talla de GROCIO, KANT o DARWIN, sin los cuales es sencillamente difícil de concebir el pensamiento moderno y actual. A todas las demás teorías, incluidas las mencionadas, opone en 1949 De Castro “la roca irrompible del Derecho natural y de la revelación divina”. Hoy creo que resulta claro que el rígido esquema filosófico y religioso de DE CASTRO no era genéricamente exportable en 1949 al resto del mundo, ni podía tampoco convencer a todos en España. Por entonces ya llevaba un año publicada la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU de 1948.

Como subrayó DÍEZ PICAZO, DE CASTRO fue, al menos gran parte de su vida, ideológicamente una persona muy fiel al ideario católico tradicionalista, iusnaturalista y tomista. Su sabia obra está un poco escorada hacia la espiritualidad que él identificaba solo con el catolicismo anterior al Concilio Vaticano II. Y su defensa de la Hispanidad responde un tanto a cierta fe en una pretendida “misión histórica” de España, idea que el franquismo utilizó en bastantes momentos.

Las explicaciones de DE CASTRO presentan un cierto desapego por el liberalismo y un acusado carácter personal y nacionalista español, y en su filosofía y en ese ropaje terminológico es donde se ve más aquello en lo que no acertó, o no del todo, el gran civilista. No acertó en su valoración demasiado crítica de las filosofías que alentaron la Ilustración (KANT, sobre todo, según se suele reconocer); o en que no era realista pretender, como pedía, un Derecho civil que, como los edificios de granito, durara siglos, ni convertir a los juristas en casi unos sacerdotes de la Justicia; o en pretender que la religión católica y el Vaticano podrían sustraerse a la Historia y a las consecuencias enormes de la Segunda Guerra Mundial, una de las cuales fue sin duda, algo tardía, el Concilio Vaticano II al principio de los años sesenta del siglo XX. También omitió DE CASTRO, al parecer, hasta donde conozco sus ideas, que el separatismo que veía con mucha desconfianza había estado siempre alentado también por el catolicismo.

Sin embargo, y como he mostrado al principio de mi explicación de este epígrafe, al final, DE CASTRO en lo importante vino a coincidir, y aun a superar en la argumentación cuando fundamentaba sus ideas, con los grandes juristas liberales de nuestro siglo XIX, tanto anteriores como posteriores y protagonistas de la Restauración canovista de 1875 y autores del Código civil (para nuestro autor, y su posición tuvo gran eco, “una buena obra española”, de la que subrayó como nadie su entronque con la muy rica tradición jurídica castellana); juristas liberales, por cierto, casi todos católicos más o menos fervientes. Una cierta paradoja del maestro acaso exista en que, esforzándose en repudiar el basamento filosófico del liberalismo, se convirtió en un formidable defensor de algunos de los principios esenciales (la dignidad de la persona, sobre todo, y una codificación unificadora: no de las libertades públicas y separación de poderes, que estaban excluidos bajo el franquismo) de la construcción del Estado burgués moderno y eficiente y regido desde el Derecho estatal y además muy consciente de que, aunque pudiera parecer lo contrario por el indudable sesgo egoísta y burgués del Derecho decimonónico, los pobres y los débiles y, entre ellos o con ellos, los consumidores, estaban en realidad también interesados en la empresa y en encontrar su sitio e influir en el nuevo orden social. Y una parte de esta paradoja, en la que creo que coincide con CASTÁN TOBEÑAS, es que tras la enfática adhesión al iusnaturalismo cristiano, en realidad se muestra muy próximo a la regulación del Código civil y a su fiel y burguesa interpretación por el Tribunal Supremo. O sea, que se muestra DE CASTRO en realidad, en lo concreto, me parece, si no un tanto positivista, al menos muy flexible en su iusnaturalismo. Se ha afirmado del Código civil que fue el gran éxito de los juristas de la Restauración. Que juristas como DE CASTRO o CASTÁN lo aceptaran de buen grado significa que aceptaban en buena medida la parte económica de la revolución burguesa, en parte avalando la aceptable técnica y mejora de la seguridad jurídica por el CC, aunque no reclamaran o se opusieran, al menos tácitamente y mientras duró el franquismo, a la libertad religiosa y a las libertades en general.

DE CASTRO falleció el 16 de mayo de 1983, ya en democracia y gobernando el PSOE, a los 79 años de edad. Desconozco si publicó en la etapa final de su vida escritos con ideas que se aproximaran en alguna medida a las democráticas o nítidamente liberales. Para quien tanta importancia había dado a la persona en sus escritos, parece que la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU de 1948 pudo ejercer un fuerte atractivo intelectual, aunque esa Declaración no coincida exactamente con ninguna de las religiones existentes y amparen, desde luego, la aconfesionalidad de los Estados. En esta España en la que tanto dinero público se gasta en promocionar las “señas de identidad” de ciertas regiones, estaría bien que en 2023 alguien, con ese mismo dinero, organizara unas jornadas para pensar sobre la obra de DE CASTRO y el actual Derecho civil español.

IV. LAS CONCLUSIONES DEL CONGRESO DE JURISCONSULTOS DE 1880-1881, DESPRECIADAS Y OCULTADAS POR EL FORALISMO RADICAL.

Conviene una alusión al significado de las Conclusiones del Congreso de Jurisconsultos Aragoneses de 1880-1881, que DE CASTRO no conoció, como tampoco las habían conocido antes ALONSO MARTÍNEZ; ni acaso Antonio MAURA (aunque sí las conoció su colaborador Marceliano ISABAL, quien les dio trato un tanto despectivo en la Introducción a su buen manual de Derecho aragonés de 1926) al preparar el proyecto de Apéndice aragonés de 1925; ni LACRUZ BERDEJO al preparar, en un Seminario con amigos y discípulos suyos, los borradores de la Compilación aragonesa de 1967, ni al escribir en su Manual sobre el asunto en 1982; ni LALINDE al escribir su muy buen libro sobre los fueros de Aragón de 1976. A DE CASTRO le hubiera alegrado conocer estas Conclusiones porque le habrían confirmado en su tesis de que el Derecho castellano, como Derecho común, había penetrado profundamente en la sociedad española, e incluso que había penetrado en el siglo XIX muy hondamente, al menos aquí en Aragón y aquí ya al menos desde el inicio del siglo XVIII, como vimos que estaba legalmente ordenado desde 1713, y la idea de unificar a la larga el Derecho civil español, extendiendo en lo posible por toda España la influencia de aquel Derecho castellano y común.

El Congreso de Jurisconsultos Aragoneses, convocado por Joaquín GIL BERGES, se inauguró con un discurso de este jurista el día 4 de noviembre de 1880 y tuvo su sesión final el 7 de abril de 1881. Aunque su idea inicial y reglamentaria fue más bien redactar un Código civil aragonés con articulado incluido que fuera aprobado formalmente por el Congreso, al final, tras redactar y votar un número muy importante de conclusiones, en esa última sesión de 7 de abril de 1881, como últimos acuerdos, se eligió una “Comisión codificadora” de 16 individuos, a la que se otorgaron “amplias facultades para armonizar prudencialmente las conclusiones acordadas por el Congreso, de acuerdo con los principios fundamentales comprendidas en las mismas”. Esta tarea, sencilla en cuanto a las numerosas supresiones pero no en cuanto a concretar las directrices de reforma de algunas instituciones, no la realizó, lamentablemente, la mencionada Comisión. Esta se limitó, constituida el 10 de noviembre de 1881, a solicitar a los letrados de todos los partidos judiciales de Aragón, acogiendo una petición de Joaquín COSTA, que aportaran información sobre costumbres aragonesas que conocieran. Ello debido a que COSTA había retirado su inicial petición de que se aprobaran y se pusieran por escrito en las Conclusiones (y posteriormente en el Código aragonés) una serie de costumbres altoaragonesas. Solo contestaron a la Comisión los abogados de Sos y de Albarracín, con información de poco valor, y el previsto articulado formado desde el conjunto de las Conclusiones no se llegó a redactar ni a presentar por la Comisión al Congreso de Jurisconsultos para su aprobación definitiva. Pero nos quedan las Conclusiones aprobadas (provisionalmente, si se quiere) de gran concreción y claro significado. Durante mucho tiempo el modo más fácil de conocer estas Conclusiones era a través del libro de Joaquín COSTA “La libertad civil y el Congreso de Jurisconsultos Aragoneses”, editado en 1883 y que se hizo con el tiempo algo difícil de encontrar. Últimamente también las ha incluido, con acierto, en el primero de sus dos volúmenes, publicado en 2005-2006 por la Institución Fernando el Católico, el libro “Los Proyectos de Apéndice del Derecho civil de Aragón”.

Los juristas aragoneses que votaron en el Congreso de 1880-1881, miradas con cuidado esas conclusiones, se ve que decidieron suprimir o reformar radicalmente, para acercarlos al Derecho castellano, que veían con razón en general como superior, la amplia mayor parte de su Derecho foral. Aquellos juristas aragoneses, católicos todos o casi todos y que ya podían y querían opinar sin la sombría censura de la Inquisición, apoyaron, en la línea de nuestros ilustrados y muchos de ellos con probable conocimiento del buen Proyecto de CC. de GARCÍA GOYENA de 1851, la idea de una propiedad privada plena e individualista y de libre disposición en el mercado y con las menores trabas posibles; dejar atrás las instituciones de raíz medieval o feudal (sucesión intestada troncal, cuyo alcance se propuso oscuramente reducir; consorcio o fideicomiso foral; derecho o retracto de abolorio); preferir el testamento unilateral y revocable, o la disposición de los propios bienes irrevocable (donación), al pacto sucesorio y universal irrevocable, que era entonces visto como algo feudal o una forma de dividir la propiedad privada y una traba sucesoria a su libre circulación sobre todo de los inmuebles (con cierto paralelismo a los mayorazgos castellanos); y organizar la familia, recurriendo a normas estatales imperativas, sobre la base o idea urbana de la familia nuclear y superioridad del marido; tendiendo a abandonar la gran influencia en el Derecho consuetudinario altoaragonés de ideas o características propias de la familia patriarcal o familia amplia rural campesina; imponer como régimen económico matrimonial legal un sistema de bienes gananciales, además sin aventajas y sin comunidad conyugal continuada; y realizar en materia de obligaciones, una remisión genérica, con mínimas excepciones, al Derecho castellano. Entre las pocas instituciones que se querían, con acierto, conservar destacaría la viudedad foral y la fiducia sucesoria. Además, hay que reconocer que no todas las propuestas de supresión o reducción drástica de instituciones tradicionales hechas en 1881 fueron acertadas: no lo fue, sobre todo, la propuesta de supresión del testamento mancomunado, que era institución secularmente arraigada y que sigue teniendo hoy día muy amplia vigencia. Y no era, en rigor, institución “feudal” ni contraria a los ideales ilustrados.

Nuestros juristas de 1880-1881 se mostraron en Aragón, a diferencia de la doctrina aragonesa publicada de los últimos cien años, bastante liberales y antiforalistas y muy poco receptivos o ambiguos frente a las pocas y reaccionarias ideas que Joaquín COSTA defendió con énfasis en el Congreso, ideas que en ningún caso aceptaron los congresistas de forma sustancial y en otros las rechazaron con rotundidad.

Las Conclusiones del Congreso de 1881, tan ilustrativas, siguen hoy, en interés del predominio foralista, ignoradas por la práctica totalidad de los juristas aragoneses.

El interrogante histórico que cabe plantear, y sobre el que no se ha reflexionado hasta ahora en Aragón, es el de porqué las claras, inteligentes y bien elaboradas Conclusiones de 1881 no se publicaron y difundieron en Aragón y en España, o no se comunicaron al Gobierno español, al Ministerio de Justicia, o a la Comisión General de Codificación. Me parece claro que objetivamente tenían más importancia y valor orientativo y político que la Memoria de Luis FRANCO y LÓPEZ (de 1880, con una Adición de 1893), en cuanto que más representativas del jurista aragonés medio y, muy probablemente, del conjunto de la población aragonesa. Y todavía se estaba a tiempo, de haberse conocido ampliamente y en el Gobierno de Madrid, de redactar con poco esfuerzo un pequeño Apéndice de Derecho aragonés, inspirado en las Conclusiones del Congreso, con unas pocas instituciones que conviniese “conservar por ahora”, conforme al plan que acabaría inspirando la Ley de Bases de 11 de mayo de 1888 sobre que se basó el Código civil. La idea por entonces, como se puede ver en la normativa de rango inferior a la ley de la época, era hacer los apéndices a la vez que el Código civil o inmediatamente después.

Es cierto que el momento era complicado para la política española. Estaban recientes todavía los sufrimientos, muertes y daños de la tercera guerra carlista, terminada en 1876; y la guerra en Cuba, que había empezado el 10 de octubre de 1868 y que duraría 30 años, estaba lejos de una solución, visto el empecinamiento desde España en mantenerla. Y ese mismo año de 1881 hubo en Londres un Congreso anarquista que recomendaba los atentados, lo que se empezó a notar en Barcelona desde el otoño de 1893. El 8 de agosto de 1897 fue asesinado CÁNOVAS.

Aun así, siempre he señalado que cabía una cierta duda sobre si GIL BERGES y sus afines, de ideas muy regionalistas o federalistas, no compartidas por la mayoría de los aragoneses, prefirieron evitar la aprobación formal por el Congreso aragonés de un pequeño Apéndice con artículos, que no “Código”, Apéndice novedoso y moderno, perfectamente publicable, si se hubiera asumido por el legislador, como anexo al Código español, y que a ellos no les hubiera gustado nada. Y que cabía duda sobre si quisieron dejar que, como en efecto ocurrió, silenciándolas y por desconocimiento general, las Conclusiones del Congreso fueran cayendo en el olvido. El extenso Proyecto de Apéndice de 1904 que se redactó, incluyendo propuestas de Joaquín COSTA, por una pequeña comisión presidida por GIL BERGES estaba en las antípodas ideológicas de las Conclusiones de 1881 y acabó teniendo bastante influencia en el Apéndice foral de 1925. Considero totalmente infundada la afirmación de DELGADO de que el Código aragonés que buscaba GIL BERGES en 1880 era un Código “en la tradición ilustrada y revolucionaria”. Para ello le hubiera bastado apoyar con entusiasmo las Conclusiones de 1881 y la unificación del Derecho civil español. Por otra parte, la duda que yo había señalado sobre si GIL BERGES y sus seguidores habrían sido capaces de despreciar deliberadamente en 1904 las conclusiones del Congreso y la opinión aragonesa mayoritaria de los juristas, se ha desvanecido al conocer la información aportada en 1890, solo 9 años después de la finalización del Congreso, por el profesor SÁNCHEZ ROMÁN (información que aporto por primera vez y que no he visto señalada por nadie), de que en esa fecha se había redactado un primer borrador de Apéndice por una Comisión de ocho miembros ya presidida por GIL BERGES y patrocinada por la Diputación de Zaragoza; borrador que introducía las ideas de COSTA sobre fuentes del Derecho y muchas otras de las rancias ideas que el Congreso había rechazado en sus Conclusiones.

Así que estos ocho señores (no estaba entre ellos el mejor, Luis FRANCO y LÓPEZ), derrotados ideológicamente en el Congreso, se erigían en guardianes de las esencias del Derecho aragonés y pretendían imponer sus ideas, derrotadas en las votaciones, por la puerta de atrás. Fracasó ese borrador de 1890, que acaso ni se publicó, pero nadie pudo evitar que a la larga esas ideas acabaran imponiéndose a los aragoneses. El prestigio les venía a esa minoría foralista radical, supongo, de que sabrían algo de latín y tendrían mayor familiaridad con el difícil y oscuro cuerpo normativo de los Fueros y Observancias que el resto de los juristas aragoneses. Pero esa ventaja se convirtió en un inconveniente cuando los juristas foralistas se abrazaron visceralmente a la defensa de lo antiguo, además “congelado” y envejecido desde 1711, y quedaron en desventaja intelectual frente al común de los juristas aragoneses que habían interiorizado gradualmente, por simple inmersión desprejuiciada en la sociedad de su tiempo, las ideas profundas de la Ilustración y del liberalismo, conforme a las cuales votaron en 1881. Despreciar esas ideas modernas es el gran error, que dura todavía y causa daño a los aragoneses actuales, del foralismo radical aragonés. En una muy extensa monografía foralista aragonesa publicada en 2018, citada en este trabajo, de 582 páginas, he mostrado en nota que el autor no se había leído en absoluto las conclusiones del Congreso de 1881. El foralismo invoca el historicismo y la “verdad histórica”, pero en realidad no la busca ni le interesa. Le mueve la ideología y busca la influencia social y hasta académica. Diría con DE CASTRO que no busca una “solución de razón”, ni discutir la “validez intrínseca” de las instituciones, sino una solución de fuerza; de pasión; de política alicorta.

Aunque, como se ha explicado en nota, los foralistas aragoneses tienden a minimizar u ocultar o deformar el significado histórico del Congreso de 1880-1881, muy difícil de encajar en su relato histórico-jurídico, lo cierto es que sus conclusiones son muy claras, ilustrativas y coherentes con la historia decimonónica de la mayor parte de Aragón y, muy en particular, de la ciudad de Zaragoza, que, con ciertos antecedentes anteriores, puede considerarse que fue siempre, y de forma creciente y paralela a la evolución general de España, una ciudad muy liberal en el siglo XIX. Desgloso posteriormente esta afirmación, pero no sin antes recordar que tanto la Ilustración española como la propia revolución liberal y burguesa española, fueron en general más moderadas o tímidas que las correspondientes a Francia o, incluso, a Inglaterra. Se ha afirmado autorizadamente que los ilustrados españoles nunca fueron tan lejos como los filósofos franceses y no pusieron en tela de juicio ni el poder absoluto del monarca ni la religión. Eran anticlericales pero no antirreligiosos. De la Constitución de 1812 sabemos que acogió con énfasis la religión católica como religión oficial del Estado (art. 12) y que no abolió la esclavitud, pese a que la había abolido para sus colonias Francia en 1793 en la Convención Nacional y en el Reino Unido se había abolido en 1807 y lo mismo Simón Bolívar en las tierras que conquistó (Venezuela, primero) desde 1816. Cabe afirmar en desdoro del liberalismo español decimonónico que hubo muy pocas voces críticas con la persistencia de la esclavitud en territorio español y que, donde el problema era política y económicamente más trascendente, por la existencia de unos 300.000 esclavos, que era en Cuba, la abolición no llegó hasta dos Decretos de Alfonso XII de 17 de febrero de 1880 y otro complementario de 1886, que venían a cumplir la promesa formulada a los rebeldes o patriotas cubanos por el general MARTÍNEZ CAMPOS en 1878, durante unas negociaciones de paz.

Recuerdo algunos hitos de la historia de ese Aragón nítidamente liberal. Bajo CARLOS III, en Zaragoza cuajó y tuvo notable vitalidad, a diferencia de otros muchos lugares, como iniciativa propia de la Ilustración y con la ayuda del poderoso Conde de ARANDA (aragonés), la idea de crear una Sociedad Económico Aragonesa de Amigos del País. La buena y muy influyente obra de finales del siglo XVIII de Ignacio Jordán de ASSO (éste prestigioso ilustrado aragonés) y Miguel de MANUEL y RODRÍGUEZ, “Instituciones del Derecho civil de Castilla”, con multitud de ediciones, varias posteriores a 1789, recordaba como algo muy injusto y equivalente a la esclavitud, al explicar el concepto de “nobleza”, el poder de los señores laicos de vasallos aragoneses de matar al campesino de hambre, sed o frío, asunto que, antes ya denunciado crudamente por Melchor de MACANAZ, ocupó como tema importante, lógicamente, a muchos de los historiadores o juristas que estudiaron en el siglo XIX el Derecho aragonés histórico. Cabría afirmar de estos estudiosos que cuanto más entusiasmo demuestran por las “libertades aragonesas” más soslayan o se desinteresan del duro y atrasado carácter estamental de la sociedad aragonesa del Antiguo Régimen (caso de Manuel LASALA y XIMÉNEZ de BALLO; o Braulio FOZ; p. ej.); y lo contrario, tanto mayor énfasis ponen en el carácter estamental e injusto y cruel y atrasado de aquella sociedad, cuanto más explican las “libertades aragonesas” como privilegios estamentales de unas minorías y no de la generalidad de la población (p.e., Antonio de la ESCOSURA y HEVIA; Pedro José PIDAL y CARNIEDO, Marqués de PIDAL; Manuel DÁNVILA y COLLADO; Vicente de la FUENTE; Francisco de CÁRDENAS ESPEJO; Eduardo HINOJOSA y NAVEROS; Gumersindo de AZCÁRATE; etc.). Joaquín COSTA, que se desinteresó en su obra de todos los anteriores, fue un caso aparte. Proyectó escribir, sin alcanzar su redacción definitiva, el libro “Historia crítica de la Revolución española”, que le terminó de completar y prologó, creo que muy benévolamente, en su edición de 1992 del Centro de Estudios Constitucionales, Alberto GIL NOVALES. Por mi parte, sobre la obra más jurídica de COSTA he concluido en ocasiones anteriores que defendió las fuentes del Derecho típicas del Antiguo Régimen y, en general, los residuos decimonónicos en el Pirineo de la sociedad estamental empobrecida; sociedad estamental que no llegó nunca a entender cabalmente, así como tampoco las claves profundas de la revolución burguesa. Ya vimos que COSTA, que se presentó al Congreso de 1880-1881 con aureola o pretensiones de gran teórico del Derecho, no convenció en casi nada a los sensatos juristas allí asistentes.

Bajo los Sitios de Zaragoza (1808) frente al poderoso ejército napoleónico, es sabido que lucharon tenaz y heroicamente, juntos, conservadores y absolutistas con muchos liberales, destacando con frecuencia en heroísmo más estos que aquellos. El lúcido liberal que fue Benito PÉREZ GALDÓS, entre otros méritos más conocidos, describió con gran cariño por los liberales aragoneses la gesta de Los Sitios en sus “Episodios Nacionales”. La persecución de liberales emprendida por Fernando VII alcanzó a liberales aragoneses muy destacados, como Isidoro de ANTILLÓN (diputado en Cádiz y víctima de un salvaje atentado y que murió cuando lo trasladaban, muy grave, a presidio para ejecutarlo) o como Alejandro OLIVÁN y Joaquín ESCRICHE, que tuvieron que exiliarse en Francia. Francisco de GOYA, amigo de muchos liberales y afrancesados, partió para Burdeos en 1824 en tiempo de intensa represión contra los liberales, aun sin haberse significado con demasiada claridad en sus ideas. La ciudad de Zaragoza, y ello resultó decisivo para su éxito, fue una de las primeras (aunque luego todavía hubo allí un contragolpe de efecto provisional de los absolutistas) que apoyó el levantamiento constitucionalista de Rafael de RIEGO de 1820 frente a FERNANDO VII. Desde noviembre de 1820 RIEGO fue Capitán General de Aragón, donde se esforzó, en una Zaragoza con poderosas fuerzas conservadoras y serviles, por defender las ideas liberales mediante el impulso de “sociedades patrióticas” bajo la formal lealtad a FERNANDO VII. Tras la invasión de España por los Cien Mil Hijos de San Luis, y la derrota de la pequeña parte del Ejército que se les opuso, RIEGO fue públicamente ahorcado y decapitado en Madrid el 7 de noviembre de 1823, cuando ya se había iniciado en toda España una sañuda persecución de liberales y afrancesados (Década Ominosa). El 5 de marzo de 1838 Zaragoza rechazó con éxito un intento de las tropas carlistas de ocupar la ciudad, dándose un importante apoyo de la población a la guarnición militar, en ese momento un tanto disminuida. No se conoce ninguna crítica jurídica doctrinal aragonesa al Proyecto de GARCÍA GOYENA de 1851 que se proponía suprimir en un futuro Código civil todos los derechos forales. El General Baldomero ESPARTERO, principal artífice de la victoria liberal en la primera guerra carlista, y que acabaría siendo Regente en un periodo confuso de nuestra Historia, gozó siempre en Zaragoza de una gran popularidad, hasta el punto de que, cuando fue desplazado del poder, en julio de 1843, por una sublevación encabezada entre otros por los generales Francisco SERRANO y Ramón María NARVÁEZ, fue apoyado por Zaragoza hasta el último momento cuando, finalmente, tuvo que partir para el exilio. En ese momento era Alcalde de Zaragoza Luis FRANCO y LÓPEZ, acaso el mejor foralista aragonés del siglo XIX, que fue partidario de ESPARTERO en su juventud y canovista en su etapa final. En fin, como he advertido en ocasiones anteriores, muchos de los asistentes al Congreso de 1880-1881 bien podrían haber sido nietos, o incluso hijos, de los que lucharon y vivieron los terribles días de los Sitios de Zaragoza de 1808 o de la sañuda persecución de liberales por FERNANDO VII durante la Década Ominosa (1823-1833). Por lo demás, juristas aragoneses como Joaquín GIL BERGES o Marceliano ISABAL, ambos republicanos federalistas y muy entusiastas del Derecho foral, acaso habrían perdido prestigio en 1880-1881 ante los restantes juristas aragoneses, por su notable protagonismo político en el radical Sexenio democrático (1868-1874) y por el innegable fracaso, con los desastres y abusos del cantonalismo, de la Primera República.

Un poco antes de eso, SAVALL y PENÉN, en las últimas líneas del erudito y valioso Discurso Preliminar a su edición de 1866 de los Fueros y Observancias de Aragón, afirmaban, algo dolidos, que la legislación aragonesa “pocos la estudian y muchos la miran con soberano desdén, cual si fuese la de un pueblo semisalvaje”. Pues acaso algo tuviera que ver ese concepto pesimista tan extendido entonces sobre el Derecho del Reino de Aragón, con la gran violencia político social habida en Aragón hasta el siglo XVI y con que sus nobles laicos hubieran sido durante muchos siglos “señores de horca y cuchillo”.

V. EL MUY ARAGONESISTA APÉNDICE FORAL DE 1925.

El Apéndice foral de 1925, elaborado en la Comisión de Codificación por Antonio MAURA, que realizó un anteproyecto en 1923 y con otros buenos juristas como DE DIEGO y el aragonés Marceliano ISABAL, fue mucho más aragonesista y más antiliberal que las peticiones del Congreso de 1880-1881. Rechazó o no incluyó, acaso porque ni las llegaron a conocer bien sus autores, la mayoría de las acertadas peticiones de supresión o reforma profunda del Derecho civil aragonés que el Congreso había formulado. Había faltado, aparte lo explicado sobre el libro de COSTA, una publicación eficaz de las Conclusiones de 1881, aunque hubo una, dificilísima de encontrar, de un autor particular, D. Eduardo NAVAL y SCHMIT. Y en la interesante Introducción de su buen libro sobre Derecho aragonés de 1926, ISABAL despachaba el Congreso de 1881, eludiendo recoger ni valorar sus Conclusiones, en pocas líneas, en las que solo aludía a la Conclusión sobre el capítulo preliminar del proyectado Código.

Pero el Apéndice dio un paso de gigante, frente a los Fueros y Observancias, aunque no en absoluto en coherencia ideológica liberal, pero sí en la técnica jurídica utilizada y en cuajar un verdadero sistema legal moderno. Temas decisivos, como la legítima o la sucesión intestada troncal o el régimen de comunidad de bienes y ganancias como régimen legal de la economía matrimonial, prácticamente ininteligibles en los Fueros y Observancias, quedaron bastante claros en su regulación de 1925; y se mejoró también la regulación de la viudedad foral y del estatus del menor mayor de 14 años, regulación la última inventada entonces y que aún permanece. En los capítulos matrimoniales se introdujeron, con acierto, dos normas, que no estaban claras en las fuentes históricas, como la exigencia en todo caso de escritura pública y la posible modificación postnupcial de los capítulos. Y temas que se habían apoyado hasta entonces en una brumosa base consuetudinaria, como los pactos sucesorios, el testamento mancomunado o la fiducia sucesoria, quedaron ya clara y bastante mejor regulados por ley. En cuanto a la intervención de los parientes en la vida familiar se reguló por ley en media docena de casos y se permitió pactarla, como era tradicional, en capítulos matrimoniales que pudieran contener pactos sucesorios (o sea, salvo la figura de una Junta de Parientes típica e introducida por ley en 1967, lo mismo en esencia que hoy tenemos). Y fue un gran acierto suprimir el consorcio o fideicomiso foral, atendiendo la petición unánime y muy racional de los congresistas de 1880-1881.

A pesar de ello fue injustamente acusado el Apéndice por muchos foralistas de opresivo contra el aragonesismo y de haber mutilado al Derecho aragonés sus “fuentes” propias (las defendidas, con error, según podemos saber hoy, por COSTA). DELGADO ECHEVERRÍA llegó a calificar, con claro desacierto, al Apéndice de “magra, enteca y tardía respuesta” dada “desde Madrid” a los deseos de los aragoneses. Por mi parte, y tras DE CASTRO, he considerado siempre, desde que lo estudié, al Apéndice como una ley, con defectos, pero inteligente y de mucho mérito, dada la deficiente y arcaica normativa histórica en latín muy degradado que el nuevo texto intentó y consiguió resumir y poner en castellano y con técnica moderna. Si resultó opresivo el Apéndice para alguien, lo fue para los juristas liberales aragoneses que quisieran en 1925 (presumiblemente muchos, como en 1881, aunque falten testimonios escritos de ello) modernizar su bastante arcaico Derecho y acercarse a la unificación del Derecho civil español.

Afirma DELGADO en su Manual, desde su rechazo al Apéndice, que ISABAL, federalista y republicano, escribió su buen manual de Derecho civil aragonés tradicional de 1926, presentado mediante un articulado, como para descargar su conciencia por haber colaborado con la política centralista a redactar en Madrid el Apéndice de 1925. Sin embargo, es fácil demostrar que esto no es cierto. En las páginas iniciales de su libro ISABAL describe como muy confusa y socialmente insuficiente la situación de inseguridad jurídica que producía la vigencia de la vieja legislación foral; y afirma que solo una pequeña minoría de juristas aragoneses pretendían que la reforma legal se hiciera desde Aragón, explicando que allí era muy minoritaria la idea de un publicista español, como PÍ y MARGALL, de que debiera haber parlamentos regionales además del nacional. Además, el libro va precedido de un prólogo de MAURA muy elogioso hacia ISABAL, en el que le reconoce entusiasmo por el Derecho aragonés y capacidad crítica sobre el mismo, y seguido de una carta de ISABAL publicada en un periódico a la muerte de MAURA, e incorporada al libro, al final, en la que ISABAL elogia a MAURA y explica, poniendo ejemplos de ello, que MAURA era más foralista que centralista. Ambos juristas, que trabajaron juntos en edad ya avanzada de ambos y retirados ya de la política, es claro que tuvieron buena sintonía, lo que es entendible porque eran liberales con pensamiento social muy conservador y regionalista. En la Zaragoza de los años veinte había una gran crispación política con fuerte influencia del anarquismo, que incluso cometía atentados terroristas. Es lógico que el viejo republicano aragonés se sintiera políticamente cerca del también mayor político liberal conservador. Y ambos quedaron satisfechos de su obra legal.

El Apéndice fue el primer desarrollo legal tras el Código civil español de un Derecho foral que, reflotando institutos forales históricamente hundidos o en trance de extinción o hundimiento (no suprimió ninguna de esas instituciones aragonesa arcaicas), inició un alejamiento de la sana y bien orientada aspiración liberal a la unificación de nuestro Derecho civil español.

VI. LA VALORACIÓN FAVORABLE Y DESCONFIADA DE F. DE CASTRO SOBRE EL CONGRESO DE ZARAGOZA DE 1946.

Cuando se convoca el Congreso Nacional de Derecho foral de Zaragoza de 1946, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, el franquismo estaba en una etapa de relativa debilidad. A finales de 1946 los esfuerzos del Gobierno de la República en el exilio habían logrado que La Asamblea General de la ONU, el 12 de diciembre de 1946, condenara a FRANCO y recomendase la exclusión de la ONU de la España franquista a los organismos internacionales. Por eso, creo que para el franquismo reunir un Congreso como el que se preparó, desde luego que controlado todo allí por políticos y gentes del régimen (vid. Decreto de 23 de mayo de 1947, siendo Ministro de Justicia en 1946 ITURMENDI BAÑALES), pudo ser una operación para dar una cierta imagen liberal.

Las conclusiones del Congreso, en esencia, fueron el mantener a largo plazo la aspiración históricamente liberal al logro de un Código civil general para toda España, pero logrado a través de una etapa intermedia de estudio de los diversos derechos forales que permitiera conocerlos mejor, dado que, ciertamente, estaban entonces en un estado de extrema postración y desconocimiento. Se afirmaba que esta etapa de estudio permitiría descubrir un “sustrato nacional común” y, con esa base y tras una etapa de redacción y aprobación de unas “compilaciones”, se celebraría, parece, un Congreso de juristas que permitiría la redacción de ese futuro Código Civil General.

Las conclusiones del Congreso fueron bien acogidas tanto por el régimen franquista como por la mayoría de los civilistas españoles, y entre ellos por DE CASTRO. Ahora bien, DE CASTRO consideró criticable el método que mayoritariamente se proponía, y que acabó prevaleciendo, de formar unas comisiones técnicas por territorios. Y argumentó que si las compilaciones se entregaban a especialistas de los diversos territorios se corría el “riesgo de que las comisiones tiendan a la exageración de las diferencias y de que se aumente artificialmente la diversidad jurídica”. Y en fin, añadía DE CASTRO, el sistema suponía una doble transición (de lo entonces actual a las futuras Compilaciones y de estas al Código general), lo que, por su complejidad, podría suponer inseguridad jurídica, lesión de intereses y posibles injusticias.

Por dichos temores, el profesor DE CASTRO propuso otro método alternativo. Estudio comparado de los Derechos forales por “comisiones de juristas” de todos los territorios (y atribuía la idea en nota al catalán DURÁN y BAS), que en base a ello redactarían proyectos de leyes generales sobre instituciones determinadas con efecto derogatorio tanto de los Derechos forales como del Código civil. Proponía utilizar (y en esto se acerca, en la letra, a algunas afirmaciones de COSTA, como puede verse al inicio de mi libro de 2009) el mismo “rasero” para todas las instituciones, buscando las “intrínsecamente mejores y más adecuadas a la vida española”. Y proponía también abandonar las ideas extrañas a nuestro Derecho nacional. Esto, debido a su exacerbado nacionalismo, me parece que era más discutible, contradictorio con su idea de la búsqueda de lo “intrínsecamente mejor” y, aunque eso en 1949 era impredecible, empobrecedor visto hoy, además, en el actual contexto europeísta y globalizado.

La propuesta doctrinal de DE CASTRO, de haberse aceptado y llevado a cabo, hubiera podido conducir a un Código civil que sintetizara tradiciones diversas y que acogiera instituciones de los derechos forales acaso generalizadas para todo el territorio español, desplazando acaso otras de origen castellano. O sea, en teoría al menos, hubiera podido conducir a un Código civil español único y que satisficiera a todos. En todo caso, era una propuesta honesta, que presuponía que todos aceptaban las conclusiones del Congreso de 1946, votadas por la mayoría, de forma plena, cabal y sincera. Pero esto último acaso no era así del todo. Hay en Aragón un testimonio cualificado, y de persona que intervino en los trabajos de preparación de la Compilación de 1967, que ha afirmado, en 1999, que un grupo de jóvenes foralistas entusiastas, aunque “no todos, desde luego”, siempre vieron la futura Compilación como una meta definitiva y no como una mera fase de transición hacia un final Código Civil General español, al que veían como algo impuesto e inaceptable. Así que la desconfianza de DE CASTRO sobre regionalistas y nacionalistas acaso se quedó todavía algo corta.

En frases como esa del mismo “rasero”, probablemente pensaba DÍEZ PICAZO cuando afirmaba que DE CASTRO no era, en rigor, un antiforalista. Ahora bien, el planteamiento del gran civilista era formalmente generoso, pero íntimamente, creo que estaba convencido, y también tiendo a pensar que con razón, en general, de que la tradición castellana era técnicamente superior, y mejor estudiada, a la de todos los demás derechos forales o de origen medieval en cuanto a la mayoría de las instituciones y a la calidad de los fueros y costumbres. Y tal superioridad técnica creía que existió al menos desde la doctrina castellana de los siglos XVI y XVII cuyos autores él citaba en sus libros con envidiable profusión, y desde las Partidas en adelante, con benéfica influencia también del Ordenamiento de Alcalá de 1348, en cuanto a la legislación y claridad, lograda con esfuerzo sostenido y con visión a largo plazo, de las fuentes normativas castellanas. La propuesta de DE CASTRO, solo esbozada, quedaba pendiente de una difícil concreción en cuanto a los participantes de esas “comisiones de juristas”. Y hubiera requerido, para llegar a buen puerto, una lealtad de todos a la unidad de la nación española además de una sólida formación civilista de los responsables. De otro modo, la tendencia disgregadora hubiera sido también factible por esa vía, como demuestra la experiencia recordada del Apéndice aragonés de 1925.

La idea un tanto aislacionista o ultranacionalista del Congreso de 1946 de que existiera o se buscara un “sustrato nacional común” del Derecho o derechos civiles españoles, pienso, sin embargo, que era un tanto vulnerable o podía dar lugar a equívocos. Y ello, porque las fronteras nacionales, y así las de la actual España, no son demasiado relevantes ante la compleja gestación del Derecho privado europeo, que tuvo fronteras, esencialmente, europeas, cuando además las naciones, entendidas en sentido moderno, no se habían formado todavía.

Por ejemplo, ya he advertido que nuestro civilista señaló con acierto en la Cataluña medieval una influencia “franca” y por razones políticas (y acaso remontaba su pensamiento, como sí hizo más claramente GARCÍA GALLO, hasta Carlos MARTELL y CARLOMAGNO). Sin embargo, tiendo a pensar, aunque seguramente me falta todavía estudio para asegurar mi juicio, por diversas lecturas realizadas, que lo “germánico” que pudiera llegar a Cataluña por influencia “franca”, se debería diluir (o si no, acaso, delimitar frente a) en una influencia más general del “droit coutumier” francés, de origen en parte nobiliario o feudal, del que nacen en Cataluña, pero también, con grados distintos, en Aragón, en Navarra, o en el País Vasco, instituciones “germánicas” (todas o solo algunas, según los territorios). Instituciones como, en el caso de Aragón, los pactos familiares de aspecto sucesorio en capítulos matrimoniales; la fiducia sucesoria; el testamento mancomunado, el consorcio o fideicomiso foral; la comunidad legal continuada; la sucesión legal troncal; o el retracto gentilicio o de abolorio. Lo “germánico” no entró solo en la Península a través del Derecho visigodo, romanizado pero solo en cierta medida. La unificación de nuestro Derecho nacional no se presenta acaso tan distinta a la que hizo el Código Napoleón en 1804, elogiado por DE CASTRO, entre el “droit écrit” romanizado, predominante en el territorio francés del sur o “Midi”, y el “droit coutumier”, predominante más en el norte del territorio de lo que es la actual Francia, pero presente también, aunque estuvieran al sur de la actual Francia, en los Pirineos, y más “germánico” este segundo Derecho consuetudinario.

Joaquín COSTA no acertó a señalar nunca esta importante influencia del “droit coutumier” y de sus pactos familiares en capitulaciones en el Pirineo aragonés y exageró en exceso la originalidad del Derecho aragonés histórico del Alto Aragón. Y eso se lo criticó, cargado de razón, Salvador MINGUIJÓN, al afirmar que el Derecho aragonés acaso había conservado mejor que otros pueblos, y tal vez perfeccionado, instituciones del Derecho germánico medieval, resistiendo la invasión avasalladora del Derecho romano, y que ahora (por 1933) “nos parecen originales o características del Derecho aragonés, instituciones que en otros tiempos fueron de observancia más general”. La famosa “Casa” aragonesa que COSTA nos descubrió a finales del siglo XIX, entonces cierto que apenas conocida entre los mismos juristas aragoneses, y en torno a la cual se articulaban consuetudinariamente y mediante pactos familiares muy antiguos y arraigados la totalidad de las relaciones familiares y sucesorias de la vieja familia campesina patriarcal o amplia, sabemos que existía igual en la vertiente francesa de los Pirineos. Fréderic LE PLAY había observado en 1856 una concreta familia campesina, la familia Mélouga, perdida en las montañas de Lavedan (en la antigua Occitania), que él consideraba prototípica y un símbolo o tipo perfecto de la tradicional “familia troncal” (famille souche). En un estupendo artículo sobre el “droit coutumier” pirenaico, publicado la primera vez en 1956, Paul OURLIAC aceptaba como conclusión de su jugosa descripción de las costumbres montañesas tradicionales francesas (con influencia patente en las costumbres aragonesas “descubiertas” por COSTA) que la familia Mélouga, familia troncal, era en efecto el modelo perfecto de una familia campesina pirenaica que vivía todavía en pleno siglo XIX bajo la ley medieval.

VII. UN CERTERO DIAGNÓSTICO DE F. DE CASTRO SOBRE EL FUTURO DE LA UNIFICACIÓN DEL DERECHO CIVIL ESPAÑOL.

El desarrollo de las compilaciones forales entre 1959 y 1973, en general, y en particular la Compilación aragonesa de 1967, confirmaron los temores de F. DE CASTRO. Lo que predijo en 1949 se cumplió sustancialmente. Fue un diagnóstico y anuncio certero.

En Aragón la Compilación de 1967 que preparó durante siete años un Seminario dirigido por mi maestro el profesor LACRUZ BERDEJO, fue magnífica en cuanto a mejora de la sistemática del Apéndice de 1925, y del castellano y del lenguaje técnico empleados. Pero LACRUZ, que era muy regionalista, realizó su labor entre los 40 y los 47 años de edad, estos últimos los que creo tenía en 1967, y sin haber alcanzado aún la plenitud de su madurez como gran jurista, en mi opinión, plenitud y categoría de gran jurista poco más adelante incuestionables y generalmente reconocidas. LACRUZ, de ideas sociales bastante conservadoras (aunque no franquista: fue desde joven y toda su vida demócrata cristiano y bastante activo) no pudo o quiso impedir, por eso, que la Compilación de 1967 fuera muy continuista del Apéndice, que ya he señalado fue ley demasiado respetuosa de la familia patriarcal extensa campesina, y bastante conservadora del foralismo rancio, de inspiración medieval y tradicional. El Seminario dirigido por mi maestro no acertó a distinguir lo que era o no anticuado tras la revolución burguesa, cuyos principios, pese al franquismo, sentaron los muros maestros de la sociedad española y organizaban ya, aunque sin libertad política, pero dando preferencia a la familia nuclear y a un concepto moderno de propiedad privada, la vida social y económica de la gente. Y con esta afirmación, entiéndase bien, no quiero afirmar que LACRUZ, incluso en 1967, y lo mismo cabría afirmar de los otros foralistas aragoneses destacados, como SANCHO REBULLIDA o DELGADO ECHEVERRÍA, no entendiesen bien lo que sea y significó la revolución burguesa, noción que todos ellos habían explicado con total claridad en otras ocasiones. Lo que meramente afirmo, es que, al intervenir en la redacción de la Compilación (LACRUZ o SANCHO REBULLIDA) o al juzgarla (los dos anteriores y DELGADO, o MERINO HERNÁNDEZ), no supieron o quisieron sacar de este básico concepto histórico de revolución burguesa, y a diferencia de los juristas aragoneses que votaron en el Congreso de 1880-1881, algunas de sus más lógicas consecuencias.

Tiendo a pensar, aunque la comprobación rigurosa de ello no la he realizado, que algo parecido sucedió en las otras regiones forales, donde la mayoría de los juristas bajo el franquismo no pidieron, ni desde sus obras doctrinales ni durante mucho tiempo desde un activismo político notable, la restauración de las ideas progresistas sobre la familia que recogió la malograda Constitución (CE) de 1931, y no sería riguroso atribuir a la defensa del foralismo en la dictadura, como algunos hacen, una aureola de progresismo. Lo defendieron también muchos juristas franquistas acérrimos. Progresista pudo ser defender la descentralización del Estado o el autogobierno de ciertas regiones bajo la Dictadura, pero no defender cualquier contenido de los derechos civiles forales, por el mero hecho de serlo, frente a las mejores ideas propias del Derecho común de aquel tiempo en España o en otros países europeos. Pero esa aureola de progresismo de la defensa de cualquier contenido de Derecho foral debió existir, en una sociedad políticamente todavía bastante inculta y con hondo poso de antiliberalismo como la que dejó el franquismo. Porque el hecho es que la CE de 1978, que sí restableció los ideales igualitarios y progresistas para la familia nuclear de la CE de 1931, renunció, como ya se había hecho con poco acierto y dudosa coherencia en la CE de 1931 (arts. 15 y 16), al ideal liberal de la unificación del Derecho civil español (art. 148-1º-8º CE). Por lo demás, el abandono por la CE de 1931 del ideal liberal unificador del Derecho civil español no conozco que haya sido bien explicado por nadie. Dado que los principales juristas que acaso pudieron o debieron influir en una decisión tan trascendente no parece que fueran partidarios de esa supresión (así, CASTÁN TOBEÑAS, que se mantuvo fiel a la República mientras esta no fue derrotada; o Demófilo de BUEN; Felipe SÁNCHEZ ROMÁN; o Niceto ALCALÁ ZAMORA, que tuvieron que exiliarse, entre otros, tras la derrota de la República), me da la impresión que pudo ser un precio por las prisas con las que se hizo tal Constitución de 1931, para encajar en ella el Estatuto de Autonomía catalán, hecho apresuradamente y con anterioridad a la misma Constitución, con inspiración en el principio de autodeterminación y bajo la dirección del Presidente Francisco MACIÁ, que había declarado el Estado catalán desde el mismo 14 de abril de 1931. El tacto y el prestigio de AZAÑA (también, por cierto, jurista y Doctor en Derecho) influyeron en que ese anómalo y posterior encaje se hiciera posible.

La fase de las compilaciones y el Congreso de Zaragoza de 1946 no habían renunciado al ideal liberal unificador, y en ese sentido y en el de evitar la gran inseguridad jurídica en la que se habían movido hasta entonces los derechos forales, creo que la aportación del franquismo a la “cuestión foral” fue, en parte, positiva. Pero en parte también negativa, porque parece haber dejado, tras cuatro décadas de supresión de las libertades y la dura represión a, entre otros, los liberales y masones de los primeros años de la dictadura, acabando con o silenciando a muchos y forzando a otros al exilio, un poso de antiliberalismo y un oscurecimiento del ideal unificador genuinamente liberal. El error por eso parece estar, en mi opinión, vista la situación actual, en el art. 149-1-8º CE, en cuya aplicación es, para mí, evidente el fracaso del Tribunal Constitucional. Cabría afirmar que el modelo de Derecho civil foral que ha prevalecido o que está prevaleciendo en la práctica es el amplísimo y bastante despegado de la rigurosa tradición histórica que representó en su momento la Compilación navarra de 1973, dictada directamente por el General Franco, y que hay que recordar a los civilistas y juristas jóvenes que fue redactada por buenos juristas navarros muy foralistas, pero todos o casi todos católicos muy conservadores políticamente y muchos de ellos incluso fervientes franquistas. Gente, en fin, escasamente entusiasta de la CE de 1978 ni de la democracia, lo que no deja de resultar hoy algo paradójico.

Suele olvidarse al valorar o aplicar este oscuro precepto del artículo 149-1º-8º de la CE que mientras en la Constitución de 1931 el Estado tenía serios mecanismos para reducir, con actuación conjunta del Congreso y del Tribunal Constitucional (arts. 19 a 22 y 125), los excesos de reconocimiento de competencias o leyes autonómicas, en nuestra CE actual toda competencia transferida o reconocida es ya totalmente irrecuperable para el Estado central, salvo que se diera una reforma, de obvia dificultad, de la propia CE.

La CE de 1978 otorgó generosamente a los nacionalismos periféricos una confianza en su lealtad que podemos dar ya hoy por demostrado que ha faltado en la realidad. Y la actual arrogante deslealtad con España de los nacionalismos catalán y vasco hace al menos inoportuna la alusión al federalismo como vía de vertebración de nuestra nación, cierto que sin duda nación plural y diversa. Debería el art. 149-1-8º CE reconsiderarse, en mi opinión, si se pudiera reformar la CE. Por ejemplo y sobre todo, restituyendo la aspiración liberal a la unificación del Derecho civil; y limitando más y con claridad la competencia legislativa en esto de las Autonomías “forales” o excluyendo, del mismo modo y con mayor rotundidad aún que en la actual CE, la de las no “forales”.

Por lo demás, la crítica que hizo a las (entonces futuras) comisiones de foralistas de cada territorio foral DE CASTRO en 1949, cabe en cierta medida extenderla, mutatis mutandis, tras la vigencia de la CE, a la actuación de los parlamentos autonómicos (con comisiones “técnicas” tras ellos) de las Autonomías al abordar sus Derechos forales tratados, casi siempre, con recurso o tendencia a la amplia expansión disgregadora. Así, al menos, al comprobar el (poco satisfactorio, en mi opinión) contenido del Código Foral de Aragón de 2011, elaborado en su mayor parte, y sin que hubiese demanda social significativa para la reforma legal, por una Comisión supuestamente solo técnica y presidida por el profesor DELGADO ECHEVERRÍA.

Desde luego, en este trabajo sobre el pensamiento del profesor DE CASTRO y su incidencia, lo que cabe afirmar (s.e.u.o.) es que ningún foralista aragonés ha polemizado con él nunca a fondo y desde criterios académicos rigurosos. Y en particular no polemizó con él desde tales criterios el profesor LACRUZ, ni el profesor DELGADO, ni MERINO HERNÁNDEZ, éste habitualmente muy despreocupado de la historia del Derecho aragonés, ni, más recientemente, el profesor SERRANO GARCÍA, a pesar de haber escrito una monografía en defensa del Derecho aragonés de 582 páginas. En esta monografía SERRANO GARCÍA expresa su foralismo con mucha, y acaso excesiva e insuficientemente justificada, rotundidad. Todo ello muestra pues que, como afirmó Bartolomé CLAVERO y he recordado yo en varias ocasiones, el foralismo aragonés (CLAVERO lo afirmó de todos los Derechos forales) permanece en un “dorado aislamiento”.

En otras ocasiones anteriores he explicado las razones por las que cabe criticar el llamado Código foral (más bien un Texto Refundido) de Aragón de 2011, que mantiene todo su contenido reaccionario tradicional, lo que fue progresivamente más grave en 2011, que en 1967 o en 1925. Solo desde razones ideológicas discutibles se puede aceptar que se mantengan, contra la marcha de la Historia, instituciones como la sucesión legal troncal, el consorcio o fideicomiso foral, o el derecho de abolorio, o el derecho expectante de viudedad, etc. Supone ello un declive en la técnica jurídica y de la idea del sistema u organicidad tanto ideológicos (conviven las ideologías medievales momificadas con ideas de radical individualismo burgués, sobre todo considerada la aplicabilidad en Aragón del Derecho supletorio del Código civil español) como técnicos, por el mal o mejorable engarce de los institutos entre sí, y por el declive en el uso del castellano respecto del excelente que había usado la Compilación de 1967. Esta última se había adaptado antes a la CE, por fortuna, en una Ley aragonesa de 16 de mayo de 1985. Además se ha extendido mucho (cuadruplicado, al menos) este Código foral sin tener ideas nuevas de entidad relacionables con la tradición jurídica aragonesa, por el sistema de incorporar partes y preceptos del Código civil español, copiado por el legislador aragonés con pequeñas modificaciones. Esta copia en masa de artículos del Código civil contradijo una sensata jurisprudencia del Tribunal Constitucional que la desaconsejaba (arg. STC del Pleno 150/1998, de 2 de julio, FJ núm. 4, RTC 1998, 150; y las otras SSTC previas allí citadas, que abarcan casi dos décadas). En ocasiones en las que se han introducido reformas radicales de alguna materia, como en legados, la legítima o la fiducia sucesoria, se ha empeorado claramente la regulación del Código español o de la Compilación de 1967. El vigente Código foral está además muy ideologizado, lo que perjudica su técnica, como he explicado en ocasiones anteriores, porque a veces tiende a relajar los controles o a exagerar las facultades del titular de un derecho o institución muy venerados, pero en perjuicio inevitable de otras personas; o porque ofrece regulaciones muy prolijas de instituciones que no se aplican prácticamente nada, como ocurre con los pactos sucesorios. Creo que, aun habiendo sido él muy regionalista, para nada responde el actual Código foral de 2011 a lo que le gustaba al maestro LACRUZ. Él había elogiado a GARCÍA GOYENA y otros juristas castellanos decimonónicos y al Código civil, recogiendo la opinión de DE CASTRO; había propugnado en su manual en 1982 una interpretación moderada e historicista del art. 149-1º, 8º CE; y se había sentido siempre satisfecho de la brevedad y concisión y alto nivel técnico de la Compilación de 1967; sin que nunca pusiera por escrito, según creo, que se hubieran sentido presionados por el poder político de la época los que, bajo su dirección, elaboraron esa ley de Derecho aragonés de 1967. Es curioso que LACRUZ BERDEJO nos había prevenido incluso a los aragoneses respecto de la Compilación de 1967 contra <> . Hablé con él bastante del futuro del Derecho aragonés y creo que nunca, ni por asomo, había pasado por su cabeza que “su” Compilación pudiera en breve tiempo ser sustituida del todo por otras diversas (y peores en general, en mi opinión) leyes.

En suma, lo realizado por el joven profesor LACRUZ para preparar la Compilación de 1967 y luego en los trabajos preparatorios de la Ley de 16 de mayo de 1985; lo mismo que lo realizado por el notario MERINO HERNÁNDEZ para adaptar, sobre un trabajo de otros ya casi terminado, esa Compilación de 1967 a la Constitución en la Ley aragonesa de 16 de mayo de 1985; y también lo realizado por el veterano profesor DELGADO, al frente de una Comisión técnica, para preparar el llamado Código foral de 2011, bien merecería, aunque con grados diferentes según los casos, la amistosa reconvención que ALONSO MARTÍNEZ formuló en la fase de elaboración del Código civil a FRANCO y LÓPEZ, acaso el mejor político y foralista aragonés del siglo XIX, indicándole que no confundiera las llamadas libertades aragonesas estamentales y medievales con el concepto moderno de libertad que surgió de la Revolución francesa de 1789. Y aún cabría añadir que los tres civilistas mencionados nunca explicaron a sus lectores (s.e.u.o.) que la sociedad aragonesa del Antiguo Régimen fue una sociedad estamental atrasada respecto de Europa y de Castilla, en la que los señores laicos de vasallos pudieron en casos matar a esos vasallos hasta que se lo impidió, parece, en 1593, FELIPE II. Aludo a grados en la posible confusión entre la libertad moderna y las libertades estamentales, porque la parcial confusión de FRANCO y LÓPEZ no fue rara en los juristas del siglo XIX y es más comprensible (distinguir en la sociedad en la que vivimos lo que va a ser nuevo de lo que quedará antiguo es difícil), pero esa misma confusión resulta más difícil de entender sin alguna dosis de deformación ideológica de la realidad, para juristas del siglo XX que sin duda dan por descontado que la sociedad estamental fue suprimida el siglo anterior, pero prescinden al razonar, a veces, de este dato básico y esencial. Resulta curioso, al formular esta crítica, recordar que el Diccionario de la Lengua Española al explicar el término “estamento” pone el ejemplo de las Cortes de la Corona de Aragón, se supone que entendiéndolo como paradigmático de las viejas cortes del Antiguo Régimen. Y es curioso que algunos foralistas aragoneses muestran hoy prisas por sustituir el muy reformado ya Código civil español de 1889, invocando los cambios sociales ocurridos en nuestra sociedad desde esa fecha, y sin embargo son partidarios de mantener intactas instituciones aragonesas genuinamente medievales o feudales.

Estos años en que he escrito el presente trabajo (2019 y 2020), la maquinaria del Estado ha estado parada cuatro meses porque el Gobierno vasco se solidarizaba con el Gobierno catalán en rebelión desde septiembre-octubre de 2017, impidiendo aprobar los Presupuestos; y en otra etapa del 28 de abril al 10 de noviembre de 2019 el Estado ha estado sin presupuestos y con Gobierno en funciones, y con bloqueo político difícil de superar, lo que solo se ha logrado con un Gobierno débil y peculiar el 7 de enero de 2020, y en el contexto preocupante de una cierta crisis de la UE. Los presidentes de las CCAA catalana y vasca han coincidido en protestar (con más énfasis el de Cataluña), alegando invasión de competencias autonómicas, frente al Decreto 643/2020, de 14 de marzo, declarando el estado de alarma dictado muy razonablemente por el Gobierno español del Presidente Sánchez frente a la pandemia del “coronavirus” o Covid-19.

En este difícil contexto político y social resulta especialmente lúcida la manera en que explicó DE CASTRO que la disparidad jurídica, dado el “carácter extremoso” del pueblo español, conllevaba peligro para la unidad nacional, y que las manipulaciones del separatismo intentarían, pese a su falta de base histórica seria, separar a los españoles resucitando las tachas de extranjería. Acertó el civilista al explicar que las causas de la defensa de los Derechos forales y de los separatismos seducirían a personas que van desde los más revolucionarios al conservadurismo más extremo. Acaso en los ataques que está sufriendo nuestra nación y a la vez, por el mal funcionamiento del Estado en la producción y homogeneización del Derecho civil, podamos encontrar los españoles la ocasión, en tiempos convulsos y movedizos en todo el mundo, para reconducir, con el adecuado giro, más o menos brusco, y si se consiguiera llegar a reformar con acierto la CE, simultáneamente ambos problemas. Al menos, habrá que resistir, para empezar, las fuertes presiones disgregadoras que España está sufriendo, tras ya cuatro décadas de democracia. Las fuerzas disgregadoras de nuestra Nación se muestran crecientes y con mucha determinación, algunas incluso fanatizadas, y no cabe ya que los representantes de la mayoría sensata de los españoles sigan discutiendo si tales fuerzas son galgos o son podencos. Tras tres décadas de apacible democracia y “concordia”, si aceptamos una terminología muy del gusto de Julián MARÍAS, la política se está deslizando los últimos años hacia la “discordia”, lo que era visto por aquel autor como la antesala del enfrentamiento civil. Si se concibió el Estado de las Autonomías para encauzar y atemperar las tensiones territoriales, este marco constitucional lo que ha conseguido es exacerbarlas.

Necesitamos hoy, como en el viraje de 1812, juristas con cultura histórica y políticos estadistas capaces de defender y de hacer progresar nuestra libertad y nuestra igualdad. Y hoy contamos con el respaldo del marco de la UE, aun debilitada o dubitativa, y con la fuerza del Estado que entonces, tras elaborarse la CE de 1812, al principio al menos, faltó a los españoles, y con una población más culta (o menos inculta) que entonces.

Un hecho esperanzador, dentro del oscuro panorama, es que el Tribunal Constitucional haya frenado hace pocos años en seco el desarrollo de un Derecho foral valenciano que a muchos nos pareció siempre claramente inconstitucional. Véanse sobre ello, las SSTC 82/2016, 28 de abril; 110/2016, 9 junio; y 192/2016, 16 noviembre.

Sin embargo, ha supuesto un giro importante a favor de una amplísima concepción del Derecho civil catalán la STC 132 /2019, de 13 de noviembre (RTC 2019, 132), que no ha considerado inconstitucional la Ley catalana 3/2017, de 15 de febrero, que había regulado contratos como la compraventa, la permuta, el mandato y la gestión de negocios ajenos.

La STC tuvo cinco votos particulares discrepantes (o cuatro, pero uno firmado por dos magistrados). Se trata de una Sentencia difícil de aceptar y que parece, en principio, que es claramente contraria al art. 149-1-8º CE, como razonaron los cuatro votos particulares de cinco magistrados. DÍEZ PICAZO y GULLÓN han defendido, invocando la autoridad de ALONSO MARTÍNEZ, que los derechos forales no deberían romper la idea de un único orden público económico español. Hago mía también la afirmación, citada en este trabajo, de José Antonio ESCUDERO, de que es lamentable que muchos (incluso desde el TC, añado) confundan toda ampliación de competencias de una Autonomía con una “profundización de la democracia”. Aunque la STC 132/2019 tiene los votos de la mayoría de los magistrados del TC, acaso se pueda ver en esta importante Sentencia una especial influencia de la magistrada Encarna ROCA, a cuyas opiniones he hecho leve alusión en este trabajo, y que votó con la mayoría. Esta profesora ha demostrado en el TC, por lo demás, una firme lealtad a España, que merece la gratitud de quienes creemos en su unidad, al haber su voto contribuido a la unanimidad en abundantes resoluciones del TC frente a la rebelión (no en sentido penal, según el TS) independentista catalana que se inició a finales de 2012. Y por cierto que quien tenga un mínimo conocimiento de las importantes obras de grandes maestros catalanes del Derecho civil español como D. Ramón María ROCA SASTRE, D. José PUIG BRUTAU; o D. Luis PUIG FERRIOL sabrá que tampoco a ellos les hubiera gustado (habrá gustado, respecto del tercero, recientemente fallecido) la actual política legislativa civil ni la actual política general del nacionalismo catalán.

Reflexionó también DE CASTRO lúcidamente sobre la técnica de legislar, proponiendo criterios muy distintos de los adoptados para su Proyecto de 2018 por la Asociación de Profesores de Derecho civil (APDC), Proyecto que presupone la ausencia de reforma constitucional, lo que acaso le quita valor y oportunidad, y que da definitivamente por buenos los sin necesidad engrosados Derechos forales actuales o los que las Autonomías forales puedan legislar en el futuro, como si no dificultara su expansión, para el Derecho privado, tanto nuestra vertebración nacional como la integración europea, como el ámbito creciente en dificultad e importancia del Derecho internacional e interregional privado.

Mencionar este Proyecto de la APDC de 2018 en este trabajo tiene sentido, dado que alguno de los defensores más conspicuos del Proyecto han presentado una discutible idea sobre el profesor DE CASTRO como alguien que fue destacado y brillante en su momento, pero sustancialmente superado en la actualidad.

He intentado mostrar en este trabajo que la historia de España que traza desde un punto de vista jurídico DE CASTRO encaja bastante bien con la de la mejor historiografía existente desde finales del siglo XX. Y encaja bien incluso, ya que tanto defendió DE CASTRO la Hispanidad, respecto a una crítica hoy revitalizada de la Leyenda Negra y una revisión o reivindicación del innegable valor civilizador del Imperio español. Por supuesto que la aspiración de DE CASTRO a un Derecho común hispánico era ya en 1949 y es aún hoy desfasada e inconveniente, pero con un enfoque de Derecho comparado y dentro de la familia de ordenamientos “romano–germánica” (René DAVID) no cabe duda que hay mucho también por hacer en buscar el mejor conocimiento mutuo y hasta el acercamiento de nuestro Derecho con el de las naciones latinoamericanas.

Acceder al título íntegro del artículo, con notas y bibliografía

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