Entre personas y cosas: animales y robots

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Autor: Guillermo Cerdeira Bravo de Mansilla (España): Catedrático de Derecho Civil, Universidad de Sevilla. Correo electrónico: gcerdeira@us.es

Resumen: En el presente trabajo su autor estudia dos temas diversos, aunque relacionados con el dilema de situar a los animales y los robots entre las personas y las cosas, con la consiguiente repercusión práctica que ello supone.

Acerca de los animales, teniendo presente que, según la nueva realidad social y jurídica, son seres sintientes, sin la necesidad de personificarlos, pero sin admitir tampoco que son simples cosas, considera el autor que aquella realidad hace que los animales sean un tipo de bien u objeto de derecho especial, merecedor de una singular protección, mas sin necesidad de crear por ello ninguna categoría híbrida entre las personas y las cosas, entre los sujetos y los objetos de derecho.

En otro orden, considera el autor que los robots -aun- con inteligencia artificial no son -hoy al menos- personas, sino simples cosas, pero propone -con fundamento en algunas Resoluciones del Parlamento europeo- que en un futuro la robótica pueda ostentar una personalidad fundacional.

Palabras clave: persona; persona jurídica; fundación; cosas; animales; bien y objeto de derecho; dignidad y bienestar animal; robots; inteligencia artificial; responsabilidad por daños; responsabilidad por productos defectuosos; responsabilidad por accidentes de circulación de vehículos de motor.

Abstract: In the present work, the author studies two different topics, although related to the dilemma of placing animals and robots between people and things, with the consequent practical repercussions that this entails.

Regarding animals, bearing in mind that, according to the new social and legal reality, they are sentient beings, without the need to personify them, but without admitting that they are simple things, the author considers that that reality makes animals a type of good or object of special law, deserving of a unique protection, but without the need to create any hybrid category between people and things, between subjects and objects of law.

In another order, the author considers that robots -even- with artificial intelligence are not -today at least- people, but simple things, but he proposes -based on some Resolutions of the European Parliament- that in the future robotics may show a founding personality.

Key words: person; Legal entity; Foundation; thing; animals; object of rights; dignity and welfare; robots; artificial intelligence; responsibility for damages; responsibility for defective products; responsibility for motor vehicle accidents.

Sumario:
Introducción: ocasión -y propósito- del presente estudio sobre animales e inteligencia artificial.
Primera parte: entre personas y cosas: los animales, ¿como tertium genus?
I. El dilema: los animales, entre personas y cosas.
II. Los animales como seres sintientes: entre la dignidad y el bienestar animal.
III. Una “nueva” realidad jurídica sobre los animales como seres “sintientes”, y la actual vigencia del principio de protección del bienestar animal.
IV. Y la debida adecuación -en devenir- del Derecho civil español a tales realidad y principio.
1. La malograda propuesta de reforma del Derecho civil español: los animales como seres sintientes, diversos de las cosas, pero sometidos supletoriamente a su régimen jurídico.
2. Los animales: ¿tertium genus entre las personas y las cosas, o especie singular de bien, como objeto de derecho?
Segunda parte: entre personas y cosas: los robots.
I. El dilema, como primera cuestión: los robots y la inteligencia artificial, entre personas y cosas.
1. Exposición de las diversas tesis y la consideración de los robots como cosas, sin personalidad, como la -actual- posición mayoritaria.
2. En particular, la comparación entre los actuales robots y los esclavos del Derecho romano clásico: los robots-esclavos.
II. Y como segunda cuestión: la responsabilidad por daños causados por los robots, ¿a quién corresponde?
1. ¿Al robot?
2. ¿O al creador y, en su caso, al usuario del robot?, y ¿con qué fundamento jurídico? A su propósito, la diferencia entre robots y animales.
3. En particular, la aplicación del régimen de responsabilidad por productos defectuosos y por accidentes de circulación de vehículos de motor.
III. Entre bromas y veras, elucubraciones sobre otra posible hipótesis de futuro: las fundaciones robóticas.

Referencia: Actualidad Jurídica Iberoamericana Nº «14», «febrero 2021», ISSN: 2386-4567, pp. 14-53.

Revista indexada en SCOPUS, REDIB, ANVUR, LATINDEX, CIRC, MIAR.

INTRODUCCIÓN: OCASIÓN -Y PROPÓSITO- DEL PRESENTE ESTUDIO SOBRE ANIMALES E INTELIGENCIA ARTIFICIAL.

Durante aquellos largos meses de tan severo, como necesario confinamiento, por gentileza de la editorial REUS llegaron a mis manos dos magníficas obras, cuya autoría correspondía a probos y brillantes juristas, que me hicieron más liviano aquel enclaustramiento: una de ellas, publicada en abril de 2020 dentro de la colección “Animales y Derecho”, que edita REUS, era de D. José Manuel de Torres Perea, Prof. Titular de Derecho Civil, de la Universidad de Málaga, titulada: El nuevo estatuto jurídico de los animales en el Derecho Civil: de su cosificación a su reconocimiento como seres sensibles (un tema, confieso, en parte también abordado por mí, aunque en mi caso con menor ambición, a fin de resolver un problema más concreto: el de Crisis familiares y animales domésticos, publicado también en la misma colección de la editorial Reus, justo antes de aquella obra, a finales de 2019). La otra monografía, publicada dentro de la colección “Derecho de las nuevas tecnologías”, que también edita REUS, y que yo mismo codirijo con el autor, se publicaba, en junio de 2020, una nueva obra de D. Miguel L. Lacruz Mantecón, Prof. Titular de Derecho Civil, de la Universidad de Zaragoza, titulada: Robots y personas. Una aproximación jurídica a la subjetividad cibernética.

Tras su lectura, me animé a realizar sendas recensiones que se publicarían prontamente, en aquel mismo año, en la Revista de Derecho Privado, y que hice no solo por ocupar el tanto tiempo “libre” de que se disponía en aquellos momentos, sino, más rectamente, por lo provocativo y sugerente de tales obras, que abordaban unos temas, que aunque diferentes, están íntimamente relacionados, pues en ambos se debate hoy la cuestión de la personificación jurídica a modo de dilema, entre personas y cosas, de los animales y de la inteligencia artificial, respectivamente. Se trata de asuntos actuales, y sin duda de futuro, de calado filosófico, y también jurídico, dogmático, pero también práctico (según podrá comprobarse en las páginas que siguen).

Sea todo ello dicho, o confesado si se quiere, como advertencia de que el presente trabajo es un compendio, revisado y adecuado a la presente publicación, de aquellas dos recensiones que, es de advertir, no fueron hechas al uso de las muchas que se hacen en nuestros días, meramente descriptivas de la obra recensionada y acríticamente elogiosas de su contenido y de su autor, casi como quien, en realidad, no hubiera leído la obra, pero sí conoce bien a su autor, se limitara a realizar un simple subrayado del índice de aquélla y de los méritos de éste. En nuestro caso, a mi modo de ver al menos, ni los autores ni sus obras merecían tan anodina recensión. Muy al contrario, eran el atractivo de sus planteamientos, la solidez de sus argumentos y lo sugerente de sus conclusiones y propuestas, los que me incitaron a realizar sendas recensiones, en parte discrepantes con las tesis mantenidas por los autores de aquellas obras.

En efecto, en aquella recensión sobre los animales, frente a la tesis de Torres Perea, quien defendía la catalogación de los animales como una suerte de tertium genus, entre personas y cosas, yo -tal vez en una posición conservadora- defendía mantenerlos en su consideración como cosas, aunque especiales al tratarse de seres sintientes (de seres vivos dotados de sensibilidad), según demuestra la nueva realidad social y jurídica, nacional y europea, que nos rodea. En la otra recensión, en cambio, frente a la tesis de Lacruz Mantecón, quien considera, hoy y para el futuro, a los robots como cosas, aunque singulares, yo -tal vez aquí más revolucionario, o imprudente-, aunque comparto aquella tesis -pero solo- hoy, me muestro proclive a que en un futuro, tal vez no muy lejano, quepa reconocerles personalidad jurídica.

Nada de extraño debe haber en tales diferencias de opinión. Como insiste Torres Perea a lo largo de su obra, sin duda como muestra de sabia prudencia (no de soberbia), no pretende zanjar, cerrar ningún debate, sino, al contrario, el de abrirlo para un tema aún poco tratado por la civilística española; y en el que yo, imprudente, me atrevo a participar. Al fin y al cabo, es solo así como se hace doctrina, la sal de la vida.

Por eso mismo, precisamente, para acabar esta introducción debo agradecer a D. José Ramón De Verda y Beamonte, Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Valencia, y Director del Instituto de Derecho Iberoamericano, su gentileza porque tal debate pueda tener mayor difusión con la presente publicación en una revista Iberoamericana como ésta de prestigio internacional.

Mostrada, así, mi gratitud, propia de cualquier buen nacido, veamos, pues, sin mayor dilación aquel debate.

PRIMERA PARTE: ENTRE PERSONAS Y COSAS: LOS ANIMALES, ¿COMO TERTIUM GENUS?
I. EL DILEMA: LOS ANIMALES, ENTRE PERSONAS Y COSAS.

Se centraba toda la obra de Torres Perea en el dilema de ubicar a los animales entre las personas o las cosas: en una primera parte aborda aquel dilema desde una dimensión metajurídica (filosófica, sociológica, científica o biológica, y hasta psicológica -y etológica-), siendo ya una visión estrictamente jurídica la que presenta en su segunda y última parte, donde el autor, sin demérito de nuestro Derecho vigente o ya propuesto para un inminente futuro (cuando salgamos de esta), se preocupa más por un futuro más lejano, haciendo una propuesta de lege ferenda, que, en su opinión, no es radical (ni escéptica, ni animalista recalcitrante), sino intermedia y, por ello, moderada (fruto de su recién adquirido compromiso -que no activismo- animalista):

II. LOS ANIMALES COMO SERES SINTIENTES: ENTRE LA DIGNIDAD Y EL BIENESTAR ANIMAL.

En aquella primera parte, la metajurídica, superada la tradicional idea del alma como -supuesta- cualidad exclusiva de la persona, el Prof. Torres Perea toma como punto de partida la época de finales del s. XVII y, sobre todo, la del siglo XIX, para centrarse en el raciocinio y en la dignidad como -pretendidas- cualidades exclusivas del ser humano que lo diferencian del animal. Pero cuestionadas ambas cualidades por abundantes autores de prestigio, incluso como atributos propios de la persona (que pueden llegar a predicarse también, en un futuro inmediato, de otros seres híbridos, como los ciborg), concluirá De Torres Perea, en una posición moderada y por ello acertada, que la diferencia entre personas y animales no radica en la existencia de cualidades que sean exclusivas de unas y otros, sino en una diferencia -tan solo- de grado en cualidades que ambos -personas y animales- comparten (“lo que nos distingue -dice, en la p. 24- son cualidades de grado”), como diferencias de grado también las hay entre los propios seres humanos (según se trate de discapacitados, menores de edad, …), y entre los propios animales (según su estructura cerebral -cuya mayor complejidad prevale en los primates-, sus habilidades mentales -como la de reconocer su propia imagen-, su propia relación con el ser humano -domésticos, salvajes,…-).

Una de tales cualidades, en que Torres Perea observa solo una diferencia de grado, atiene a la capacidad de sufrimiento, tanto físico como -según parece a muchos- emocional, que también poseen los animales (¿olvidando, tal vez, tratar la aptitud para la felicidad, o cuando menos para el placer?), y que lleva al Prof. Torres a preguntarse si por tal aptitud cabe predicar de los animales cierta dignidad (lo que, llevado a sus últimas consecuencias, podría suponer, en lo jurídico, reconocer a los animales cierta capacidad jurídica, la aptitud para ser sujeto de derechos -y de deberes, no se olvide-).

Advertido, sin embargo, con fundamento en ilustres filósofos, biólogos, …, seleccionados todos ellos con esmerado acierto, que el concepto de dignidad es polisémico y que, incluso, aunque solo sea en el ámbito científico (no en el jurídico), es cuestionada la propia dignidad del ser humano (a fin de que sean permitidas prácticas científicas hoy legal o moralmente vetadas, como la clonación, …), el Prof. De Torres Perea, inspirado por la reciente reforma hecha en la Constitución suiza, concluye en favor de reconocer la dignidad animal, aunque como diversa de la dignidad humana, que, fundada -tan solo- en su aptitud para el sufrimiento, no ha de suponer reconocerle a los animales ninguna aptitud para tener derechos (ni deberes), sino tan solo el merecimiento de ser respetados como seres vivos sintientes. Su principal apoyo para abordar el concepto de dignidad animal sería ciertamente el hecho de que los animales sufren; si bien, en realidad se trata de un concepto de dignidad que no es equiparable a la humana y que sigue los postulados de Amartya Kumar Sen (Premio Nobel en 1998 por su elaboración de la theory of the capacities, en la que funda un concepto de dignidad que supera el kantiano), y su discípula Martha Nussbaum. Este concepto «alternativo” de dignidad, aplicado a los animales implicaría la obligación moral del ser humano de permitir que el animal pueda desarrollar sus capacidades plenamente conforme a las características de su especie. Concepto que sirve a los efectos de dar una explicación jurídica al repetido uso del concepto “dignidad animal” por el legislador, no solo el suizo, sino muy especialmente el europeo.

No se trataría, por tanto, de reconocer derechos a los animales, sino de imponer al ser humano el deber de respetarlos (estando en juego en tal respeto a los animales el propio respeto del ser humano a sí mismo, a su propia dignidad); esto es, el deber de evitar la crueldad gratuita, el sufrimiento innecesario del animal, solo justificado, en su más mínima expresión, cuando el sacrificio del animal tenga un destino científico o alimentario, pero no meramente lúdico (como sucede en los circos, zoos, corridas de toros, …). Todo ello se traduce, según concluye De Torres Perea, en el bienestar del animal como ser vivo sintiente, que él, siguiendo a otro Pérez Menguió, define en sentido amplio (como “un variado conjunto de actuaciones encaminadas a lograr la calidad de vida del animal -que- no se podría medir con parámetros humanos, tratándoles como personas, sino dispensándoles un trato y unas condiciones de vida conformes a sus necesidades ecológicas”), y que ve indubitadamente reflejado en el mismísimo Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, cuyo art. 13 califica a los animales como “sentient beings” o “seres sintientes” (“Al formular y aplicar las políticas de la Unión en materia de agricultura, pesca, transporte, mercado interior, investigación y desarrollo tecnológico y espacio, la Unión y los Estados miembros tendrán plenamente en cuenta las exigencias en materia de bienestar de los animales como seres sensibles …”).

Y llegado a tal dato, ya estrictamente jurídico, concluye el autor la primera parte de su obra -la metajurídica-, para comenzar la segunda y última -la legal-, donde destaca:

III. UNA NUEVA REALIDAD JURÍDICA SOBRE LOS ANIMALES COMO “SRES SINTIENTES”, Y LA ACTUAL VIGENCIA DEL PRINCIPIO DE PROTECCIÓN DEL BIENESTAR ANIMAL.

En cumplimiento de aquella exigencia comunitaria (contenida en aquel art. 13 TFUE), Torres Perea analiza las reformas habidas en algunos Códigos civiles europeos (Alemania, Suiza, Austria, Francia y Portugal), o la propuesta en España de reforma del CC, la Ley de Enjuiciamiento Civil y de la Ley Hipotecaria, consensuada por todos los partidos políticos (quién lo iba a decir), aunque malograda por el anticipo de Elecciones Generales, a fin de amoldar su legislación a esa nueva realidad habida sobre los animales; una adecuación que, como destaca el autor, ya se ha plasmado dentro de España: en parte en el CC Catalán (que desde 2006 afirma en su art. 511-1, al definir los bienes: “3. Los animales, que no se consideran cosas, están bajo la protección especial de las leyes. Solo se les aplican las reglas de los bienes en lo que permite su naturaleza”), y también a nivel estatal en algunas otras ramas jurídicas, como en la reforma hecha en 2003 y reforzada en 2015 del Código Penal al introducir el delito de maltrato animal, y donde según Torres Perea se protege el bienestar animal como bien jurídico protegido según la más reciente doctrina penalista. También hubiera podido resaltar el autor, a mayor abundamiento de su opinión, la pléyade de normas autonómicas en España, que consideran a los animales -sobre todo, los de compañía y domésticos- como seres vivos dotados de sensibilidad (física y -también- psíquica, dicen algunas de tales normas -como la catalana, la gallega o la murciana-), y les dotan, por ello, de un especial régimen tuitivo, inspirado en la necesidad de garantizar el bienestar del animal; lo que se hace, especialmente, en el ámbito administrativo, aunque con alguna ocasional referencia al ámbito civil (como sucede en materia de responsabilidad por daños en aplicación del art. 1905 CC español).

A su vista, y es esta mi opinión que comparto con Torres Perea, estamos ante una nueva realidad social y jurídica, la de considerar al animal como ser sintiente, pero también ante un nuevo principio general del Derecho, el del bienestar animal, que como permiten los arts. 1.4 y 3.1 del CC español, sirven, no solo para inspirar al legislador en posibles -y debidas- reformas, ni al jurista para hacer propuestas de lege ferenda, sino ya hoy para integrar e interpretar, y así adecuar, la legislación vigente, aún sin reformar. Entre una de las propuestas del Prof. Torres Perea (según dice, entre las conclusiones del libro, en la p. 195), está la de elevar a principio general del Derecho directamente aplicable por el juez la obligación del ser humano de respetar la naturaleza de los animales como seres sintientes.

Ciertamente, no está dicho principio expresamente consagrado en la Constitución española (aunque alguno quiera extraerlo por vía interpretativa), y que por eso De Torres propone reformar inspirado en el caso suizo; pero, según creo, como apoyo de la pretensión del autor, ya lo está en el resto del Ordenamiento Jurídico (en las normas penales, administrativas y autonómicas arriba citadas), incluso a nivel europeo, en la gestación del propio art. 13 TFUE; a saber:

En un comienzo, el bienestar de los animales y su protección por las personas fue ya consagrado con alcance general en el protocolo N.º 33, anejo al Tratado de Ámsterdam (de 1997), por el que se modificaban el Tratado de la Unión Europea, los Tratados constitutivos de las Comunidades Europeas y determinados actos conexos. Para luego ser recogido, con algunas modificaciones, en el art. III-121 del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (de 2004), y, finalmente, consagrado en el propio cuerpo -articulado- del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (de 2008), cuyo art. 13, en efecto, califica a los animales como “sentient beings” o “seres sintientes” (como ya hacía antes el Protocolo núm. 33, aunque diciéndolo este en su Preámbulo).

En aquel inicial reconocimiento, sin embargo, tal necesaria protección del animal fue negada en su posible consideración como -nuevo- principio general del Derecho europeo.

Así lo estimó la STJUE de 12 julio 2001 (caso “Jippes”), al prejuzgar la prohibición de vacunación y la necesidad de sacrificar abundante ganadería, sin posibilidad de ninguna vacunación, impuesta por algunas Directivas y Decisiones Europeas a fin de acabar eficaz y prontamente con la fiebre aftosa que, en aquel momento, se había expandido peligrosamente, como epidemia, por toda la Comunidad europea. En contra de tal medida se alegó, entre otras razones, que la misma vulneraba el principio de Derecho comunitario de bienestar del animal, al que, por entonces, hacía referencia -al menos la más directa- el Protocolo núm. 33, anejo al Tratado de Ámsterdam, aunque no estuviese recogido expresamente como uno de los objetivos del Tratado de la Unión Europea; omisión esta, precisamente, que para El Tribunal de Justicia de la Unión Europea fue determinante para negar la existencia de tal -pretendido- principio general del Derecho comunitario, admitiendo -tan solo- una exigencia, como dice explícitamente el propio Protocolo núm. 33: la de tener “plenamente en cuenta las exigencias en materia de bienestar de los animales como seres sensibles”.

Pero desde aquella decisión, datada en 2001, según advierte cierta doctrina más reciente, el panorama jurídico europeo ha cambiado cualitativamente, otorgando mayor peso a esa inicial exigencia, para erigirla, ya hoy, en un valor u objetivo constitucional europeo (en el art. III-121 Tratado de Lisboa), en un estricto principio general del Derecho europeo, según demuestra su consagración en el propio articulado -art. 13- del mismísimo Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, y no en su Preámbulo, como en cambio hacía el Protocolo núm. 33, cuando, como es sabido, tales textos preambulares solo tienen un valor interpretativo, pero no vinculantes, y carentes, en todo caso, de cualquier valor jurídico normativo.

A mi modo de ver, sin embargo, no se ha hecho con ello sino consolidar, dar plena viabilidad al principio ya nacido anteriormente, trasladándolo de la nebulosa de las normas “principiales” (contenida, no en vano, la referencia a los animales como seres sintientes en el Preámbulo del Protocolo núm. 33, con un valor, ya entonces, interpretativo), a las ya regladas -articuladas-, con un valor, por tanto, ya más cercano a lo estrictamente normativo, sin negarle el valor -también- interpretativo que -ya tenían y ahora tan solo- conservan. Por eso mismo, aun siendo ya desde antes un principio -el del bienestar animal-, en aquel caso (“Jippes”), probablemente el Tribunal Europeo no debió zanjar la cuestión -prejudicial- negando la existencia de tal principio, para así salvaguardar la seguridad sanitaria europea (y así la salud humana), sino aceptando la existencia de ambos principios, aunque dando prioridad, en la colisión, al segundo (relativo a la salud humana), conforme al principio de proporcionalidad.

Así las cosas, aunque carentes de aplicación directa por ser simplemente programáticas, por sí solas, desde aquellas normas europeas, por cuanto ya forman parte de nuestro propio ordenamiento, al haber sido ya publicadas en el Boletín Oficial del Estado (cfr., arts. 96.1 de la Constitución española y el 1.5 de su CC), nadie puede negar, ya hoy, la existencia en nuestro propio Derecho de un nuevo principio general del Derecho, cual es el de proteger el bienestar animal, que, amén de su posible función integradora, como fuente del Derecho supletoria de último grado (ex art. 1.4 CC), antes puede cumplir una función interpretativa de la norma vigente, aunque ésta, en su letra, fundada en su pasado, no haya sido modificada por el legislador, pudiendo serlo por el propio aplicador en tanto el resultado de su interpretación sea respetuoso con la razón de la norma así interpretada (según exige el art. 3.1 CC en su inciso final).

IV. Y LA DEBIDA ADECUACIÓN -EN DEVENRIR- DEL DERECHO CIVIL ESPAÑOL A TALES REALIDAD Y PRINCIPIO.

1. La malograda propuesta de reforma del Derecho civil español: los animales como seres sintientes, diversos de las cosas, pero sometidos supletoriamente a su régimen jurídico.

Admitidos, entonces, tales nuevas realidad y principio europeos, que han sido incorporados al ordenamiento español, ¿cómo debería proceder su legislador para adecuar a ellas el Derecho -aún- vigente? He ahí el punto de partida que toma el Prof. Torres en la segunda parte de su obra, para proponer la necesidad de una pronta reforma legislativa, que amén de constitucional y atinente en parte a otras ramas jurídicas, como la administrativa, debe afectar principalmente al Derecho Civil, en especial, aunque no solo, al CC. Pero nada de ello se ha hecho hasta el momento.

Contrasta en este sentido el actual estancamiento del CC español con el avance de otros países del mismo entorno europeo, que han modificado sus Códigos Civiles para adaptarlos a la mayor sensibilidad social, y también jurídica, habida hoy hacia los animales, a fin de reconocer su cualidad como seres vivos dotados de sensibilidad (o, cuando menos, para negar que los animales sean simples cosas); ahí están, por ejemplo (en esa negación de los animales como simples cosas, que según Torres Perea fue la primera fase de la reforma -de “simple maquillaje”, dice- en pro de los animales): la reforma austriaca de 10 de marzo de 1986; la reforma alemana de 20 de agosto de 1990, seguida de la elevación de la protección de los animales a rango constitucional en 2002 al introducir en la Ley Fundamental de Bonn un nuevo art. 20 a); la regulación en Suiza, país que también incluye en su Constitución la protección de los animales y que modificó el CC y el Código de las obligaciones a este propósito; la reforma belga de 19 de mayo de 2009; y, como más destacables (por desechar aquella definición negacionista de los animales como cosas, para definirlos, positivamente o por inclusión, como seres vivos sintientes, y que para Torres Perea constituye la segunda fase en el nuevo estatuto jurídico de los animales), las dos reformas más recientes: la francesa de 16 de febrero de 2015 y, de manera muy especial por ser la más completa de todas (y que, por eso mismo, Torres Perea con toda razón elogia y propone como modelo inicial entre nosotros), la Ley portuguesa de 3 de marzo de 2017, que establece un estatuto jurídico de los animales y modifica tanto su CC como el Código Procesal Civil y el Código Penal.

En efecto, y como subraya el Prof. De Torres Perea, frente a las primeras reformas de los Códigos Civiles europeos (Austria, Alemania y Suiza), que utilizaban la formulación “negativa”, para decir que los animales no son cosas o no son bienes, las fórmulas más recientes de los Códigos Civiles francés y portugués, en mayor consonancia con el Derecho de la Unión Europea, han optado por una descripción “positiva” de la esencia de estos seres que los diferencia, por un lado, de las personas y, por otro, de las cosas y otras formas de vida, típicamente de las plantas: así, en el nuevo art. 515-14 CC francés se dice que “Les animaux sont des êtres vivants doués de sensibilité”; por su parte, se dirá en el mismo art. 1 de la reforma portuguesa que “A presente lei estabelece um estatuto jurídico dos animais, reconhecendo a sua natureza de seres vivos dotados de sensibilidade”, disponiendo ya, en el nuevo art. 201.B CC, que “Os animais são seres vivos dotados de sensibilidade e objeto de proteção jurídica em virtude da sua natureza”.

Toda esta normativa ha tenido su influencia en una Proposición de reforma legal española que, en efecto, se inspiraba en algunas de tales normas europeas, especialmente en la francesa y, sobre todo, en la portuguesa. Al margen de otras, por iniciativa del Partido Popular se presentó en octubre de 2017 una Proposición de Ley de modificación del CC, de la Ley Hipotecaria y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, sobre el régimen jurídico de los animales, que cristalizaría en una propuesta consensuada por todos los partidos políticos, aunque finalmente malograda, caducada, por los conocidos avatares políticos que siguieron en el tiempo, plagado de gobiernos provisionales y de continuas Elecciones Generales anticipadas, lo que obligó a que aquella Propuesta, consensuada ya en marzo de 2019 (y así publicada el mismo día uno de dicho mes en el Boletín Oficial del Congreso), quedara abortada cuando apenas un mes después se anticiparon las Elecciones generales (una de tantas).

En la Exposición de Motivos de dicha Proposición se hacía mención del nuevo panorama legislativo europeo habido sobre los animales (y que hasta aquí hemos expuesto, inspirándonos, precisamente, en dicho Preámbulo), aunque olvidándose en él de cualquier referencia a nuestra normativa autonómica (especialmente, resulta destacable la omisión del art. 511-1.3 CC Catalán). Bajo la idea (la ratio legis) de estimar a los animales como seres vivos dotados de sensibilidad cuyo bienestar ha de asegurar la ley en conjugación con su condición de posible objeto de propiedad (aunque diverso de las simples cosas), eran, en efecto, muchas las propuestas de reforma que se pretendían, según evidencia el propio elenco de leyes a reformar mencionado en el mismo título de la reforma: el CC, la Ley de Enjuiciamiento Civil, o la misma Ley Hipotecaria, que el Prof. De Torres Perea describe en buena parte de su obra, con importantes aportaciones personales (como la preferente atención al interés -siempre- superior del menor en la decisión judicial acerca de la tenencia de los animales domésticos en caso de crisis familiar, o como la imprevisión acerca del destino del animal en caso de muerte o de incapacitación de su dueño, proponiendo a tal efecto el autor una suerte de fideicomiso de residuo), y que en las páginas que siguen solo referiré ocasionalmente al objeto -solo- de tratar el nudo central de su tesis.

Aun mostrando Torres Perea un juicio de valor en general positivo con la reforma propuesta, que yo también comparto, objeta, sin embargo, que en la misma, tras priorizarse la calificación del animal como ser vivo dotado de sensibilidad, se permita el recurso supletorio a las reglas sobre bienes (como, hemos visto, viene ya hace tiempo haciendo el art. 511-1 CC Catalán).

Así lo advierte aquella propuesta en su propia Exposición de Motivos, cuando dice: “La reforma afecta, en primer lugar, al CC, con vistas a sentar el importante principio de que la naturaleza de los animales es distinta de la naturaleza de las cosas o bienes, principio que ha de presidir la interpretación de todo el ordenamiento. De esta forma, … se concreta que los animales no son cosas, sino seres vivos dotados de sensibilidad, lo que no implica -aclara- que en determinados aspectos no se aplique supletoriamente el régimen jurídico de las cosas. Pasan así los animales a estar sometidos sólo parcialmente al régimen jurídico de los bienes o cosas, en la medida en que no existan normas destinadas especialmente a regular las relaciones jurídicas en las que puedan estar implicados animales, y siempre que dicho régimen jurídico de los bienes sea compatible con su naturaleza de ser vivo dotado de sensibilidad y con el conjunto de disposiciones destinadas a su protección.”; añadiendo -y reconociendo- más adelante: “En nuestra sociedad actual los animales son, en general, apropiables y objeto de comercio entre las personas. La relación de la persona y el animal sea éste de compañía, doméstico, silvestre o salvaje, es una relación de propiedad privada —o a veces patrimonial o de dominio público en el caso de las Administraciones—, si bien ha de ser modulada por la cualidad de ser dotado de sensibilidad sobre la que recae dicha propiedad. Así, cualquier facultad sobre el animal amparada por dicha relación de propiedad ha de respetar tal cualidad, de modo que el propietario ha de ejercitar dichas facultades atendiendo al bienestar del animal, evitando el maltrato, el abandono y la provocación de una muerte cruel e innecesaria”.

Y así lo expresa el ap. 1 del nuevo art. 333 CC español propuesto: “Los animales son seres vivos dotados de sensibilidad. Solo les será aplicable el régimen jurídico de los bienes en la medida en que sea compatible con su naturaleza y con las disposiciones destinadas a su protección.”. Es esta una norma, sin duda, inspirada en el nuevo art. 515.14 CC francés (“Les animaux sont des êtres vivants doués de sensibilité. Sous réserve des lois qui les protègent, les animaux sont soumis au régime des biens”); así como en el nuevo art. 201.B y D del portugués (que, tras decir en la letra B, que “os animais sâo seres vivos dotados de sensibilidade e objeto de proteçâo jurídica em virtude da sua natureza”, afirma en su letra D: “Na ausencia de lei especial, sâo aplicáveis subsidiariamente aos animais as disposiçôes relativas às coisas, desde que nâo sejam incompatíveis com a sua natureza”).

¿Y merece realmente alguna objeción tal recurso supletorio al régimen de las cosas? He aquí, permítaseme, el único punto en que discrepo. Veámoslo.

2. Los animales: ¿tertium genus entre las personas y las cosas, o especie singular de bien, como objeto de derecho?

No place del todo aquel recurso supletorio al régimen de los bienes al Prof. De Torres Perea, quien, en la última parte de su obra, anhela por la paulatina desaparición de tal remisión subsidiaria, que arrastra aún la calificación de los animales como cosas, y propone la construcción de un estatuto jurídico nuevo y propio, o exclusivo, de los animales. Aun sin así decirlo, se trataría de dar un paso más, una especie de encuentro en la tercera fase a lo Spielberg (que supere a la primera, negacionista de los animales como simples cosas, y a la segunda positivista, que los estima como seres vivos sensibles, pero sometidos subsidiariamente al régimen de bienes). La propia proposición de reforma española muestra tal anhelo, cuando afirma en su Exposición de Motivos: “Lo deseable, de lege ferenda, es que ese régimen protector vaya extendiéndose progresivamente a los distintos ámbitos en que intervienen los animales y se vaya restringiendo con ello la aplicación supletoria del régimen jurídico de las cosas”.

Para alcanzar esa nueva -no sé si definitiva- fase, entiende Torres Perea que habría tres alternativas: como la más tenue, la de regular en el Libro II del CC español como realidades diversas las cosas y los animales, ambos como objetos de derechos, como ya hace la propuesta de reforma, aunque reconociendo la dignidad animal, como diversa de la humana. Otra opción, que Torres llama intermedia, sería mantener aquel régimen de los animales en el Libro II, añadiendo en el Libro I del CC español un nuevo concepto de persona, diversa de las personas físicas y jurídicas, que incluyera a los animales más complejos (principalmente, a los primates). Y una última alternativa, la más extrema, sería establecer un estatuto jurídico para los animales enteramente contenido en el Libro I del CC, dedicado a las personas, para así equipararlos a los seres humanos. Entre todas esas opciones, Torres Perea, quien ya en la primera parte, fundado en razones metajurídicas, rechazaba la personificación de los animales, parece decantarse por la primera de las alternativas, la más tenue, aunque, yendo más lejos de la reforma española propuesta, proponiendo también su “descosificación” (dice en la p. 193), que los animales sean catalogados (dice, en la p. 183) como “una categoría especial distinta a la humana y a la de objetos y cosas”, subdistinguiendo a su vez dentro de los animales (según su estructura cerebral -cuya mayor complejidad se da en los primates-, sus habilidades mentales, su propia relación con el ser humano -domésticos, salvajes,…-). En definitiva, propone crear un tertium genus -así lo dice en varias ocasiones- entre las personas y las cosas para ubicar en dicha nueva categoría mixta a los animales, que, aunque con dignidad -la animal, diversa de la humana-, carecerían de capacidad jurídica, no podrían ser sujetos de derecho, y que, a diferencia de las estrictas cosas, todas ellas inanimadas o insensibles, tendrían una sensibilidad protegida jurídicamente.

Esa es, en fin, la tesis principal de Torres Perea, que, sin embargo, yo no comparto del todo, no tanto por su insostenibilidad teórica -al ser perfectamente defendible-, sino sobre todo porque no veo yo el modo de darle practicidad; a saber:

No seré yo, precisamente, quien niegue la importancia de la dogmática, de precisar conceptos y clasificaciones, categorías y naturalezas -todas ellas- jurídicas, a fin de sistematizar el sistema y delimitar las instituciones. Siempre me he preocupado por fijar dogmáticamente las fronteras entre muy diversas instituciones (entre el derecho real y el de crédito, entre las cargas personales y reales, entre la analogía y la interpretación extensiva, entre el matrimonio y las parejas de hecho, entre la hipoteca y la fianza, el usufructo y el arrendamiento, entre muebles e inmuebles, …). Pero siempre he procurado hacerlo con una visión -y una utilidad también- práctica, evitando caer en una pura jurisprudencia de conceptos (vgr., para no aplicar los límites de la analogía impuestos en el art. 4.2 CC español a los casos de simple interpretación extensiva, para impedir la aplicación analógica de las normas sobre matrimonio a las parejas de hecho, de las de la fianza a la hipoteca dada por tercero, de las del usufructo al arrendamiento, … ¡o a la inversa!; o, últimamente -y muy relacionado con el tema que aquí nos ocupa-, para incluir entre los inmuebles por destinación del art. 334.6º CC a los animales domésticos, mediante una suerte de destinación afectiva o emocional con fundamento en el animus revertendi, en la querencia, a que se refiere el art. 465 CC español, para así concluir, con un criterio seguro, que el animal doméstico sea parte de la vivienda en la aplicación del art. 96 CC español para cuando en caso de crisis familiar la pareja rota no llegue a un acuerdo sobre qué hacer con la mascota). Tampoco soy reacio a las ficciones jurídicas, que desde Roma siempre han existido, y que más modernas las hay y he defendido (como el matrimonio “homosexual”, la gestación por sustitución para las parejas “gay”, …; o la antes citada “inmobilización” por destino de los animales domésticos); pero -insisto- siempre que ello haya podido tener una repercusión práctica. Pues, ¿acaso la puede tener realmente aquella que pretende el Prof. Torres Perea? Aun aceptando su propuesta de estimar -de fingir, tal vez- a los animales como una categoría propia y diversa tanto de las personas como de las cosas, con dignidad, pero sin derechos, como objeto de derecho, pero sensible y, por ello, necesitado de protección, ¿qué consecuencias prácticas podría llegar a tener todo ello? Es verdad que, desde el mismo comienzo de su obra, nos advierte Torres Perea que su propuesta de lege ferenda no va a presentarla como una propuesta articulada. Quizá no lo haya hecho, y esto es mera conjetura mía, porque se hubiera dado cuenta de que ya la propuesta de reforma de CC español de que disponemos -que, luego veremos, va más allá de la reforma portuguesa, que fue su musa- responde a su tesis, para cuya satisfacción, sin la necesidad de crear una nueva categoría, basta con estimar a los animales como bienes u objeto de derecho singulares. Porque intentar dar un paso más, pretender alcanzar una -supuesta- tercera fase, concluiría inevitablemente en una -mayor o menor- personificación de los animales.

Es verdad que la reforma española ya propuesta no habla de la dignidad del animal, pero sí de su bienestar, incluso en temas, tan íntimos, como en las consecuencias de las crisis familiares, donde se propone introducir una nueva letra c) en el art. 90 (sobre el posible contenido del convenio regulador en caso de separación o divorcio), que diga: “El destino de los animales de compañía, caso de que existan -copiando así el art. 1775.f) CC portugués, pero añadiendo la propuesta española lo que sigue:-, teniendo en cuenta el interés de los miembros de la familia y el bienestar del animal, pudiendo preverse el reparto de los tiempos de disfrute si fuere necesario”. Después, introduciendo un nuevo art. 94 bis, para el caso en que los esposos no lleguen a un acuerdo: “La autoridad judicial confiará para su cuidado a los animales de compañía a uno o ambos cónyuges, atendiendo al interés de los miembros de la familia y al bienestar del animal, con independencia de la titularidad dominical de este”. La norma propuesta es casi una copia literal del nuevo art. 1793.A) CC portugués (“Os animais de companhia são confiados a um ou a ambos os cônjuges, considerando, nomeadamente, os interesses de cada um dos cônjuges e dos filhos do casal e também o bem-estar do animal.”); pero con la importante diferencia -que destaca también Torres Perea- de que durante la tramitación de la propuesta española se introdujo, como novedad, su inciso final (“con independencia de la titularidad dominical de este”), precisamente, con aquel fin, según justificaban -de forma idéntica- las enmiendas núm. 7 (del Grupo Mixto) y núm. 83 (del PSOE), que proponían añadir tal inciso último. En consonancia con tal novedad, se proponía también modificar el art. 103 CC español introduciendo una nueva medida que el juez puede adoptar: “Determinar, atendiendo al interés de los miembros de la familia y al bienestar del animal, si los animales de compañía se confían a uno o a ambos cónyuges, la forma en que el cónyuge al que no se hayan confiado podrá tenerlos en su compañía, así como también las medidas cautelares convenientes para conservar el derecho de cada uno”.

A su vista, me pregunto cómo podrían redactarse tales normas a fin de amoldarlas a la tesis de Torres Perea sobre el tertium genus. ¿Acaso tan solo reemplazando la palabra “bienestar” por la de “dignidad”? ¿Cómo proteger más aún al animal, o cómo descosificarlo, en tales normas, sin llegar a personificarlo? El propio Torres Perea elogia esas mismas normas, advirtiendo (en la p. 145) que guardan un “paralelismo” con el régimen de guarda y custodia de los hijos… Por eso mismo, no pueden ir más allá si no es adentrándose en la personificación de los animales.

Y otros ejemplos se podrían poner como muestra de tal sensibilidad que hacia los animales, como seres sintientes y no como simples cosas, contiene la propuesta de reforma española (desde la abolición del ius abutendi cuando se regula el derecho de propiedad sobre el animal en el nuevo ap. 2 del art. 333 CC propuesto -prohibiendo el maltrato, el abandono, …-, hasta en el propio lenguaje, incluyendo a los animales como objeto de derecho, de propiedad y posesión, mas como algo distinto del resto de bienes; o la simple expresión “animal salvaje” sustituyendo a la de “animal fiero” del art. 465 CC,…).

No quiere decir todo ello que la propuesta española de reforma sea perfecta, que no sea mejorable, incluso conforme a su propio espíritu, pues, sin duda, contiene errores e imprevisiones (que el propio Torres Perea advierte con maestría, pero que ahora -creo- no corresponde abordar, como en mi opinión sería considerar civilmente el maltrato animal como un caso de abuso de derecho, al amparo del art. 7.2 CC español). Pero tan solo se trataría de mejoras dentro del espíritu general de la reforma, pues dar un paso más solo se daría personalizando a los animales. La propuesta se ha mantenido en el límite, antes de dar ese salto -que considero- al vacío. Y para no darlo es inevitable mantener a los animales en el régimen de las cosas, aunque no como simples cosas, y sean estimados como -otro tipo de- bienes especiales merecedores de una protección -también- especial.

De igual modo sucede con otro tipo de bienes, que todo Derecho regula y protege singularmente (como son la propiedad intelectual, la industrial -que, no se olvide, son expresiones personalísimas del ingenio humano-, el patrimonio histórico, los propios derechos como objeto de otros derechos…), sin que por ello sea necesario crear para tales bienes una tercera categoría entre las personas y las cosas; como tampoco fue necesario crear otra categoría intermedia para las personas jurídicas (ni tal vez en un futuro para la inteligencia artificial y cualquier híbrido humanoide), bastando con estimarlas como otra especie de personas (y eso que en las Fundaciones se personifica -todo- un patrimonio, aunque destinado por la voluntad de su fundador, lo que, sin embargo, no ha dado como resultado ningún tertium genus).

Comparando aquel tipo de bienes singulares con los animales dice De Torres Perea (en la p. 199), que “la protección que merece un animal es distinta de la que pueda merecer un edificio calificado de patrimonio histórico. Los animales sienten y sufren y el edificio no”; lo que, sin duda, es cierto, pero, en mi opinión, no obliga a que los animales dejen de ser sometidos -aunque sea solo subsidiariamente- al régimen de los bienes. De aceptarse, como hace la reforma propuesta, que los animales sigan siendo objeto de derechos (de propiedad, de posesión, …), desde un punto de vista -solo- dogmático, bastaría con abrir para los animales un espacio propio dentro de la categoría de bienes u objetos de derechos: junto a las cosas (como objeto inmediato de los derechos reales, y mediato de los de crédito), a la conducta de la persona (como objeto directo de los derechos de crédito), y a las cualidades de la persona (como objeto de los derechos de la personalidad).

Y qué duda cabe de que en comparación con todas esas especies de objetos de derecho, a los animales solo cabe aplicar el régimen propio de las cosas, aunque con importantes singularidades (por la necesaria protección de su bienestar, o de su dignidad si se quiere), que son, precisamente, las que justificarían su calificación como bien singular. Y como prueba de ello, una más; la que sigue:

Entre sus elogios hacia la propuesta de reforma española, se congratula Torres Perea de que, al ser derogado el núm. 6 del art. 334 CC, ciertos animales (los adscritos a un fin económico -agrícola, ganadero o industrial- de un finca) hayan dejado de ser estimados como inmuebles por destinación. El primer Código en hacer tal reforma fue el francés en cuyo nuevo art. 524, tras suprimir el elenco de animales que estimaba como inmuebles por destinación, dice, sin embargo, en su nuevo primer apartado que “Les animaux que le propriétaire d’un fonds y a placés aux mêmes fins sont soumis au régime des immeubles par destination.” (y lo mismo hace en su nuevo art. 2501); de modo que lo que sacan por la puerta (la calificación de ciertos animales como inmuebles por destinación), lo vuelven a meter por la ventana (al someterlos al régimen propio de los inmuebles por destinación).

Inevitablemente, porque no hay -o yo, al menos, no imagino- otra opción, lo mismo hace la propuesta española de reforma de CC: tras suprimir el actual núm. 6º del art. 334 CC, añade un nuevo ap. 2, donde se dice: “Quedan sometidos al régimen de los bienes inmuebles los viveros de animales, palomares, colmenas, estanques de peces o criaderos análogos, cuando el propietario los haya colocado o los conserve con el propósito de mantenerlos unidos a la finca y formando parte de ella de un modo permanente”.

Se mantiene, pues, aún hoy aquella misma ficción legal introducida en el CC francés de 1804, y seguida por otros Códigos, como el español, lo que, a su vez, permite que el animal, como tal, no pierda su propia individualidad, y que, por tanto, su adscripción al mismo régimen del inmueble dependa de la voluntad de sus dueños, y, también -habría que añadir- del propio bienestar del animal (o, si se acepta la idea, de su dignidad), al margen de a quien corresponda su estricto dominio. Otra opción, que quiera resistirse a la personificación de los animales, se me antoja difícil, aunque tal vez -y aquí yo yerre- no imposible. Quede, así, como en el fondo quiere el Prof. Torres Perea, abierto el debate a otros…

SEGUNDA PARTE: ENTRE PERSONAS Y COSAS: LOS ROBOTS.

I. EL DILEMA, COMO PRIMERA CUESTIÓN: LOS ROBOTS Y LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL, ENTRE PERSONAS Y COSAS.

1. Exposición de las diversas tesis y la consideración de los robots como cosas, sin personalidad, como la -actual- posición mayoritaria.

Comienza Lacruz su obra -ya citada- planteando el dilema de ubicar a los robots entre las personas o las cosas, en si cabe hoy, o en un futuro, reconocer una posible personalidad jurídica robótica, trayendo al hilo un fragmento de aquel conocido relato de Isaac Asimov (El hombre bicentenario), también llevado a veces al mundo del celuloide, cuando la hija del propietario del robot Andrew le dice que éste quiere comprar su libertad y el padre replica: “—Él no sabe qué es la libertad. Es un robot. —Papá, no lo conoces. Ha leído todo lo que hay en la biblioteca. No sé qué siente por dentro, pero tampoco sé qué sientes tú.

Cuando le hablas, reacciona ante las diversas abstracciones tal como tú y yo. ¿Qué otra cosa cuenta? Si las reacciones de alguien son como las nuestras, ¿qué más se puede pedir?”.

También podrían haberse traído otros fragmentos, de esta o de otras muchas obras. Sabido es que la literatura y el cine están plagados de obras donde el ser humano muestra su preocupación, y sus miedos, sobre sus propias creaciones, que se pueden volver en contra de su propio destino, individual o incluso como especie. No voy yo, sin embargo, a recordar ninguna de tales obras (muchas de las cuales sin duda estarán ahora en la mente del posible lector de esta recensión). La del Prof. Lacruz me parece bien elegida, aunque yo, también de Asimov, hubiera elegido su saga de la Fundación (como guiño, evidente, a lo que luego propondré), entre cuyos relatos compendiados, precisamente, se encuentra el conocido Yo, robot (también llevado al cine, con más pena que gloria).

Planteada así la cuestión central, a modo de dilema entre personas y cosas, las soluciones posibles serían, en concreto, tres (esperando que el lector me excuse de citar los tantísimos autores, patrios y extranjeros, juristas o no, que han abordado el tema y se enmarcan en una u otra posición):

Una, que era la defendida por Torres Perea para los animales, sería estimar a los robots como un tertium genus, entre personas y cosas; pero, como sucedía con aquella tesis animalista, y para esta otra advierte la Profª Dª Silvia Díaz Alabart, es una posición ecléctica y, por ello, inconducente a los efectos prácticos, al dejar sin resolver -lo importante- qué régimen jurídico les resultaría aplicable: ¿el de las personas o el de las cosas, según convenga?

Otra solución, la más avanzada o revolucionaria y, sin duda, atrevida, sería la de reconocer personalidad jurídica en los robots, la de estimarlos como personas (con diversas variantes: que si subtipo de persona humana, de persona jurídica o de híbrido entre ambas, o como cosa personificada, o como persona singular, que ocuparía una situación intermedia, y diversa -otro modo de tertium genus- entre unas y otras personas -físicas o naturales y jurídicas o morales-). En esta última posición, como destaca Lacruz, parece moverse el Parlamento Europeo, especialmente -aunque no solo- en su Resolución de 16 de febrero de 2017, donde propone “crear a largo plazo una personalidad jurídica específica para los robots, de forma que como mínimo los robots autónomos más complejos puedan ser considerados personas electrónicas responsables de reparar los daños que puedan causar, y posiblemente aplicar la personalidad electrónica a aquellos supuestos en los que los robots tomen decisiones autónomas inteligentes o interactúen con terceros de forma independiente.”. En España, sin duda, Moisés Barrio Andrés es uno de los más vehementes defensores de tal propuesta.

Contra tal propuesta, pero apoyado en la doctrina mayoritaria, considera Lacruz Mantecón que jamás los robots podrán estimarse como personas, ni como humanas, ni siquiera como jurídicas. Negada la asimilación a ambos tipos de personalidad, se centra, sin embargo, Lacruz en las diferencias que, en su opinión, que hoy es la mayoritaria, hay entre seres humanos e inteligencia artificial. Como punto de partida atiende a dos cualidades o atributos que siempre concurren en toda persona natural, como son su inteligencia (y su conciencia moral), y su autonomía (su voluntad libre, su libertad), que en su opinión faltan en los robots; tal vez también hubiera podido atender a la idea de dignidad y a la de sensibilidad (a la capacidad para sentir, placer o sufrimiento), tan empleadas también hoy en la confrontación entre personas y animales. Pero no se entienda tal ausencia en el razonamiento de Lacruz como una crítica, pues tal vez ambas, dignidad y sensibilidad, estén de algún modo integradas en los atributos humanos atendidos por Lacruz (en la moralidad de su conciencia y, por consiguiente, en la de su actuación inteligente y libre, que permite optar conscientemente entre el bien y el mal, entre el placer y el dolor, …). Al fin y al cabo, a lo largo de la historia jurídica, la persona, amplia o estrecha en su contenido, siempre se ha definido como un ser racional y libre; cualidades ambas -racionalidad y libertad- que para Lacruz faltan en la robótica (concluyendo así al decir que no es que los robots tengan inteligencia y conciencia, sino que es “como” si la tuvieran, pero sin tenerlas en realidad -pura apariencia, pues-):

Por un lado, considera Lacruz una falacia narcisista intentar equiparar la inteligencia humana con la artificial, limitada ésta a tareas especializadas, que no piensa por sí sola, con autonomía, sino que mimetiza e imita, que computa conforme a los algoritmos dados por su creador, carente, por ello, de libertad y autonomía en sus decisiones (que le vienen dadas previamente por su programador y, también en parte, posteriormente por su usuario), lo que le hace carecer también de capacidad para la abstracción y la imaginación.

Reconoce, no obstante, sobre esto último Lacruz que mediante el autoaprendizaje es posible observar ya hoy cierta creatividad en aquella inteligencia artificial; una creatividad que incluso puede llegar a ser artística (como sucede hoy con muchas obras musicales y gráficas); aunque, como advierte el propio Lacruz (en repetidas veces, en las pp. 157 a 159, 202 y 203), tal creatividad no es propia del robot, sino que le viene dada de su creador o, en su caso, de su dueño usuario, lo que, a la postre, impide atribuir a la máquina la autoría de tal obra artística, un derecho de autor que supondría reconocerle cierta personalidad, pero que rectamente solo corresponde a su creador o, en su caso, a su empleador.

Por otro lado, tampoco considera Lacruz Mantecón que los robots tengan conciencia moral, o ética, aunque esto suela hoy defenderse por muchos, porque, como aquella -pretendida- inteligencia, también esta artificial o aparente conciencia le viene dada ab initio por su programador o creador. Como sentencia Lacruz (en la p. 121), “no es conciencia de la máquina, sino de la del maquinista”, porque “en realidad (añadirá mucho más adelante, en la p. 245), todo es del maquinista: la ética, el propósito, la programación, la tarea y el color de la chapa del robot”. De ahí la necesidad de que tal conciencia no quede en manos de la simple ética, de un mero Código deontológico para informáticos, sino en las del Derecho, en cuyas manos quedan asegurados los derechos y valores más fundamentales (y a cuyo estudio dedica Lacruz Mantecón un entero Capítulo de su libro, al estimar, en la p. 252, que “hay mucho en juego… No es ética, es ley”, dirá).

Negada, así, la equiparación entre personas (humanas) y robots, cuando tras su -sola- apariencia humana siempre hay un auténtico ser humano (su creador y su usuario), niega también la personificación jurídica de aquellos, que en una hipotética convergencia puedan ser estimados como personas jurídicas, pues amén de faltar en los robots una base asociativa, ni societaria (un substrato de personas), con tal pretensión quedarían muchas cuestiones sin resolver, entre otras, la falta de responsabilidad penal por ciberdelitos (cuando el delincuente es el programador, no el robot, que es mero instrumento para la comisión del delito), o, en el ámbito civil, la cuestión clave, que es punctum dolens en la posición personalista robótica, relativa a la responsabilidad por daños causados por el robot, y donde Lacruz advierte (en varias ocasiones), que “para indemnizar lo importante es tener patrimonio, no personalidad” (p. 97), y que “la ausencia de patrimonio en los robots -hace- difícil poder indemnizar y reparar los daños” (p. 141).

Considera, y concluye así Lacruz la primera gran cuestión sumándose a la civilística patria mayoritaria, que los robots son -y seguirán siendo- cosas, aunque no simples cosas, sino cosas singulares; una singularidad que, precisamente, les viene dada por aquella -tan solo- aparente y artificial inteligencia y conciencia.

2. En particular, la comparación entre los actuales robots y los esclavos del Derecho romano clásico: los robots-esclavos.

Aquella singularidad de los robots como cosas llevará al Prof. Lacruz Mantecón (siguiendo a muchos otros, como Rogel Vide, Díaz Alabart o Carrasco Perera, ….) a comparar los actuales robots con los esclavos del Derecho romano clásico, carentes ambos de verdadera libertad y racionalidad, y al peculio de estos con la necesidad de dotar un seguro que cubra los posibles daños causados por aquellos, llegando a predecir (en la p. 132) que “nuestra futura sociedad robótica va a ser semejante a una sociedad esclavista”.

La comparación, sin duda, es convincente; hasta en lo etimológico (según nos advierte Lacruz Mantecón, en la p. 132: “Este es, además, el sentido de la palabra «robot», que emplea por primera vez el checo Karel Čapek en su obra teatral Robots Universales de Rossum, y que proviene del checo robota, con el significado de trabajador forzado o servil, es decir, que en realidad el término tiene el significado de «siervo» o «esclavo»”).

En cuanto al fondo de la analogía, nos explica Lacruz (en las pp. 133 y ss, que me permito reproducir casi íntegramente, aunque por fragmentos):

“Los esclavos, en la antigüedad grecorromana, cuenta el autor citado -refiriéndose a Schiavone-, eran considerados máquinas humanas, siendo así definidos, como «instrumentos animados», en el libro primero de la Política de Aristóteles… Esta cosificación del esclavo se favorecía por el desprecio hacia el trabajo manual, y la carencia de fuentes de energía y máquinas, que era reemplazada por la energía y el trabajo humanos. (…) Sin embargo, desde el punto de vista jurídico, estas afirmaciones tienen que matizarse, pues como nos señala Ursicino Álvarez, estando el origen de la esclavitud en la cautividad de los prisioneros de guerra, esto produce una situación de absoluto sometimiento del esclavo a su señor, que pudo haberle dado muerte al tomarlo como prisionero. «Pero tal situación de sometimiento presenta dos aspectos distintos: en uno de ellos, el esclavo se encuentra equiparado a una cosa, a una res más de las comprendidas en el patrimonio de su señor; en otro, su cualidad de hombre dotado de inteligencia y voluntad, y en su virtud persona, hace que esta relación de sometimiento no se considere estrictamente como una relación de propiedad, sino de potestas, semejante a la potestas del pater familias sobre los alieni iuris a él sometidos. Asimismo, esta cualidad de hombre determina que en la esfera espiritual (concretamente en la religiosa) no repercuta su situación de sometimiento». (…) Por tanto, la identificación del esclavo con una cosa es una solución un tanto apresurada. El esclavo, nos dice Buckland, era considerado, según la frase de Paulo, Servile caput, negándole la titularidad de derechos pero también de obligaciones, in personam servilem nulla cadit obligatio, lo que implicaba que si un sujeto libre caía en la esclavitud, todas sus deudas desaparecían. Aunque el esclavo era una cosa o res, según muchos juristas clásicos era la única res humana, «cosa humana»… (…) De acuerdo con lo dicho, en el Derecho romano había que distinguir la posición del esclavo en los distintos ámbitos jurídicos, si bien tanto en la esfera del Derecho público como en la del privado no tenía participación alguna, en la primera por estar exclusivamente reservada a 1os ciudadanos, que por eso mismo eran también hombres libres, y en la segunda por no pertenecer el esclavo a la misma comunidad jurídica, no pudiendo ser titular de derechos. En términos modernos, diríamos que el esclavo carecía de capacidad jurídica, de personalidad; sin embargo (y siendo esto un contrasentido), al ser considerado persona humana, sí que podía actuar jurídicamente, pero con la fundamental restricción de que su capacidad de obrar no producía efectos para él (pues no tiene personalidad jurídica). El efecto de su actuación jurídica se producía siempre para su dueño, del mismo modo que la del filius lo hacía para el pater bajo cuya potestad se encontraba.”

Y tras referirse Lacruz a varios ejemplos de lo dicho (en materia de Derecho procesal, de derechos reales, de Derecho de familia y sucesiones), en materia de obligaciones (que constituirá la segunda y última cuestión clave -arriba anunciada- en el Libro de Lacruz), se nos dice (en las pp. 137 a 139):

“Finalmente, la carencia de bienes y de posibilidad de obligarse -del esclavo- se matiza, nos dice Álvarez, con la creación del peculio del esclavo. Consiste éste en el Derecho clásico en un conjunto de bienes de clases diversas que el dueño entrega a su esclavo (o a un filius), para que los administre y disponga de sus beneficios…, pero los bienes que lo integran continúan formando parte del patrimonio del dominus, el cual puede revocar en cualquier momento su concesión, y además tiene una especie de derecho de crédito por el valor de la totalidad del peculio en el momento que lo constituyó, y que debe serle devuelto antes de pagar a los acreedores extraños… La importancia del peculio respecto a terceros se manifiesta en que se podían establecer auténticas relaciones jurídicas entre los terceros y, no el esclavo propiamente dicho, sino su peculio, … Y así las adquisiciones que se obtengan por obra de tales negocios ya no las hace suyas el dominus, sino el peculio, aunque sí siga haciendo suyos los créditos y las obligaciones que puedan surgir de tales negocios» … Con la institución del peculio, dispone el tercero de la actio de peculio, mediante la cual el dominus queda obligado frente a terceros por las deudas contraídas por el esclavo, aunque con la importante limitación de la cuantía del peculio. (…) Como vemos, aunque se sigue derivando la responsabilidad hacia el dominus, el concepto de peculio facilitará la aparición de una responsabilidad del esclavo en la época posclásica, en la que se transforma el concepto de peculium”.

Expuestas así la figura del esclavo y la de su peculio, y asemejada la consideración del esclavo como cosa singular con la actual de los robots, solo restaría adecuar aquella idea del peculio para resolver el principal problema civil que actualmente la robótica plantea: el de la responsabilidad por daños. Es la segunda cuestión clave en la monografía de Lacruz Mantecón que anunciamos, y que pasamos a abordar:

II. Y COMO SEGUNDA CUESTIÓN: LA RESPONSABILIDAD POR DAÑOS CAUSADOS POR LOS ROBOTS, ¿A QUIÉN CORRESPONDE?

Para resolver tal cuestión también serían planteables varias soluciones, donde, de nuevo, se refleja, como influyente, la posición tomada en aquel dilema sobre la ubicación de los robots, entre personas y cosas; en síntesis, cabrían las siguientes:

1. ¿Al robot?

Una de ellas, la más revolucionaria por ser la más acorde con la personificación de la inteligencia artificial, sería hacer responsable al propio robot de los daños por él causados.

No en vano, así lo sugiere aquella misma Resolución del Parlamento Europeo de 16 de febrero de 2017, que, en coherencia con su idea de crear una personalidad robótica específica, para el tema particular de la responsabilidad nos dice: “Existe mucha controversia sobre la cuestión de quién es el responsable de los daños que pueda causar un sistema de IA, sobre todo cuando se trata de sistemas autodidactas que continúan aprendiendo después de su entrada en servicio. El Parlamento Europeo ha formulado algunas recomendaciones relativas a la legislación civil en materia de robótica, incluida la propuesta de examinar la posibilidad de dotar a los robots de una «personalidad jurídica» (e-personality) para poder atribuirles la responsabilidad civil por los daños que causen”.

Rechazada, sin embargo, por Lacruz tal pretendida personificación de los robots, lógicamente también niega tal imputación subjetiva de la responsabilidad en el propio robot, como tampoco lo era el esclavo en el Derecho romano clásico, pues, de nuevo nos recuerda, lo importante no es atribuir personalidad responsable, sino que haya un patrimonio responsable con que reparar el daño causado.

2. ¿O al creador y, en su caso, al usuario del robot?, y ¿con qué fundamento jurídico? A su propósito, la diferencia entre robots y animales.

Otra posible solución sería aplicar el art. 1903 CC español, sobre responsabilidad por hecho ajeno, como es el caso de la responsabilidad de los padres por daños causados por los hijos menores de edad, o el de la responsabilidad de los principales por sus dependientes o personas a su cargo (directores de colegios, empresarios, …); lo que, sin embargo, tajantemente Lacruz rechaza (en la p. 131): “las especiales relaciones en las que se encuentran insertas estas personas, relaciones paternofiliales, laborales o de parentesco, impiden a mi juicio una utilización racional de este modelo para resolver los problemas que se suscitan”. Por mi parte, aun estando de acuerdo con tal rechazo (siempre, naturalmente, que los robots sean estimados como cosas, sin personalidad ninguna), echo en falta el razonamiento técnico que impediría tal aplicación por analogía del art. 1903 CC (aplicación que, por principio, es posible al no contener el art. 1903 CC una norma singular, ni tampoco punitiva, sino reparadora, que impida su aplicación analógica ex art. 4.2 CC). El argumento, en síntesis y entre otros, sería que al no tratarse de personas, ni asemejarse a ellas, no cabe predicar del dueño del robot (sea su creador o su usuario) ningún tipo de responsabilidad (mucho menos subjetiva, fundada en una suerte de culpa in educando -del programador- o in vigilando -del usuario- hacia el robot). No en vano, es esa falta de analogía en sentido estricto la que sí emplea Lacruz Mantecón para rechazar la siguiente posible solución:

Sería esa otra la de aplicar el régimen de responsabilidad por daños del art. 1905 CC español (una norma que hace responsable al poseedor del animal causante de daños), o la del art. 1908 del mismo Código (especialmente, según entiendo, cuando en su núm. 1º hace responsable a su dueño de los daños causados por sus máquinas). Entre ambas normas (una sobre animales y la otra sobre máquinas, consideradas estas en tal norma como simples cosas), Lacruz en principio se inclina más por el art. 1905 CC al ver más semejanza entre los robots y los animales, por ser ambos seres semovientes que actúan con cierta independencia (según sus instintos el animal, y según sus algoritmos el robot), y, por otro lado, porque el art. 1905 CC cubre una responsabilidad objetiva, solo excusable por fuerza mayor o por culpa de la víctima. Pero finalmente rechaza tal aplicación, por un lado, porque tal norma no cubre los daños sufridos por el propio dueño-usuario del robot, y, por otro, porque no hay en los animales inteligencia análoga a la artificial de los robots; lo que, a mi modo de ver, es harto discutible, cuando también entre los animales hay cierta inteligencia -aunque diversa de la humana, como la robótica- según su estructura cerebral -cuya mayor complejidad prevale en los primates-, sus habilidades mentales -como la de reconocer su propia imagen-, su propia relación con el ser humano -domésticos, salvajes,…-. Tal vez la mayor diferencia entre robots y animales estribe -según quedó demostrado arriba- en la capacidad de estos para sentir (placer, dolor, sufrimiento, …), de la que carecen -de momento, al menos- los robots, impidiendo que se hable de estos como seres, ni mucho menos, vivos y sintientes, como, en cambio, sí lo son los animales, cuyo bienestar es hoy obligado proteger, sin que tal protección tenga parangón para con la inteligencia artificial.

No es, sin embargo, ese el punto donde discrepo de la opinión de Lacruz, sino en otro más técnico que impide, en mi opinión, aunque aceptando la tesis final de Lacruz, anteponer el art. 1905 al 1908 CC: mientras que la aplicación pretendida del art. 1905 CC lo sería por analogía, la del art. 1908 CC, en cambio, lo sería directamente (tal vez, aunque lo dudo, extensivamente), por referirse esta última norma expresa y literalmente a “máquinas”, que es así como Lacruz considera a los robots. Habiendo, pues, norma directamente aplicable, no cabrá recurrir a la analogía como método aplicativo de los principios como fuente supletoria de último grado (cfr., arts. 1.4 y 4.1 CC). Otra cosa, naturalmente, es que el art. 1908 CC tampoco resulte aplicable al caso que nos ocupa, como en efecto creen Lacruz, y otros también, aunque él solo por anteponer el art. 1905 CC; en mi opinión, en cambio, no lo será por tal razón, sino porque al contener el art. 1908 CC una norma común, de Derecho común, y, por tanto, supletoria (cfr., ahora, el art. 4.3 CC), habrá que anteponer cualquier norma especial que pueda resultar aplicable al caso particular, como en nuestro caso la hay, siendo, además, dos: la una aplicable directamente y la otra extensivamente; son las que, con toda razón, defiende en su libro Lacruz Mantecón con muchos otros (como los ya citados Díaz Alabart y Carrasco Perera, o como Núñez Zorrilla, Badillo Arias, Álvarez Olalla, o Ercilla García), aunque aportando Lacruz importantes avances; a saber:

3. En particular, la aplicación del régimen de responsabilidad por productos defectuosos y por accidentes de circulación de vehículos de motor.

Sería esta, pues, la última y más apropiada solución al tema de la responsabilidad por daños causados por robots, que el propio Lacruz, con otros, propone, aunando dos regímenes de responsabilidad (frente a otros autores que proponen solo aplicar uno u otro): uno, que se aplicaría directamente, es la responsabilidad por productos defectuosos (considerando que el robot es, sin duda, un producto), para el caso en que el vicio, causante del daño, sea originario y corresponda por ello al programador o, en su caso, al fabricante, al comerciante, al distribuidor o, en último término, al vendedor, según en qué momento -o eslabón de la cadena- se haya producido el defecto con el consiguiente daño; pero, como también el daño puede ser causado por el destinatario final, el usuario u operador del robot, pudiendo ser en tal caso víctima del daño un tercero, para cubrir tal responsabilidad del usuario negligente, que lo sería por hecho propio ex art. 1902 CC, Lacruz Mantecón (pensando sobre todo, aunque no solo, en daños causados por robots médicos o sanitarios y por vehículos autónomos terrestres y aéreos -y marítimos, supongo-), propone aplicar, en este caso por analogía -creo yo-, el régimen de responsabilidad por accidentes de circulación de vehículos de motor.

E inspirado en tales regímenes, y como recuerdo actualizado del clásico peculio del esclavo, propone Lacruz, aquí con un tono más de lege ferenda, que desde un principio se exija la aportación de un patrimonio responsable a través de dos seguros obligatorios donde se identifique a cada robot por su número de identificación o matrícula que habrá de constar inscrito registralmente (proponiendo Lacruz al respecto -en la p. 184- que se cree una nueva Sección, sobre “robots autónomos”, dentro del Registro de Bienes Muebles): uno de tales seguros obligatorio correría a cargo del fabricante, como ya defiende Díaz Alabart, al que Lacruz añade otro a cargo del usuario del robot por los daños que a él sean imputables. Propone este último sin mencionar que tal es en cierto modo también el régimen para cubrir la responsabilidad por daños causados por animales, sobre todo por aquellos que sean peligrosos (un lapsus que, rectamente, no es tal, una vez negada arriba la analogía entre robots y animales). En aquella otra similitud con el régimen de accidentes de circulación de vehículos de motor, reconoce Lacruz inspirarse en la Resolución del Parlamento Europeo de 16 de febrero de 2017, que así lo propone, con la idea de inscripción registral incluida, como una de las posibles alternativas para solucionar el problema de la responsabilidad por daños: “Señala que una posible solución a la complejidad de la asignación de responsabilidad por los daños y perjuicios causados por robots cada vez más autónomos, podría ser el establecimiento de un régimen de seguro obligatorio, como ya se aplica, por ejemplo, en el caso de los automóviles; observa no obstante que, a diferencia del régimen de seguros en la circulación por carretera, en el que el seguro cubre tanto las actuaciones humanas como los fallos mecánicos, un sistema de seguros para robots debería tener en cuenta todas las responsabilidades potenciales en la cadena”. Añadiendo a continuación aquella misma Resolución: “Considera que, tal como sucede con el seguro de vehículos de motor, dicho sistema podría completarse con un fondo que garantizara la reparación de daños en los casos de ausencia de una cobertura de seguro”. Y así lo defiende también Lacruz, en combinación con el sistema de doble seguro obligatorio para los daños que este no cubra (no como alternativo ni sustitutivo de aquel, según defienden, en cambio, otros como Núñez Zorrilla); consistiría en una suerte de Fondo de compensación, un fondo patrimonial colectivo de garantía, justificado porque si en general la progresiva robotización en nuestras vidas es un beneficio para toda la sociedad, esta, en cierto modo, también debe asumir la indemnización por los daños que los robots causen, y que aquellos seguros no cubran directamente.

Todo ello, dirá Lacruz repetidamente, recuerda al clásico peculio del esclavo de Roma, concluyendo (ya en las p. 142 y 143), del siguiente modo: “Estamos contemplando una especie de «peculio», como si de un esclavo se tratara. (…) En realidad, esta idea está construida, más que sobre el peculio del esclavo, sobre la moderna responsabilidad del automóvil, sustituyendo o mejor, combinando, el seguro obligatorio con este fondo o peculio colectivo, que se asemeja al que gestiona el Consorcio de compensación de seguros para la indemnización de daños causados por vehículos no asegurados. … Es decir, matrícula robótica y revisiones periódicas, lo mismo que la matrícula y la ITV para los automóviles. (…) Estamos por tanto ante algo que no es ni siquiera una ficción, como en las personas jurídicas, sino ante un mero recurso de utilidad (o necesidad) para resolver el problema de la responsabilidad… En definitiva, y volviendo al estatus del esclavo en la antigua Roma, ya no se trata tanto de determinar hasta dónde llega la inteligencia artificial, ni de hasta qué punto ésta es similar a la humana (y por tanto lo es el artefacto que la posee). Se trata simplemente de dar un contenido especial a la subjetividad robótica, exactamente como en Roma, de determinar qué puede hacer y qué no el robot-esclavo, y de qué efectos jurídicos se puede dotar a sus actuaciones. Y como ocurría con el esclavo romano, la incidencia de su actuación se destaca principalmente en los ámbitos de la producción de rendimientos, gestión de asuntos y responsabilidad, resultados todos estos que se proyectan sobre el amo y no sobre el actuante”; rematando luego (en la p. 145): “Según lo visto, la consideración jurídica y estatus del esclavo en Roma es un modelo que puede ayudarnos a la hora de construir un estatus especial para los robots autónomos”. Lo cual, algunos antes que él lo habían adelantado, aunque no con el detenimiento con que lo hace Lacruz: por ejemplo, Díaz Alabart, Ercilla, o, antes, Carrasco Perera, cuando dice sintéticamente: “Repárese cómo los romanos pudieron construir un perfecto sistema de intercambio socioeconómico —base de su capitalismo imperialista— sin necesidad de instaurar una teoría de la representación ni una especie de limitada capacidad jurídica de los esclavos, a los que sin embargo reconocieron la titularidad de una suerte de patrimonio de actuación (el peculio) sobre el que gravitaba un entero sistema de responsabilidad”.

Esta es, en síntesis, la tesis defendida en su libro por el Prof. Lacruz Mantecón que yo, con los matices indicados, plenamente comparto, al menos hoy; pero ¿y mañana? Es, de nuevo, en el Prof. Carrasco Perera, en otro pasaje que también cita, y reproduce, Lacruz (en la p. 148), donde tal vez se encuentre la clave, cuando, aun en contra de personalizar los robots, aquel considera necesarios “patrimonios de responsabilidad adscritos a tales decisores autónomos, que en el estado presente de la ciencia empezarían por ser patrimonios fundacionales personificados y adscritos a un fin, patrimonios sobre los que los autómatas no titulen derechos de propiedad”. Como se ve, de patrimonios fundacionales habla…

III. ENTRE BROMAS Y VERAS, ELUCUBRACIONES SOBRE OTRA POSIBLE HIPÓTESIS DE FUTURO: LAS FUNDACIONES ROBÓTICAS.

Ante todo, tómese lo que a continuación se diga, no como crítica a la magnífica obra comentada del Prof. Lacruz Mantecón, sino como elucubración futurista, hecha medio en broma medio en serio, de quien no es adivino, ni aspira a serlo. Es tan solo un juego -acrobático, si se quiere-, que pretende al menos despertar la curiosidad -y quién sabe si alguna sonrisa- en el lector, y, quién sabe, si tal vez invite a la polémica, única esta creadora de doctrina, que -como dije en la introducción- es la sal en la vida de cualquier jurista.

No hay, pues, ninguna objeción crítica a la tesis de Lacruz, pues, en la actualidad, no creo yo que pueda negarse que los robots sean máquinas, que sean jurídicamente cosas, diversas de las personas humanas, carentes incluso de cualquier sustrato o atisbo personal que justifique la creación o ficción de una persona jurídica asociativa (acaso formada por sus creadores y los usuarios), ni corporativa (fundada en el interés general que subyace en la robótica). Pero ¿acaso no cabría, como alternativa, personificar los robots aun siendo cosas? De “cosas personificadas” ya nos habla Núñez Zorrilla. Y ¿acaso el molde donde mejor encajar tal personificación no sería a través de las Fundaciones, mediante una personalidad fundacional, donde lo que artificial y ficticiamente se personifica es un patrimonio adscrito a un fin? Era de lo que hablaba Carrasco Perera (antes trascrito).

Curiosamente, en la otra recensión a que al principio de la presente me referí, hecha a la obra sobre animales del Prof. De Torres Perea, en contra de su tesis que los estimaba como un tertium genus entre las personas y las cosas, objetaba yo la suficiencia de mantenerlos dentro de la categoría de cosas, aunque singulares (en su régimen tuitivo de su bienestar), añadiendo -yo- lo siguiente (que vuelvo a recordar): “De igual modo sucede con otro tipo de bienes, que el Derecho regula y protege singularmente (como son la propiedad intelectual, la industrial -que, no se olvide, son expresiones personalísimas del ingenio humano-, el patrimonio histórico, los propios derechos como objeto de otros derechos…), sin que por ello sea necesario crear para tales bienes una tercera categoría entre las personas y las cosas; como tampoco fue necesario crear otra categoría intermedia para las personas jurídicas (ni tal vez en un futuro para la inteligencia artificial y cualquier híbrido humanoide), bastando con estimarlas como otra especie de personas (y eso que en las Fundaciones se personifica -todo- un patrimonio, aunque destinado por la voluntad de su fundador, lo que, sin embargo, no ha dado como resultado ningún tertium genus)”. Es ahí, pues, entre las personas jurídicas, y entre las Fundaciones en particular, donde tal vez encuentren acomodo las futuras personalidades robóticas, como especie singular de Fundaciones, sin la necesidad de crear ninguna categoría híbrida (de ahí mi preferencia por la serie de la Fundación de Asimov). Al fin y al cabo, no sería más que trasladar la apariencia de inteligencia y conciencia robóticas al mundo de las ficciones jurídicas, como sin duda lo son las personas jurídicas. De artificio informático a artificio jurídico.

No es, además, pura invención mía. Gracias a la obra de Lacruz (y disculpen mi ignorancia de una obra de referencia), he podido comprobar que -un tal- Gunter Teubner, cuya obra nos dio antes a conocer el Prof. Carrasco Perera, así lo proponía, en síntesis, amoldar las entidades robóticas bajo el manto de las personas jurídicas, añadiendo yo -tan solo- el molde fundacional como el más apropiado.

Ciertamente, la actual Ley española núm. 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones no responde a ello (o, mejor dicho, mi propuesta no se adecúa a la actual regulación sobre Fundaciones). Pero ya dije que se trataba de una posible hipótesis para el mañana, que, naturalmente, requeriría de reformas jurídicas; las cuales, no se olvide, ya comienzan a instarse. Recuérdese la Resolución del Parlamento Europeo de 16 de febrero de 2017, cuando habla de “personalidad específica”, de “personalidad robótica”,… Cierto es que las Resoluciones del Parlamento Europeo no son estrictas normas, de obligado cumplimiento; son meros consejos, como los que da un buen amigo; pero en este caso se trata siempre de un amigo muy insistente e influyente que con el tiempo casi siempre ha terminado convenciendo, o imponiendo su criterio, obligando a los Estados Miembros de la Unión Europea a modificar sus leyes, cuando no hasta el diagnóstico en otras Ciencias (como a vuelapluma vienen a mi memoria temas, también por mí estudiados, como las uniones entre personas del mismo sexo, la transexualidad, …, en los que el Parlamento Europeo, a través de diversas Resoluciones, no solo ha incidido en el panorama jurídico europeo, sino también en el científico internacional, logrando, en aquellos ejemplos citados, su despatologización).

La dotación patrimonial, que personificar en nuestro caso, vendría integrada por el propio robot así como por el sistema doble o mixto de seguro obligatorio, que al principio habría de aportar el creador del robot, y que luego habría de incrementar el adquirente usuario del robot (no en vano, ya el art. 12 de la Ley española de Fundaciones permite que la dotación de patrimonio fundacional se haga con bienes del propio fundador o de terceros).

Habría, de este modo, a través de una figura actual y moderna, que cuenta con su propio régimen jurídico, y sin la necesidad de resucitar anacrónica e inconducentemente viejas fórmulas (como la del peculio del clásico esclavo romano), una persona -también- con un patrimonio responsable; quedarían, además, así exentos de cualquier responsabilidad patrimonial personal subsidiaria aquellos sujetos (fundador y usuario), que es lo que pretende Lacruz con su novedosa tesis, y que es lo que tradicionalmente desde el siglo XIX se pretendía con la creación de las personas jurídicas (liberar de responsabilidad patrimonial propia a las personas que las componían y creaban). Quedaría, así, además cubierta la responsabilidad del usuario como patrono por su negligencia en la posible causación de daños, hasta de los causados a la propia Fundación (cfr., art. 17 Ley española de Fundaciones). No serían responsables ni el creador-fundador, ni el usuario, ni siquiera tampoco el robot en sí, sino la Fundación misma e íntegra con todo su patrimonio (al modo en que en Roma la responsabilidad no era del esclavo, ni siquiera personalmente de su amo, sino directamente del peculio).

Ni siquiera ello supondría un problema de irresponsabilidad fuera del ámbito civil: pensando, por ejemplo, como también lo piensa Lacruz, en posibles responsabilidades penales (por ejemplo, fundadas en delitos cibernéticos), ahí está la novedosa, y también ficticia, responsabilidad penal de las personas jurídicas frente al viejo brocardo societas delinquere non potest. Aun a pesar de la creación de una Fundación, seguirían siéndolo su creador o, en su caso, su usuario por empleo delictivo del robot.

Porque, en efecto, la voluntad, la mente de la Fundación estaría desde un principio formada por el programador o creador del robot, que sería el fundador de su personalidad, de su voluntad algorítmica (cfr., el art. 2.1 Ley española de Fundaciones), sin la necesidad de recrear viejas figuras, como en cambio lo hace Lacruz (en la p. 139), “en la capacidad del esclavo emanada de su dominus”. Para tal creación, habría que formalizar notarialmente todo ello, con posterior inscripción registral, como propone el propio Lacruz, aunque en mi propuesta tal inscripción habría de hacerse en el Registro de Fundaciones.

Formada así su voluntad, la de la Fundación robótica, su ejecución, el gobierno de tal Fundación robótica correspondería a su adquirente y usuario, quien haría las veces de patrono y, a la vez, de beneficiario de aquella Fundación (lo que, desde luego, no encaja en la actual Ley española de Fundaciones, cuyos arts. 3.3 y 15 exigen un patronato triunviral diverso de los posibles beneficiarios de la Fundación; aunque, no se olvide, que ya se permite su remuneración, que en nuestro caso podría entenderse satisfecha en especie, con el propio empleo del robot adquirido). Como patrono, el usuario del robot ostentaría su representación legal (cfr., el art. 17 Ley española de Fundaciones), y administraría el patrimonio fundacional robótico (cfr., los arts. 19 y 20 de la misma Ley de Fundaciones), aunque sin la posibilidad, actualmente al menos, de poder disponer del mismo sin permiso del Protectorado (cfr., en tal sentido, el art. 21 Ley de Fundaciones).

Porque, al margen de tan concreta cuestión (relativa a la disposición patrimonial fundacional), sería una ventaja tal intervención del Protectorado, asegurando así el fin público a que serviría toda Fundación robótica. Es, precisamente, el mismo interés general que en la tesis del Prof. Lacruz, según ha quedado arriba dicho, justifica la creación de un Fondo de compensación y que en el “ADN” del robot vaya incrustado aquel Código ético y legal, antes referidos, que defiende Lacruz. Un Código, donde sus valores y derechos fundamentales también habrán de estar, aunque solo sea en parte, referidos a la propia Fundación robótica como centro de imputación subjetiva, no solo de responsabilidades, sino también de derechos. No tan lejos, por ejemplo, queda cuando hablar de los derechos fundamentales, o también de los de la personalidad, de las personas jurídicas provocaba la risa. Y miren hoy. Hasta el delito de injuria contra el honor de las personas jurídicas se ha terminado admitiendo.

Con todo, lo hasta aquí dicho no deja de ser mera elucubración, o tal vez no…

Lo que sí ignoro -pues ya dije que no pretendo ser Nostradamus- es si mi hipótesis futurista o cualquier otra que cuajara destinada a personificar las entidades robóticas tendría mayores consecuencias, e incluso más graves, más allá incluso de las jurídicas.

Ignoro si tal concesión de la personalidad robótica sería suficiente, plenamente satisfactoria para los propios robots, e impediría o, al contrario, incitaría a reivindicar un mayor reconocimiento, a que progresivamente el anhelo de los robots sea mayor, aspirando a una rebelión, igualitaria al comienzo, o de posterior sometimiento del ser humano. De nuevo, la literatura y el cine (que bien pueden verse expuestos, en este sentido, en la -tan acertada- voz “Rebelión de las máquinas” en la Wikipedia), nos dan abundantes muestras de ello, de nuestro miedo, innato en el ser humano, a ser sometido o incluso aniquilado por una especia superior cibernética o humanoide (a mi memoria, más cinéfila que literaria en tiempos de juventud, vienen el “monstruo” de Frankenstein, el Hall-9000 de 2001: una Odisea en el espacio, aquel defectuoso pistolero Yul Brynner en Almas de metal, el hermoso Replicante de Blade Runner o el horrible Héctor de Saturno 3, o -cómo no- aquel incansable, casi indestructible, Terminator, …).

El Prof. Lacruz no parece dar credibilidad a tan apocalíptico destino de la humanidad cuando dice (en la p. 132): “Dada la imposibilidad de predecir el futuro, hasta que llegue —si llega— dicha emancipación de nuestros esclavos electrónicos, y como tengo dicho en otro lugar, nuestra futura sociedad robótica va a ser semejante a una sociedad esclavista”.

Y hace bien en decir tal cosa, pues ir más allá supondría pasar de la ficción jurídica a la Ciencia ficción. Pero no olvide, querido Prof. Lacruz, que hace ya mucho que los esclavos se rebelaron con éxito, liberándose, y que la Historia, como decía Aristóteles, es cíclica, se repite, y que el ser humano es capaz de tropezarse con la misma piedra una, dos, y hasta mil veces…

Acceder al título íntegro del artículo, con notas y bibliografía

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